Godofredo de Bouillón,
Señor de las Árdenas, Defensor del Santo Sepulcro
Aproximación al héroe de la caballería cristiana.
El papel de Cluny en la estrategia
de la reconquista de Jerusalén
1.- La historia que supera el mito
Cuando a fines del siglo XI, el papa Urbano II convocó a los barones cristianos para que liberaran los lugares Santos, el mundo europeo ingresó en un nuevo ciclo histórico signado por las “Cruzadas”. La primera peregrinación armada a Jerusalén constituyó uno de los hechos más prolijamente preparados de la historia medieval, puesto que –según lo indica una serie de indicios que analizaremos- la idea de recuperar Tierra Santa estaba en la cabeza de los cluniacenses desde mucho tiempo antes. Sólo había que esperar que las condiciones maduraran.
La decisión de convocar a la cruzada fue elaborada por un grupo de prelados y señores durante 1095. Entre los actores de aquellos acontecimientos se destacan claramente tres: El abad Hugo de Cluny, el papa Urbano II y un selecto grupo de nobles entre los que resalta la figura de Godofredo de Bouillón, comandante del ejército lorenés y uno de los jefes de la expedición.
Los cuatro ejércitos principales de la cruzada partieron entre 1096 y 1097. Godofredo abandonó su castillo de Bouillón el 15 de agosto de 1096. Bohemundo de Tarento y los normandos de Sicilia partieron del puerto de Brindisi en octubre. Raimundo de Saint Gilles, al mando de los provenzales, partió con el más grande de los cuatro ejércitos según coinciden los historiadores. El cuarto ejército, comandado por el duque Roberto de Normandía, Esteban de Blois y Roberto de Flandes, se embarcó en Brindisi en abril de 1097.
En julio de 1099, después de enormes esfuerzos y padecimientos, Jerusalén fue conquistada. Godofredo fue elegido entonces, en circunstancias poco claras, gobernante del Reino Cristiano de Jerusalén.
Llama la atención que fue el único de los grandes barones que empeñó todo aquello que tenía para armar su expedición. No dejó nada sin vender, o enajenar. Con sus ejércitos trasladó un enorme contingente de monjes cluniacenses y, con ellos, un verdadero ejército paralelo de constructores. De otra manera no puede explicarse la inmediata reconstrucción simultánea de los santuarios más importantes de Tierra Santa y la edificación de numerosas iglesias y fortificaciones. Este despliegue logístico que supo prever es por demás interesante y ha hecho pensar que tenía una idea más clara que los demás acerca de su misión y su destino. Pero no es el único interrogante en torno a su vida, enigmática, contradictoria y a la vez apasionante.
Godofredo fue el prototipo del caballero cruzado. Descendía de los emperadores carolingios por línea materna y paterna y algunos historiadores afirman que por sus venas también corría la sangre de los reyes merovingios. A raíz de estas teorías se le atribuye la fundación de una Orden sobre el Monte Sión, una supuesta organización que tenía como objeto la restauración de la dinastía merovingia. Algunos estudiosos afirman que Godofredo era legítimo descendiente de los últimos reyes de aquella dinastía. Según estas suposiciones, para poder cumplir con ese objetivo, los conspiradores habían creado la Orden de los Caballeros Templarios que tenía un doble propósito: recuperar un tesoro oculto en los túneles subterráneos bajo el Templo de Salomón y constituirse en ejército de la dinastía restaurada.
Su figura ha estado en el centro de estas especulaciones vinculadas con supuestas órdenes y cofradías. Aparecidas en las últimas décadas, carecen por ahora de rigor histórico y sólo contribuyen a agregar confusión sobre un tema de por sí confuso. Tal es el caso del “Priorato de Sión”, cuyos miembros aseguran la existencia de un linaje de Jesús de Nazareth extendido por Europa y de la complementaria historia de las familias “Rex Deus”, supuestos descendientes de judíos emigrados a Europa en tiempos de Jesús.
Mucho antes que se publicaran estas revelaciones modernas, Godofredo fue rescatado por el masón escocés Michel de Ramsay al remontar a los cruzados el origen de la francmasonería cristiana, teoría en la que se sustenta gran parte del origen histórico de importantes ritos masónicos, entre ellos el Escocés Antiguo y Aceptado. Cuando Ramsay pronunció su “discurso” en 1737 ante la elite de la francmasonería francesa, fijó sus orígenes en “nuestros ancestros los cruzados”. Ese sería el modelo sobre el cual se construyó la restauración templaria del siglo XVIII.
