domingo, 29 de octubre de 2017

LA INICIACIÓN, ¿POR QUÉ Y PARA QUÉ?

LA INICIACIÓN, ¿POR QUÉ Y PARA QUÉ?
LA INICIACIÓN, ¿POR QUÉ Y PARA QUÉ?

VISIONES DIVERSAS SOBRE LA VÍA INICIÁTICA EN EL MARCO EVANGÉLICO
Pascal Gambirasiod’Asseux
Este título es voluntariamente provocador. Pero la “pro-vocación”, en su esencia¿acaso no debe entenderse como un llamamiento para cumplir alguna cosa, como una llamada hacia algo o de alguien…? Siendo ese “alguien”, como bien habrá podido comprenderse, el mismo Cristo que no deja de llamar a los hombres a que lo sigan y a su imitación.
El subtítulo, por su parte, anuncia la orientación y el objetivo de este trabajo (que reconoce gustoso por su parte sus límites e imperfecciones) versando sobre un tema mayor de nuestra vía espiritual. En efecto, en tanto que iniciados cristianos debemos ser conscientes del carácter paradójicamente específico y universal de nuestro camino, y como bien señalaba el Papa Juan Pablo II en su exhortación apostólica “VITA CONSECRATA” presentada en 1996: “Aun cuando toda la Sagrada Escritura sea (…) fuente límpida y perenne de vida espiritual, los Evangelios son «el corazón de todas las Escrituras ».
El sentido de la palabra iniciación (del latín: initium, que viene de inire: compuesto por su parte dein, que significa en eire, significando ir, marchar, avanzarse) es doble y connota por una parte la idea de encaminamiento, más particularmente de los primeros pasos en el cumplimiento de este encaminamiento, y por otra, la idea de una interioridad.
La iniciación se define así de manera natural como un encaminamiento interior, como una búsqueda de interioridad, insistiendo en su carácter de comienzo probablemente con el fin de subrayar que su término, su cumplimiento “no es de este mundo” en su sentido evangélico, lo que tampoco no significa que no pueda ser alcanzada, realizada “en este mundo” o “desde este mundo”. Volveremos más adelante sobre esto.
Esta andadura interior, así pues estrictamente hablando, esta vía del y hacia el corazón, es simultáneamente, y de manera efectiva, andadura hacia lo “alto”, andadura hacia el Reino de los Cielos en el que Cristo Jesús nos revela que él “también” está y ello “en primer lugar” dentro de nosotros: “ved, en efecto, que el reino de Dios está dentro de vosotros”[1]. Señalaremos aquí que el término de esoterismosignifica precisamente “lo que está al interior”, en “el corazón” de las cosas o los seres.
Por otra parte, no nos es posible evocar este carácter de encaminamiento y vía que constituye el propio de la iniciación sin recordar estas palabras del Señor que aclaran e iluminan (en todos los sentidos del término) su naturaleza esencial: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”[2].
El Verbo divino encarnado en la adorable Persona de Jesucristo, se presenta así, no solamente como el objetivo de toda iniciación, sino también como la vía misma para acceder a ella; diríamos inclusive la Voz, la Palabra de llamamiento que invita a ello. Efectivamente, el hombre es llamado continuamente por su Creador y Salvador para que se gire (se torne: la conversión en su sentido pleno) hacia Él, Fuente de Amor y de Vida: “Sígueme”[3].
La iniciación es pues la búsqueda del reencuentro, de la intimidad con la Verdad revelada la cual, de igual modo como el Camino que conduce a ella, no es otra que una Persona, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad.
Por otra parte el esoterismo, o el conjunto de conocimientos y “operaciones” rituales que le están vinculados, significa muy precisamente lo que surge del ámbito de la interioridad y en consecuencia del secreto porque es de naturaleza sagrada y escondida en “la célula del corazón” según expresión monástica. El esoterismo, en oposición a la locura ocultista o de los travestismos heréticos en que algunos lo han convertido –en todos los sentidos de la palabra-, aparece así como el corazón, la médula y la sangre espirituales del Conocimiento y la Caridad que el Padre nos abre y nos pide por el Hijo en el Espíritu: “Venid, y lo veréis.”[4]
Pero es menester precisar que la iniciación, esencialmente, es una vía reservada; una voz que sólo es percibida si uno es escogido por ella. He ahí el auténtico sentido de la vocación que nos devuelve al deseo espiritual del santo encuentro que evocábamos hace un instante, encuentro de corazón a corazón con Dios, Creador, Salvador y Amigo, que a la vez se revela y se oculta. Y para nosotros, en tanto que cristianos, de la entrada más intensa en la participación adoptiva de la vida trinitaria, en este amor de las Tres Personas de una única naturaleza, que nos es dada por los Sacramentos del bautismo, de la confirmación y de la eucaristía. La realidad de esta vía reservada, de esta vocación específica nos es anunciada y justificada por estas palabras de Jesús: “No deis lo santo a los perros, ni echéis vuestras perlas ante los cerdos, no sea que las pisoteen con sus patas y volviéndose a vosotros os despedacen.”[5], y cuando sus discípulos le preguntaban por qué hablaba a las turbas mediante parábolas, les respondía: “A vosotros os ha sido entregado el misterio del reino de Dios; mas a aquellos de fueratodo les viene en parábolas, para que mirando, miren y no vean; y oyendo, oigan y no entiendan (…).”[6]Múltiples son los sentidos de estas palabras, todos ellos complementarios. Significan la multiplicidad de los dones de Dios y de los caminos que llevan a Él y sugiere muy nítidamente, en particular por el calificativo de “aquellos de fuera” (dichos también profanos), la vocación iniciática y el conocimiento esotérico.
