jueves, 9 de septiembre de 2010

EL LABERINTO CÓSMICO DE CHARTRES



EL LABERINTO CÓSMICO DE CHARTRES

Por Loc_Nohr

Muchos templos de la antigüedad fueron orientados con gran precisión en función de determinadas posiciones estelares, lunares o solares con objeto de transmitir un mensaje que perdurara a través de los siglos. Esa clase de "textos" llegaron incluso a inscribirse en las catedrales góticas. Se los conoce como "milagros de la luz" y su ejecución es sólo uno de los muchos enigmas que Javier Sierra recoge en su nuevo libro, La ruta prohibida. En la misteriosa Chartres (Francia) se encuentra su mejor ejemplo.

El Laberinto Cósmico de Chartres

Hoy es el "milagro de la lux" más célebre de Occidente y, sin embargo, no saltó a la fama hasta 1965. Ese año un prometedor escritor francés llamado Louis Charpentier recaló por Casualidad en el pueblo de Chartres, a orillas del río Eure, el 21 de junio. Era lunes y Charpentier, ingenuo, pensó que sería una jornada tranquila para merodear por su impresionante catedral, ubicada a un sólo 90 kilómetros de París. Lo cierto es que nuestro autor tuvo mucha suerte. Justo cuando entró en el templo, cerca del mediodía, un grupo de vecinos se arremolinaba expectante en un rincón de la nave sur de la catedral a la espera de un prodigio. "Quédese -le dijeron-. Aquí va a ocurrir algo." ¡Y vaya si ocurrió! A las doce en punto un rayo de sol atravesó un pequeño orificio circular practicado en el vitral de San Apolinar e iluminó la única piedra del enlosado que parecía fuera de lugar. Era una loseta rectangular, pulida, que parecía más nueva que las demás. El haz de luz marcaba así, con solemnidad, la efeméride astronómica del día: el inicio del verano. Aquello le impresionó de veras. ¿Qué genio del pasado fue capaz de pergeñar semejante sincronización entre piedra, vidriera y luz solar?, se preguntó Charpentier. ¿Qué conocimientos futuristas atesoró ese artesano del que nadie recuerda su nombre?
Hoy, cuatro décadas más tarde, el prodigio sigue repitiéndose puntual con cada nuevo solsticio. De hecho, ya es toda una atracción
turística. Y nadie cuestiona que buena culpa de ello la tuvo el relato que poco después publicaría aquel afortunado escritor: fue él quien se prometió recoger en un solo libro los numerosos misterios de esta catedral y quien descubrió que el templo no sólo se había diseñado como un reducto para el espíritu; también fue un reloj de alta precisión.

EL ERROR DE CHARPENTIER

Durante décadas El misterio de la catedral de Chartres se convirtió en la obra de referencia para acercarse a ese y otros enigmas del templo. Se tradujo a varios idiomas -entre ellos, español, inglés, alemán e italiano- y pronto apareció mencionada en revistas y monografías especializadas. Su capítulo inicial, dedicado al encontronazo de su autor con el "milagro de la luz", enganchó a miles de lectores. Pero su autor se equivocó. En efecto: la prueba de que tras la construcción de Chartres se escondían mentes prodigiosas no fue nunca aquel fenómeno solar. Se tardaría un tiempo en descubrir que ese portento de la orientación no fue en absoluto obra de los arquitectos originales del siglo XIII, sino de un avispado clérigo del XVIII, cuando la astronomía ya era una ciencia muy desarrollada, existían brújulas y telescopios y los cálculos de las posiciones estelares y solares estaban a la orden del día. El rayo del vitral de San Apolinar nunca fue, pues, la "manecilla" de un gran y misterioso reloj medieval de piedra.
Hoy sabemos que fue en 1701 cuando el canónigo de la catedral, Claude Estienne, mandó perforar aquella vidriera a una altura bien calculada para instalar un llamativo "meridiano" astronómico. Durante un tiempo aquel hallazgo me decepcionó. Dejé de lado todo lo relacionado con las catedrales y sus "secretos". Arrinconé mis lecturas y me dejé llevar por la rabia contenida de quien se siente víctima de un espejismo. Y no fui el único. Tras la popularización del "milagro de la luz" en la década de 1960, el padre Yves Delaporte, irritado por las oleadas de peregrinos que acudían cada 21 de junio a "su" templo, llegó a decir del prodigio que no era más interesante que "ver llegar el tren de París-Le Mans a la estación de Chartres a la hora prevista en los horarios". Delaporte arremetió contra Charpentier defendiendo la idea de que en esa catedral no había otro misterio que el de la fe. Estuve a punto de creerle. Pero, por suerte, una nueva visita al lugar me sacó de ese error.