Desde aquel famoso discurso hasta la fecha, esta relación ha sido defendida y rechazada con igual ahínco, dentro y fuera de la masonería, y permanece en el campo de las cuestiones no resueltas.
Pero como suele suceder, los hechos que involucraron a Godofredo de Bouillón pueden resultar más asombrosos que las fantasías más elaboradas. Su vida trascurrió en apenas cuarenta años, pero fueron años frenéticos. Muchos de los hechos ocurridos en tan breve lapso indican el momento crucial que vivía el desgajado imperio franco: La cristiandad se dividió en dos mundos, Roma y Bizancio; La Iglesia Romana emprendió su primera reforma y sus príncipes se declararon infalibles y absolutos; Guillermo de Normandía conquistó Inglaterra; sus descendientes normandos navegaron el Mediterráneo desde Tarento hasta Antioquia. El Imperio, a su vez, se pretendió soberano por la gracia divina y repudió a los pontífices. Se erigieron simultáneamente miles de magnificas iglesias y los infieles fueron expulsados del Santo Sepulcro.
Godofredo fue un activo protagonista de muchos de estos hechos, pero apenas conocemos el rol que desempeñó como actor de la historia y muy poco de su vida detrás de bambalinas.
Tuvo una importante participación en la Guerra de las Investiduras, combatiendo al papado como jefe de los ejércitos del emperador Enrique IV. Años más tarde no dudó en responder al llamado del papa Urbano II y marchó a Palestina al mando del poderoso ejército lorenés. Junto al conde Raimundo de Tolosa puso sitio a Jerusalén en el año 1099 y la conquistó, convirtiéndose en su primer jefe político con el título de “Defensor del Santo Sepulcro”. Su hermano, Balduino I, lo sucedió en el trono de Jerusalén, y su sobrino Balduino del Burgo –que reinó como Balduino II- fue un entusiasta impulsor de la Orden de los Caballeros Templarios. Godofredo fue un notorio protector de la orden cluniacense, lo cual explica el número de benedictinos que lo acompañaron a la cruzada.
Hay en su historia algunas señales, muy pocas, que dejan abierta la puerta a un profundo misterio; un misterio que está en la base del mito de Europa y que aun preocupa a Roma: La sospecha de otra Iglesia, de otro cristianismo o mejor dicho, de otra espiritualidad. Por afinidad, diríamos por “vibración” -si se nos permite el exceso- su figura se ha asimilado a la extraña secuencia que enhebra a los monjes de Cluny, del Cister y del Temple con sus hermanos laicos, los masones. Todas estas instituciones conformaron la columna vertebral de un cristianismo paralelo, cuyo poder creció hasta el punto de condicionar las políticas de los papas.
2.- El Señor de las Ardenas
La figura de Godofredo brilló entre las antiguas dinastías herederas de Carlomagno. Eran los tiempos surcados por las guerras entre “señores duques” que pugnaban por el más preciado bien al que podía aspirar un hombre de cuna: las tierras.
El año 1069 trajo consigo una gran desgracia para la Lotaringia, antiguo nombre con el que se designaba a Lorena. Su señor, el duque Gothelón -al que llamaban “duque del castillo de Bouillón” porque era señor de aquellos alodios[1]- declaró la guerra a Otón de Champaña y reuniendo un gran ejército marchó a poner fin a las viejas disputas con el barón franco. Ambos príncipes representaban la más pura nobleza carolingia. Gothelón, señor de un vasto territorio entre Francia y el Rhin –que abarcaba los dominios de Brabante, Hainaut, Limbourg, Namurois, Luxemburgo y una parte de Flandes- descendía de Carlos el Grande y era hermano del Papa Esteban II. Por su parte Otón, su contendiente, era un fiel exponente de la poderosa nobleza franca.
Dispuestos en orden de batalla chocaron sus armas con gran violencia. Otón –a quien su juventud otorgaba considerable ventaja sobre el duque- mató aquel día al duque lotaringio, sumiendo al ducado en profunda pena.