En otros términos, esta vocación iniciática, esta vía esotérica constituyen realmente una hermenéutica, pero interior y reservada (entendiendo que la hermenéutica es la interpretación teológica de los textos sagrados).
El misterio de este llamamiento es un componente del misterio de las vocaciones y carismas que Dios dispensa a cada uno según su sabiduría infinita para el bien de todos en la unidad de la Iglesia, como lo expone principalmente san Pablo en su epístola a los Romanos[7] y en su primera epístola a los Corintios[8]. El episodio de la Transfiguración del Señor fundamenta e ilustra esta vía de misterio reservado: en efecto, de entre los doce, Jesús escoge y llama únicamente a Pedro, Santiago y Juan; los lleva en un aparte únicamente a ellos a otra montaña, el monte Thabor, para contemplar la manifestación de la Gloria divina. Pero “descendiendo ellos del monte, les mandó que a nadie dijesen lo que habían visto, sino cuando el Hijo del Hombre hubiese resucitado de los muertos. Y guardaron la palabra entre sí.”[9] La tradición ha querido dar a Santiago y Juan el calificativo de Boanerges, nombre que significa literalmente “hijos del trueno”. Recordaremos, por una parte, que Juan y Santiago son los dos santos patrones de la iniciación de Oficio o Compañerazgo, y por otra, que en el curso de la ceremonia de iniciación según el Rito Escocés Rectificado el candidato, justo antes de recibir la luz, “oye” resonar el trueno.
La respuesta libre y amorosa del ser ante el llamamiento divino según su carisma propio, según el don del Espíritu que el Padre ha querido para él, es lo que defineal hombre de deseo, tal cual es evocado por el Apocalipsis de Juan y junto a él por el Filósofo Desconocido Louis-Claude de Saint-Martin.
Esta respuesta del amor del hombre al amor de Dios, que la teología denomina la redamatio, da testimonio de la orientación del ser, del “signo” que lo marca ontológicamente y del buen uso que el interesado ha hecho de su libertad, primero de los dones gratuitos del amor de Dios para con el hombre. Es la respuesta a la pregunta planteada por el Señor a Adán en el jardín del Edén después del Pecado y es entonces que precisamente Adán se esconde: “¿Dónde estás tú?”. Pero ésta vez, en la luz de la Salvación y la voluntad de conversión del hijo pródigo, la respuesta es idéntica a la del discípulo Ananías llamado por Jesús en el curso de una visión: “Heme aquí, Señor”[10] y satisface todo el conjunto y la anterior pregunta cuando la Caída y ésta llamada constante del Salvador citada anteriormente: “Sígueme”.
Es la respuesta del ser que presenta su dignidad esencial, su nobleza original y que experimenta en lo más profundo de sí mismo que su razón primera no es otra que escatológica: la alabanza y la adoración de la Santísima Trinidad en la intimidad filial de este diálogo auténtico y misterioso que es la verdadera contemplación: la presencia del corazón del hombre con la Presencia del Corazón de Dios en él, en primer lugar, por el de Jesús, el Emmanuel por el Espíritu Santo.
Por otra parte en este aspecto, el primer carácter de la vía iniciática, en su modalidad cristiana, es perfectamente mariano puesto que en efecto, en la historia de los hombres como en la plenitud de los tiempos, no existe ninguna criatura, ningún ser comparable a la santa Virgen María quien, en fruto de su total oblación a Dios, ha sido objeto de la manera más eminente y única de la presencia en ella del Verbo por el Espíritu. En este sentido asume por todos nosotros el paradigma de toda santidad y nos es dada a la vez como ejemplo y como madre. A la Iglesia en general y a cada uno de sus hijos en particular, especialmente a aquellos que han recibido la cualificación iniciática, ella muestra, cuando la Anunciación, la única vía hacia Dios presentándose como el cumplimiento perfecto: “He aquí la sierva del Señor; hágase en mí según tu palabra”.[11]
La “cualidad mariana” se revela pues como carácter constitutivo de toda alma ofrecida a Dios y viviendo de y para el Señor, Única Realidad, único origen y Único Término.