El MILAGRO DEL LABERINTO
He estado muchas veces en Chartres a la caza de sus misterios. Incluso tras descubrir el fiasco del "milagro de la luz" he sentido en varias ocasiones la necesidad de regresar. Y es que durante su investigación sobre el templo Charpentier no sólo se fijó en ese fenómeno luminoso a fecha fija, sino que descubrió que, junto con las principales catedrales góticas de la Champaña francesa, Chartres forma parte de un diseño geométrico enorme que dibuja sobre el suelo francés el perfil de la constelación de Virgo (MÁS ALLÁ, 133). Aquél era otro hallazgo sorprendente. Colosal. Sólo su confirmación bastaría a cualquiera para aceptar que aquella primera catedral gótica, aquel increíble prodigio arquitectónico, se concibió gracias a conocimientos geodésicos y astronómicos impropios del Medievo.
Pero yo necesitaba algo más, una confirmación de que quienes levantaron esa bella seo gozaron de conocimientos anacrónicos para su época. Por eso regresé. Con semejante idea en la cabeza, un día de primeros de agosto de 2004 me dispuse a rastrear por enésima vez su interior en busca de otras evidencias astronómicas. A las dos de la tarde mi "objetivo" estaba casi desierto. La gran obra del obispo Fulberto, el visionario del año 1000 que diseñó aquellos muros sobre los restos de un santuario pagano, impresionaba de veras. ¿Habría grabado Fulberto alguna estrella, alguna constelación que confirmara la vocación celestial del templo? ¿Descubriría algún otro "milagro de la luz" que hubiera pasado desapercibido al inefable Louis Charpentier?