Gothelón -que pasaría a la historia como “Godofredo el Barbudo”- tenía un único hijo varón del mismo nombre, a quién apodaban “el Jorobado”. El joven heredó los bienes de su padre: el ducado de la Baja Lorena, numerosos feudos extendidos en Verdún y otros señoríos como Stenay y Mosay; pero nada tan impresionante como el mítico castillo de Bouillón, enclavado en las estribaciones de las Ardenas, sobre una altura que domina sobre el curso del Semois y que por entonces se erguía sobre numerosos pueblos y aldeas cuyos habitantes daban gracias a Dios por aquella fortaleza temible a los ojos de las ambiciones vecinas.
Godofredo el Jorobado tenía dos hermanas: Regelinda, condesa de Namur por estar casada con el conde Alberto e Ida, casada con Eustaquio II conde de Bolonia. Al morir su hermano en 1076, Ida reclamó los privilegios del ducado de Baja Lorena para su segundo hijo, también llamado Godofredo.
Ida de Lorena y Eustaquio de Bolonia tenían otros dos hijos: Eustaquio, heredero del gran condado de su padre y Balduino, que fue tonsurado a temprana edad como solía ocurrir con aquellos barones que no heredarían tierras. Por entonces nada hacía prever que aquellos tres hermanos marcharían un día hacia Jerusalén y que dos de ellos se convertirían en reyes de la Ciudad Santa.
Godofredo, que había nacido en Baysy hacia 1060, tenía 17 años cuando heredó los dominios de su tío. Sin embargo pronto comprendió las graves dificultades que le implicaría mantenerlos. El emperador alemán Enrique IV no estaba dispuesto a ceder al sobrino del “Jorobado” el feudo imperial de la Baja Lorena y lo confiscó de inmediato anexándolo a los dominios de la corona, a la vez que confirmaba para Godofredo el condado de Amberes al norte y el señorío de Bouillón en las Ardenas.
Pero los problemas del nuevo conde de Bouillón no se agotaban con el emperador. La princesa Matilde, viuda de Godofredo el Jorobado no estaba dispuesta a resignar sus derechos sobre Mosay, Stenay y Verdún. Dos obispos complicaban aun más el panorama: Teodoro, obispo de Verdún reclamaba una decena de castillos en su diócesis, mientras que Enrique, obispo de Lieja –que había sido su tutor- intrigaba en su contra apoyando al abad de Saint Huber, quien acusaba a Godofredo de haber tomado por asalto el castillo de Bouillón al mando de un grupo de caballeros, propinándole un brutal castigo a su castellán. Por esta acción temprana e impiadosa –pero reivindicatoria de sus derechos- sería conocido en el futuro como el “conde de Bouillón” más que por sus títulos sobre el ducado de la Baja Lorena.
Estas convulsiones en los señoríos del joven Godofredo no eran más que una gota en medio de la inmensa tormenta que se abatía sobre el imperio alemán.
La reforma cluniacense, con la que la Iglesia trataba de alejarse de una decadencia lacerante, ganaba defensores en Alemania y los propios papas entendían que debían ponerse a la cabeza del movimiento reformista. León IX había dado un paso importante estableciendo la institución del Colegio Cardenalicio como autoridad eclesiástica universal, con lo cual intentaba evitar la continua intervención de los emperadores del Sacro Imperio en la elección de los papas. Era sólo el comienzo de un duro conflicto que, pocos años más tarde, estallaría bajo el papado de Gregorio VII dispuesto a establecer su autoridad absoluta y acabar con el problema de las investiduras de feudos eclesiásticos que el emperador concedía a los laicos. El problema fundamental se suscitaba por el derecho de los soberanos a nombrar a los obispos en sus respectivos territorios. Esto acarreaba una grave corrupción política, incentivaba la simonía y le impedía a Roma un verdadero control sobre las diócesis.