Vía activa en una aparente pasividad que es de hecho una recepción gustosa y activa, una receptividad actuante y discerniente del corazón y del espíritu. ¿No es acaso el trabajo de todo iniciado y principalmente el del aprendiz, sentado silenciosamente en la columna del norte y que acaba de nacer (o quizá mejor renacer) a la Luz que es Cristo? Para realizar esta recepción, es preciso en primer lugar ser capaz del recogimiento, que es silencio y secreto, así pues vigilancia del centro del ser, esta “célula del corazón” de la que hablábamos más arriba. Esta guardia, esta vigilancia, es un elemento clave –en el pleno sentido de la palabra-, de la vía espiritual y muy especialmente de la vía iniciática, ligada por naturaleza al misterio del silencio y de la Luz escondida para aquel que no está llamado a contemplarla en todo su esplendor. El ritual de cierre de los trabajos del Rito Escocés Rectificado se nos presenta como una ilustración inmediata a través de estas palabras pronunciadas por el Venerable Maestro: “Que la Luz que nos ha iluminado en nuestros trabajos no sea nunca expuesta a los ojos de los profanos”.[12]
Esta vigilia, este recogimiento en la humildad, ya que quien se siente llamado y todavía más en el camino de la iniciación, sólo puede hacer íntimamente suyas estas palabras pronunciadas por todos y cada uno en el momento de la comunión en el Cuerpo y la Sangre de Cristo: “Domine, non sum dignus (Señor, no soy digno de que entres en mi casa; pero una palabra tuya bastará para sanarme)”, esta guardia y este recogimiento,así pues, se enraízan y se alimentan del ejemplo mayor de María acogiendo la Palabra y recogiéndose en Ella para mejor ofrecerla al mundo, así como san Lucas lo señala: “María guardaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón”.[13]
Es solamente en la plenitud de esta actitud que toda alma está dedicada a volver a ser, lo que ella siempre ha sido y nunca ha dejado de serlo, desde toda la eternidad, y que traduce tan pertinentemente el blasón y la divisa del grado de Aprendiz (“AdhucStat”).
Es también el signo cristiano de este camino iniciático, que de alguna manera y según su carácter propio y sus carismas específicos, sella lo que en términos teológicos se denomina la consagración: se evoca entonces la vida consagrada o una persona. Nos parece oportuno citar aquí un breve pasaje de la exhortación pontifical citada anteriormente: “A imagen de Jesús, el ‘Hijo bien amado’ que el Padre ha consagrado y enviado al mundo[14], aquellos que Dios ha llamado para que le sigan, están ellos también consagrados y enviados al mundo con el fin de imitar su ejemplo y proseguir su misión. Esto se aplica a todos los discípulos en general. No obstante, se aplica de manera más particular a aquellos que son llamados a seguir a Cristo “más de cerca”, en la forma específica de la vida consagrada, y hacer de ello el “todo” de su existencia (…) La misión, en efecto, caracterizándose por las obras exteriores, consiste en hacer presente al mundo el mismo Cristo a través de su testimonio personal. He ahí el desafío, ¡he ahí el objetivo primero de la vida consagrada! En la medida que uno se deja configurar a Cristo, más lo hace presente y actuante en el mundo para la salvación de los hombres. Esta consagración, que no debe ser confundida con uno de los siete sacramentos, es el vector de cargos y deberes espirituales.
En el plano y en el ámbito que son los suyos, la iniciación es comparable a una consagración y exige con el mismo rigor la cualificación y fidelidad a los compromisos solemnemente adquiridos. Por lo demás, ¿acaso en el ritual de cierre del Rito Rectificado no se nos pide: “llevar entre los otros hombres las virtudes de las cuales habéis jurado dar ejemplo”[15]… Esta “consagración iniciática”, podríamos decir, cuyo carácter imborrable queda impreso en el ser por la recepción de lo que René Guénon denomina “la influencia espiritual” recibida en el momento de la ceremonia de iniciación, es también, en corolario, la fuente de los carismas necesarios a esa misión, a estos deberes. Carismas, a los que por otra parte aspira nuestra plegaria de cierre de los trabajos recitada en el seno de la cadena de unión, dispensados por el Espíritu sobre cada uno de acuerdo a sus necesidades y los deseos de Dios respecto a él.
Sobre la naturaleza y los “efectos” de la iniciación, es ciertamente necesario distinguir según se opere en el seno de las tradiciones no cristianas o en el marco evangélico de la Nueva y Eterna Alianza.

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