UNA SEÑAL PAGANA
Un niño de unos diez u once años iba a resolverme, sin querer, el enigma. Se había distanciado de sus padres y vagabundeaba por el corredor central de la catedral ajeno a mis dudas. El pequeño daba graciosos saltitos de una piedra a otra, como si tratara de evitar poner sus pies sobre alguna cosa. Al fijarme mejor, lo vi: bajo las sillas de madera destinadas a los fieles, a uno y otro lado del pasillo central, se encontraba la "señal" que estaba buscando. Era tan grande y estaba tan expuesta que no me había fijado en ella.
Lo que aquel niño intentaba como podía era recorrer la calle serpenteante de un colosal laberinto circular de 13 m de diámetro grabado sobre el pavimento. Su imagen es más que célebre en todo el mundo: ha adornado portadas de novelas, ha servido de modelo para diseñar joyas y hasta ha sido reproducida en camisetas, relojes o alfombrillas de ratón. De hecho, no existe otro como él. No sólo es el mayor dédalo jamás trazado en una iglesia gótica, sino el ejemplar más conocido de cuantos se grabaron en el suelo de las principales catedrales francesas.
¿Cómo no me había dado cuenta antes?
Ese laberinto era el único símbolo que estaba fuera de lugar. En su libro, Charpentier apenas le dedica unas páginas. Pero allí estaba. Era un diseño adoptado del mundo pagano, inspirado por la leyenda minoica de Teseo, Aríadna y el Minotauro. En definitiva, una marca precristiana que Fulberto o sus seguidores debieron de introducir en la nave principal por una buena razón. ¿Cuál? -"¡Ah! Mira usted el laberinto..." -la madre del chiquillo se colocó a mi lado y murmuró algo en inglés. Eramos los dos únicos que contemplábamos el suelo en lugar de admirar las espectaculares bóvedas de Chartres-. "¿Sabe? He leído en algún lugar que los antiguos lo llamaban 'la legua de Jerusalén. Es curioso, ¿verdad?" Asentí. En París a nadie se le había ocurrido dirigirse a un desconocido en una iglesia. Allí, en cambio, la ausencia de turistas invitaba a la charla.
-"Le pusieron el nombre aquéllos que en la Edad Media no podían permitirse el lujo de peregrinar a Tierra Santa -le expliqué-. En lugar de emprender un camino de 10.000 horas de marcha, recorrían de rodillas esta 'legua corta' y creían obtener la misma satisfacción espiritual que si hubieran alcanzado Jerusalén."
-"Jerusalén, no" -replicó mi anónima amiga con una gran sonrisa. Era una mujer de rasgos blancos y mirada azul, casi como la famosa Madonna del vitral de Notre Dame de la Belle Verriére, situado a pocos pasos de nosotros-. "Lo que alcanzaban aquí era el cielo mismo, la Jerusalén celestial. ¿O es que no sabe que en la Edad Media el cielo se representaba con un círculo?".
Por un momento tuve la sensación de que aquella mujer me estaba examinando. ¿Había mencionado la "Jerusalén celestial"? ¿La ciudad de la que habla el Apocalipsis y que descenderá sobre la Tierra al final de los tiempos?
-"Ahora, por desgracia, ya casi nadie lo recorre -se lamentó-. Sólo despejan el laberinto de sillas algunos viernes después de Cuaresma... Pero no es suficiente. Viene gente de todo el mundo para recorrerlo y muchos se van sin poder hacerlo." -"Ha mencionado usted el símbolo del cielo, ¿verdad? -quise interrogarla- ¿Quiere decir que este laberinto representa el...?" No pude continuar. Y bien que me sorprendió. La madre había tomado a su hijo del brazo y se alejaba hacia la salida sin despedirse siquiera de mí.
Durante unos instantes me quedé embobado viéndoles marchar mientras decidía si quedarme o no un rato más examinando el laberinto "oculto" bajo las sillas. Miré el reloj. Las tres. Y de repente -como llevado por la misma fuerza que arrastró a Louis Charpentier hasta allí en 1965- recordé algo que había leído sobre el lugar y sus misteriosas ventanas policromadas: que cada día del año, alrededor de esa hora, el Sol pasaba puntual frente a las vidrieras del Pórtico Real inundando su nave principal de vivos colores. En una jornada despejada como aquélla el espectáculo podía ser soberbio. A fin de cuentas, Char-tres es la única catedral del mundo que conserva intactos sus vitrales originales. Son 166 y ocupan una superficie de más de 2.600 nr de imágenes ensambladas en plomo que están tintadas con su peculiar -y alquímico- azul cobalto. Un tesoro único, de un valor incalculable, testimonio de una época perdida para siempre. Lo pensé sólo un segundo. Si Louis Charpentier hubiera estado allí, esperaría sentado la llegada de ese momento. ¿Descubriría algún otro "milagro de la lux."? ¿Qué podía perder si aguardaba unos minutos más junto a la "legua de Jerusalén"?