En marzo de1075, Gregorio promulgó el “Dictatus Papae” en el que reafirmaba su poder absoluto sobre la cristiandad. Entre otras muchas disposiciones establecía:
“Que sólo el pontífice romano puede ser llamado, en justicia, universal; Que sólo él puede deponer a los obispos o reconciliarlos; Que sólo él puede utilizar las insignias imperiales; Que todos los príncipes deben besar los pies sólo al Papa; Que sólo su nombre es pronunciado en las iglesias; Que es único su nombre en el mundo; Que a él es lícito deponer emperadores; Que a él es lícito, de sede a sede, urgido por la necesidad, cambiar a los obispos; Que de cualquier iglesia, donde él quiera, puede ordenar clérigos; Que ningún sínodo puede llamarse general sin su mandato; Que ningún capítulo o libro pueden ser tenidos como canónicos sin su autoridad; Que sus sentencias no pueden ser retractadas por nadie, y sólo él puede retractar las de todos; Que él mismo por nadie puede ser juzgado; Que la Iglesia Romana nunca ha errado y en el futuro no errará….” [2]
El emperador Enrique IV había reaccionado con dureza contra esta decisión enfrentándose a Gregorio, mientras que este estaba dispuesto a impedir que el emperador continuara con su política de disposición de investiduras eclesiásticas. En realidad, Enrique reclamaba la aplicación del mismo derecho de sus antecesores; en todo caso, lo que se había modificado era la voluntad del pontífice romano en cuanto a elevar su poder a términos absolutos.
Aquel año de 1076, mientras el nieto del legendario Gothelón recuperaba el castillo inexpugnable de su abuelo, el papa Gregorio VII fulminaba al emperador alemán con estas palabras:
“…en el nombre de Dios Omnipotente, Padre, Hijo y Espíritu Santo, por tu poder y autoridad, privo al rey Enrique, hijo del emperador Enrique, que se ha revelado contra tu Iglesia con audacia nunca oída, del gobierno de todo el reino de Alemania y de Italia, y libro a todos los cristianos del juramento de fidelidad que le han dado o pueden darle, y prohíbo a todos que le sirvan como rey.[3]
En tanto que el emperador le respondía:
“…Tú, pues, que has sido golpeado por el anatema y condenado por el juicio de todos nuestros obispos y por el nuestro, desciende, abandona la Sede Apostólica que has usurpado; que algún otro ocupe la cátedra de Pedro, otro que no oculte la violencia con el velo de la religión sino que proponga la santa doctrina del apóstol. Yo, Enrique, rey por la gracia de Dios, te digo con todos mis obispos: ¡Desciende, desciende, hombre condenado por los siglos..![4]
La antigua alianza entre el trono y el altar ya se había roto definitivamente. A partir de entonces los reyes harían valer su derecho divino más allá de la unción de los pontífices. En aquel primer enfrentamiento que desató “la querella de las investiduras” Godofredo de Bouillón tomó partido por el emperador y participó activamente en sus campañas. Primero contra los príncipes alemanes alineados con Roma y luego contra la propia ciudad de los papas. Estos acontecimientos, que tuvieron consecuencias históricas muy profundas, colocaron al Señor de Bouillón en el centro del tablero político de Europa. Cesare Cantú, en su historia de las cruzadas, lo pinta al frente de los ejércitos imperiales y le atribuye la muerte de Rodolfo de Suabia.
Rodolfo encabezaba la oposición a Enrique IV y contaba, para ello, con el apoyo de los cluniacenses que habían introducido su regla en Alemania a través de los monasterios alineados a la celebre abadía de Hirschau, la primera en reglamentar –siguiendo la tradición cluniacense- las logias de masones –“hermanos conversos”- en suelo germano.
Se sabe que en 1077, Rodolfo de Suabia trató de coordinar con el abad Wilhelm de Hirschau un frente opositor a Enrique IV. El encuentro tuvo lugar en la misma abadía, que controlaba un conjunto de importantes centros monásticos diseminados en territorio alemán, en las regiones de Richenbach, Turungia, Babaria, Suavia y otras localidades.
Muerto Rodolfo a manos del ejército liderado por Godofredo, los alemanes avanzaron sobre Roma. Gregorio VII se vio obligado a buscar refugio y para ello solicitó la ayuda de los normandos de Sicilia, que fueron en su auxilio. Sin embargo, los hombres del duque normando Roberto Guiscardo hicieron tal desquicio con lo que quedaba de Roma que sus habitantes, presos de ira, obligaron al papa a abandonar la ciudad y exiliarse en las tierras normandas de Sicilia, donde moriría poco después. Curiosamente, Bohemundo de Tarento, hijo de Roberto, formaría años más tarde uno de los ejércitos cristianos que marchó a Palestina en la primera cruzada, junto a los loreneses de Godofredo.