MILAGRO A LAS TRES
No iba a aburrirme. Estaba ante el mayor laberinto de su especie -para completarlo, el niño que me lo descubrió habría tenido que caminar unos trescientos pasos- y también frente al más antiguo que se conserva. De cuando en cuando, echaba un vistazo al corazón vacío de su impecable diseño geométrico. Su centro estaba justo en el eje del templo. Tenía la forma de una gran flor de pétalos lobulados. Y yacía olvidada justo en medio del pasillo principal.
En ese momento un familiar cosquilleo en el estómago me puso en guardia.
Al principio me pareció extraño. Afuera el Sol declinaba ya frente a la fachada oeste de la catedral iluminando el Pórtico Real. Pero dentro el grupo de tres ventanas que se encuentran bajo su imponente rosetón proyectaba la imagen de sus vidrieras contra el suelo. Lenta pero inexorable, la escena que coronaba la ventana del centro avanzaba poco a poco hacia el corazón del laberinto. Milímetro a milímetro. En silencio.

La sensación resultó turbadora. Lo que la lisa piedra del suelo reflejaba era la imagen de un vitral que narraba la vida de Cristo. Más tarde supe que se trataba de uno de los más antiguos del templo, que fue diseñado antes incluso del incendio que en 1194 dio pie a la edificación de la actual catedral y que fue emplazado por los seguidores del obispo Fulberto allí mismo. Esa ventana tiene once metros de altura y alberga veintinueve escenas de la vida de Jesús: desde la Anunciación del arcángel Gabriel a la Virgen a la persecución de Herodes, la huida a Egipto o el bautismo de Jesús en el Jordán. Todas ellas, escenas del Nuevo Testamento. Pero era la representación más grande y alta del vitral, de unos dos metros de alzada -el doble que el resto-, la que más llamaba la atención. Poco a poco, inexorable, avanzaba por el pasillo central de la catedral, encabezando todas las demás. Se trataba de una magnífica imagen de la Virgen enmarcada en una mandorla (o marco almendrado) azul, que sostenía dos cetros amarillos en las manos, con el niño en el regazo y coronada. De hecho, como si el artista que sopló aquel vidrio hubiera querido subrayar su valor astronómico, la imagen de la Señora aparecía flanqueada por un Sol y una Luna. Y todo ello se proyectaba con claridad meridiana sobre los adoquines de piedra de la catedral.

¡Y seguía avanzando! ¿Qué era aquello? ¿Diseñaron los constructores de Chartres ese vitral para que cada jornada, a las tres de la tarde, la Virgen recorriera el pasillo y se aproximara al Paraíso, al cielo representado por el laberinto circular? Fuera de la iglesia, bajo esas mismas ventanas, se tostaba una escena en piedra que tenía mucho que ver con lo que yo empezaba a interpretar. Era como si el programa simbólico que iba desgranando gracias a la interacción del Sol, el vidrio y la piedra encontrara su refrendo en las estatuas del exterior. En efecto: en los umbrales izquierdo y derecho del Pórtico Real de Chartres pueden admirarse la dormición y la Asunción de la Virgen a los cielos. Si el laberinto era, como sospechaba ya, una metáfora del firmamento, ¿no aludiría ese efecto óptico de las tres de la tarde a la Asunción de la Virgen y su viaje al reino celestial?
¿Acaso no fue Chartres el primer gran templo cristiano dedicado a Nuestra Señora? ¿Y no sería ese reflejo sobre el suelo, diario, constante, el fruto del ingenio de algún astrónomo colosal de la Edad Media?
El corazón se me aceleró. Faltaban sólo unos días para el 15 de agosto, fiesta de la Asunción. Entonces se me planteó una duda que me electrizó. La Virgen de la mandorla no alcanzaba por poco el corazón del laberinto, pero ¿lo haría precisamente ese señaladísimo día del año? ¿Sería ése, y no otro, el verdadero "milagro de la luz" de Chartres?