Pese a la muerte de Rodolfo y la derrota del partido papal, los esfuerzos cluniacenses contra el emperador continuaron. Hacia 1081, el ya citado abad Wilhelm trabajó, junto al obispo Altmann de Passau, en la fallida elección de un nuevo rey que fuese aliado de la Sede Apostólica.
Las acciones de Godofredo merecieron la reconsideración del emperador en torno a la cuestión del ducado de la Baja Lorena que, finalmente, le restituyó, pero solo como una carga, sin derecho a sucesión, puesto que lo reserva para su hijo Conrado. Pese a esta legitimación a medias, Godofredo siguió siendo llamado el resto de su vida “conde de Bouillón” más que duque de Lorena.
El verdadero enigma en la vida de Godofredo es el giro radical que se produjo en su posición luego de la campaña de Italia y la caída de Gregorio VII. En pocos años, aquel hombre que había dado muerte al duque Rodolfo de Suabia en la batalla de Hohenmölsen y que luego bajaría a Italia con sus ejércitos poniendo asedio sobre Roma, se distanció de la postura del emperador, acercándose paulatinamente al monasticismo cluniacense, fuertemente establecido en su territorio.
Paradójicamente, fue el primero en responder a Urbano II, cuando éste llamó a organizar una expedición armada para liberar los Santos Lugares, un papa –si se quiere y tal cómo veremos- heredero del pensamiento de Gregorio VII.
¿Qué sucedió en tan pocos años para que se produjera un cambio tan profundo en Godofredo? En 1091, apenas cuatro años después de ser investido como duque de la Baja Lorena, se opuso tenazmente a la decisión del emperador que, en un acto de fuerza, había impuesto como obispo de Lieja a Gotberto, un eclesiástico adicto a la corte. Repudiado y combatido por los grandes abades de la región, Gotberto encontró en Godofredo un enemigo implacable.
Paulatinamente, el conde de Bouillón se alineó con la reforma gregoriana que antes había combatido, oponiéndose a las investiduras imperiales. Steven Runciman -entre otros- cree que este cambio fue la consecuencia de la fuerte influencia que Cluny obró en su conciencia, en un momento en que el monasticismo se encontraba a la cabeza de la profunda reforma espiritual iniciada por Gregorio Magno, que había logrado arrancar a la Iglesia del descrédito. El ascendente de Cluny sobre las ideas de Godofredo parece verosímil si se tiene en cuenta –como hemos visto- la profunda influencia cluniacense en Lorena y Alemania y la activa participación de la orden en el apoyo y organización de la primera cruzada.
3.- Los benedictinos y la reconquista de la Tierra Santa.
Afirma Runciman que hacia fines del siglo VIII parece haber existido un intento de organizar las cada vez más frecuentes peregrinaciones a Tierra Santa, cuyo principal promotor era el propio Carlomagno. Dado el papel preponderante que tuvo la Orden Benedictina en la estructura del Imperio Carolingio, no resulta extraño el hecho de que el emperador haya sostenido un empeñoso esfuerzo en establecer monasterios y hospicios latinos en los Lugares Santos, y que esta tarea haya sido encomendada a los monjes benedictinos.
La importancia de estos establecimientos ha sido descripta por los cronistas y viajeros de la época. Entre ellos, el más significativo parece haber sido el monasterio de “San Juan de Jerusalén”, construido junto con un importante hospital en las proximidades del Santo Sepulcro, cuya principal actividad era la de recibir y dar albergue a los peregrinos latinos que llegaban a la ciudad Santa. Su construcción, así como su atención, quedó a cargo de los benedictinos. Allí halló hospitalidad, en el año 870, el peregrino Bernardo el Sabio, quien escribe en su “Itinerario”: “...Fui recibido en el hospicio del glorioso emperador Carlos, en el cual encuentran acogida cuantos visitan con devoción esta tierra y hablan la lengua romana. A él está unida una iglesia dedicada a Santa María, la cual posee una rica biblioteca, debida a la munificencia del emperador, con más doce habitaciones, campos, viñas y un huerto en el valle de Josaphat. Delante del hospicio está el mercado...”[5]
Se cree que la fundación de estos establecimientos latinos en Jerusalén fue posible por la buena relación que Carlomagno había establecido con el Califa de Bagdad, Harún al Raschid, aunque su verdadero alcance forme parte de los misterios aun no resueltos sobre la vida de Carlomagno. Lo cierto es que a principios de siglo IX, el patriarca de Jerusalén debió recurrir al emperador para solicitarle ayuda, pues los peregrinos cristianos sufrían permanente asedio y vejaciones por parte de los piratas beduinos. En el mensaje del patriarca se hace referencia a que “...el Monte de Sión y el Monte de los Olivos están gozosos por las donaciones del muy generoso monarca...”.
Carlomagno se sintió profundamente agraviado por la situación que atravesaban los cristianos en Tierra Santa y decidió enviar una embajada a Al Raschid a fin de poner fin a esta cuestión. Ocurre entonces un hecho que divide la opinión de los historiadores, pero que constituye un antecedente valioso acerca de las pretensiones y los derechos latinos sobre los lugares Santos. Al Raschid responde otorgando protección sobre las iglesias y peregrinos y hace donación del Santo Sepulcro al emperador en la persona de su representante y embajador. Hay quienes sostienen que tal cosa era absolutamente imposible, pues –y tal como lo señala Harold Lamb- “...resulta inconcebible que un califa del Islam, guardián de los santuarios de su religión, cediera a un cristiano desconocido la autoridad sobre parte alguna de Jerusalén”[6]
Sin embargo, las crónicas asocian a esta embajada con la cesión a Carlomagno –aunque en forma temporaria- de la autoridad sobre una parte de Jerusalén. Las fuentes relatan que el patriarca de Jerusalén transfirió al emperador las llaves del Santo Sepulcro y del calvario junto al estandarte (vexillum) y las llaves de la ciudad Santa y del Monte Sión. Un clérigo de nombre “Zechariah” trajo el estandarte y las llaves a Roma sólo dos días antes de la coronación de Carlomagno como emperador. Al menos nominalmente, Carlomagno estuvo en posesión del Santo Sepulcro.[7]
Einhardo –un monje del monasterio de Saint Gall- dejó testimonio escrito de esta circunstancia: “...El califa, informado de los deseos de Carlomagno, no sólo le concedió lo que pedía sino que puso en su poder la propia tumba sagrada del Salvador y el lugar de Su resurrección...” Al Raschid, admirado por los regalos que le enviaba el emperador cristiano, dijo: “..¿Cómo podríamos responder de manera adecuada al honor que nos ha hecho? Si le damos la tierra que fue prometida a Abraham, está tan lejos de su reino que no podrá defenderla, por noble y elevado que sea su espíritu. Sin embargo, le demostraremos nuestra gratitud entregando a su majestad dicha tierra, que gobernaremos en calidad de virrey...”[8]
Más allá del alcance real de estas crónicas, los hechos demuestran que, ya en los tiempos carolingios, el cristianismo occidental consideraba a la Tierra Santa –y en particular a Jerusalén- como el lugar más venerado, punto de contacto con el otro mundo, simbolizado en la imagen de la Jerusalén Celeste, y que esta conciencia se desarrollaría hasta sentir como un imperativo la ocupación efectiva de esa tierra.
Ya hemos dicho que los cluniacenses se habían convertido en los principales organizadores de los movimientos de peregrinos a Tierra Santa. Desde la fundación de Cluny en 910, se asumieron como los guardianes de la conciencia de la cristiandad occidental y como tales, se impusieron una misión concreta con respecto a Palestina. Dice Runciman:
“…La doctrina de los cluniacenses aprobó la peregrinación. Deseaban darle asistencia práctica. Hacia principios del siglo siguiente (XI), las peregrinaciones a los grandes santuarios de españoles estaban casi totalmente controladas por ellos. Por la misma época empezaron a preparar y organizar viajes a Jerusalén… Su influencia la confirma el gran incremento de los peregrinos procedentes de Lorena y Francia, de zonas que estaban próximas a Cluny y sus casas filiales. Aunque había aun muchos alemanes entre los peregrinos del siglo XI… los peregrinos franceses y loreneses eran mucho más numerosos…” [9]
Sorprende el éxito de esta política. La regla benedictina era la más practicada entre los clérigos latinos que vivían en Palestina, incluidos los miembros de la pequeña orden fundada en 1075 por italianos de Amalfi, consagrada a San Juan el Compasivo, que habían reconstruido el “hospital” fundado por los monjes enviados por Carlomagno para atender las necesidades de los peregrinos cristianos, destruido en 1010 por los sarracenos. Esta orden se convertiría luego en la de los Caballeros Hospitalarios, cuyo prestigio emuló al de los propios Templarios y se convirtió, posteriormente, en la Orden Militar de Malta.