EL SECRETO DE CHARTRES
Tuvo que pasar un tiempo hasta que pude comprobar si mis sospechas eran acertadas. Me llevé los datos de esas observaciones a casa y, tras calcular que el 15 de agosto el reflejo de la vidriera tampoco alcanzaría el centro del laberinto, me olvidé del asunto. Sólo la confirmación de que los dos cetros en las manos de la Señora significaban que había sido representada como reina del cielo y la tierra consolaron en parte mis desvelos. Esa imagen era, sin lugar a dudas, toda una metáfora cósmica. Pero es que, como Charpentier en 1965, también yo disfruté de mi dosis de suerte.
Aunque tardé en conocerlo, un estudio realizado doce años antes de mi visita por dos expertos en arte había recogido parcialmente este asunto. Y no sólo eso: también había dado con una respuesta muy ingeniosa al "milagro lumínico" que había presenciado. Su trabajo cayó en mis manos de un modo peculiar, en una vieja librería de Londres, en el invierno de 2006.
El estudio en cuestión era obra de John y Odette Ketley-Laporte y había sido publicado en 1992 por un pequeño editor de Chartres. Basándose en sus observaciones del "prodigio de mediodía", descubrieron que el reflejo de la magnífica Señora de la mandorla azul alcanza el centro del laberinto cada 22 de agosto hacia las tres de la tarde. En esa fecha y esa hora la imagen de la Virgen suspendida en su vidriera a 31 m de altura recorre inexorable la distancia idéntica que la separa del laberinto. Es un milagro... geométrico. 22 de agosto.



Anoté la fecha con cuidado. Si hubiera sido el 15 de agosto, todo habría encajado a la perfección. Pero era el 22. Y, aunque el calendario litúrgico católico conmemora ese día la festividad de Santa María Reina de los Cielos -¡advocación más que oportuna para una Señora con dos cetros!-, esa celebración no fue instaurada hasta después del siglo XV. Por tanto, hacia el año 1220, cuando Chartres fue terminada, el 22 de agosto tan sólo era el día de San Fabricio.
¿Tenía alguna explicación semejante deslasc de una semana en la que yo suponía la alineación perfecta entre la vidriera y el laberinto? Los Ketley-Laporte la encontraron. El error no estaba en la alineación en sí, sino en el calendario. El asunto merece una explicación: más de trescientos años después de terminarse las obras de la catedral de Chartres, el papa Gregorio XIII decidió modificar el sistema de cómputo del tiempo que regía a la cristiandad desde la época de Julio César. Se dio cuenta de la existencia de un serio desfase de no menos de diez días en los cálculos astronómicos del año, lo que causaba serios problemas a la hora de marcar el inicio de la Semana Santa, una fiesta móvil que establece siempre el domingo de Pascua justo después del primer plenilunio tras el equinoccio de primavera de cada año. Así pues, el papa Gregorio decidió "borrar" diez días de la Historia. De la medianoche del jueves 4 de octubre de 1582 -en el calendario juliano- se saltó a la madrugada del 15 de octubre en el nuevo sistema calendárico. Diez días, pues, "perdidos". Casi los mismos que separaban el 15 del 22 de agosto. Casi. Pero, en este caso, hasta ese "casi" tiene su explicación.
En el siglo XIII el desfase del calendario juliano debió de rondar sólo una semana. Así que, restando al 22 de agosto el equivalente a los siete días corregidos por Gregorio Xni que definen nuestro calendario actual, la fecha en la que en 1220 entraba el reflejo de la Virgen de la Vidriera en el laberinto era, exactamente, ¡el día de su Asunción a los cielos! Ahora sí, todo encajaba. El laberinto cumplió, pues, una función de primer orden en aquel lugar, marcando una vez más su estrecha relación con lo celestial, lo divino. Si yo estoy en lo cierto y ese reflejo del vitral de la Virgen ingresando en el centro del laberinto es un símbolo de la llegada de Nuestra Señora al Reino de los Cielos, el dédalo de Chartres es toda una "puerta cósmica". Un prodigioso mecanismo simbólico cuyo significado se olvidó con los siglos, pero que, ajeno a nuestra ignorancia, sigue cumpliendo con la preciosa función para la que fue diseñado en época de templarios, griales y tablas redondas.


* Este artículo ha sido adaptado y resumido del libro La ruta prohibida y otros enigmas de la Historia (Planeta), de Javier Sierra.

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