Basta leer la inmensa cantidad de nombres notables que emprendieron tan riesgosa empresa para comprender la magnitud del movimiento de los peregrinos y de la influencia que Cluny imprimió en la construcción de una conciencia viva de la trascendencia de los Santos Lugares. Godofredo de Bouillón, duque de la Baja Lorena en aquellos años, de ningún modo pudo permanecer ausente a un fenómeno que –como acabamos de ver- afectaba directamente a sus dominios.
Otra cuestión verdaderamente significativa es que, aunque haya sido Urbano II quien pasó a la historia como el gran convocador de la primera cruzada, el llamado a liberar los Santos Lugares tiene un antecedente directo en Gregorio VII, autor de un documento del año 1076 cuyo texto puede encontrarse en los anexos documentales.[10]
Gregorio VII era un producto surgido de Cluny; allí había profesado sus votos y su elección como papa modificó sensiblemente la marcha de la Iglesia. Su poder estaba directamente relacionado con el apoyo que recibía del movimiento cluniacense, que actuaba como su verdadero brazo político en contra del emperador Enrique IV.
Teniendo en cuenta este antecedente, resulta natural pensar que la idea de una recuperación de Jerusalén estuviese en los planes de los benedictinos de Cluny mucho antes del llamado de Urbano II, cuyo verdadero nombre era Odón de Lagerý, hijo de la noble familia de Chatillón. Al igual que Gregorio, había profesado sus votos en la abadía de Cluny, ante el mismísimo San Hugo en 1070. El Venerable había detectado su capacidad y su inteligencia y no tardo en convertirlo en prior para enviarlo luego a Roma. En 1078 fue nombrado cardenal y obispo de Ostia por Gregorio y más tarde nuncio en Francia y Alemania.
Cuando el papa Gregorio murió -con el antipapa Guilberto reinando en Roma- los cardenales leales eligieron como su sucesor a Víctor III, elección que fue resistida por el Obispo de Ostia. Sin embargo, a la muerte de Víctor, Odón de Lagery fue finalmente coronado papa, cumpliéndose lo que, para muchos, había sido el deseo de Gregorio. Luego del cónclave de Terracina, en donde Odón tomo el nombre de Urbano II, el nuevo papa se abocó a la difícil tarea de recomponer el poder de Roma, que había quedado reducido a los territorios normandos. La situación cambió hacia 1093, época en la que el emperador Enrique VI vio dramáticamente debilitado su reinado a causa de las disputas con su hijo Conrado.
Pero Cluny no sólo había creado la planificación de las peregrinaciones a Jerusalén, ni se conformaría con colocar al frente de la Iglesia a dos papas dispuestos a recuperar el Santo Sepulcro. Cluny fue la ideóloga, el estratega, el agente de propaganda y la conducción logística de la futura expedición. La convocatoria al Concilio de Clermont es una maniobra ejecutada con precisión por los cluniacenses, tan obvia que no ha podido ser ignorada por la historia. En efecto, Urbano II realiza un extenso viaje por Francia antes de llegar a Clermont, un viaje que lo lleva por los más importantes monasterios cluniacenses y catedrales de la región. En la última etapa llega a Cluny en donde es recibido con pompa y honores. Se trata del primer monje cluniacense que vuelve a su abadía madre luciendo la tiara papal. El día 25 de octubre de 1095 bendice el nuevo altar mayor de la abadía.
Allí se analiza y se traza la estrategia de la expedición. Dice Runciman: “En Cluny conversaría con personas ocupadas en el movimiento de los peregrinos, tanto a Compostela como a Jerusalén. Le contarían de las insuperables dificultades porque tenían que pasar ahora los peregrinos a Palestina a causa de la disgregación de la autoridad turca en aquellas zonas. Se informó que no eran sólo las rutas a través del Asia Menor las que estaban cerradas, sino que Tierra Santa resultaba virtualmente inaccesible para los peregrinos”[11]
De su estadía en Cluny, dicen Pierre Barret y Jean-Noël Gurgand: “El proyecto de expedición armada hacia el Oriente pertenece a la más profunda lógica de la política cluniacense; seguramente el abad Hugo, el papa y sus consejeros han reflexionado largamente, durante estas jornadas, en los argumentos que emplearían, en los hombres a los que deberían convencer y en los medios con los que constituir los tesoros de guerra….”[12]
Cuando llegó a Clermont, el 18 de noviembre, a su lado estaba San Hugo el Venerable. La maquinaria cluniacense había preparado el terreno; el escenario fue una pradera cercana a la iglesia, cuya capacidad había sido rebasada por la gran cantidad de concurrentes.
"¡Desgraciado de mí –clamó Urbano- si he nacido para ver la aflicción de mi pueblo, y la prosternación de la Ciudad Santa, y para permanecer en paz, que ella sea entregada en las manos de sus enemigos!" .Vosotros, pues, mis hermanos queridos, armaos del celo de Dios; que cada uno de vosotros ciña su cintura con una poderosa espada. Armaos, y sed hijos del Todopoderoso. Vale más morir en la guerra, que ver las desgracias de nuestra raza y de los lugares santos. Si alguno tiene el celo de la ley de Dios, que se una a nosotros; vamos a socorrer a nuestros hermanos. "Rompamos sus ataduras, y rechacemos lejos de nosotros su yugo". Marchad, y el Señor estará con vosotros. Volved contra los enemigos de la fe y de Cristo esas armas que injustamente habéis ensangrentado con la muerte de vuestros hermanos...”[13]
Al día siguiente del llamado a la cruzada, el 27 de noviembre, Urbano, príncipe de los obispos, se sentó a delinear con el anciano venerable cómo se llevaría a cabo el viejo anhelo: Jerusalén volvería a ser cristiana. Meses después la expedición ya estaba en marcha.
[1] Gislebert de Mons; “Cronicon Hanoniense” (Madrid, Ediciones Siruela S.A., 1987) Traducción de Blanca Garí de Aguilera, p. 9
[2]Gregorii VII Registrum, Ed. Ph. Jaffé, in Monumenta Gregoriana, II, en: Gallego Blanco, E., “Relaciones entre la Iglesia y el Estado en la Edad Media”, (Biblioteca de Política y Sociología de Occidente, 1973, Madrid), pp. 174-176.
[3] Gallego Blanco, ob. cit pp. 147.
[4] “Monumenta Germaniae Historica, Constitutiones et Acta, I”, en: Calmette, J., “Textes et Documents d'Histoire, 2, Moyen Age”, (P.U.F., 1953 Paris), pp. 120 y s. Trad. del francés por José Marín R.
[5] Gebhardt, Victor D. “La Tierra Santa” (Espasa y Cía Editores, Barcelona)
[6] Lamb, Harold, “Carlomagno” (Edhasa, Barcelona, 2002) p. 411
[7] Zuckerman, Arthur J. “A Jewish Princedom in Feudal France” (Comunbia University Press, New York, 1972) pp. 188-189 y ss.
[8] Lamb, loc. cit
[9] Runciman, ob. cit. Vol. I. p. 57
[10] Jacques Heers, “La Primera Cruzada” Editorial Andrés Bello; Barcelona, 1997 p. 78-79
[11] Runciman ob. cit. V.I. p. 112
[12] Barret, Pierre y Gurgand, Jean-Noël ;“Si te olvidara, Jerusalén” La prodigiosa aventura de la Primera Cruzada; (Ediciones Juan Granica S.A., Barcelona; 1984) p. 24, 25 y ss.
[13] Guillermo de Tiro, Histoire des Croisades, I, Éd. Guizot, 1824, Paris, vol. I, pp. 38-45. Trad. del francés por José Marín R.
Publicado por Eduardo R. Callaey
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