jueves, 1 de marzo de 2012

Los Constructores de Catedrales


Architecti interioris Templi*
Historia christianae cæmentariis



1.- Las guildas medievales

El mundo que vio nacer a las primeras logias de masones libres estaba sumergido en profundas transformaciones. Durante el siglo XII, mientras en Oriente los cruzados construían un nuevo reino cristiano, en Occidente las logias de constructores libres comenzaban a esparcirse.

El gran cambio que sufre la sociedad medieval del siglo XII tiene como fenómeno central el resurgimiento de las ciudades. El nacimiento de la ciudad medieval está directamente relacionado con los orígenes de la francmasonería, por cuanto “la logia” es un producto urbano y su existencia se origina y fortalece paralelamente al desarrollo de la burguesía. El icono más representativo de esta transformación es la catedral y aunque en ella convergen esfuerzos provenientes de distintos estamentos de esta nueva sociedad emergente, la logia es la “fábrica de la catedral”. La imagen del francmasón ha quedado definitivamente vinculada al fenómeno catedralicio.

En medio de esta transformación, las corporaciones de albañiles y canteros -que habían surgido como consecuencia de las grandes construcciones abaciales del arte románico, acompañando a los contingentes de monjes cluniacenses en las rutas de peregrinación- desarrollaron una estructura que los agrupaba y a la que denominaron “logia”.

Estas estructuras se convirtieron en depositarias de un conocimiento de naturaleza misteriosa. Sus integrantes fueron los primeros en comprender el poder que encerraban los números, las formas y las proporciones. En las catedrales que construían podían experimentar con tensiones y empujes, calcular posiciones astronómicas, combinar las luces y los colores en las vidrieras, fijar imágenes en los relieves y establecer los símbolos de una nueva civilización de piedra.

La movilidad de los maestros masones, que se desplazaban de obra en obra, pronto permitió un profundo intercambio de ideas y de tradiciones, una conjunción de “espiritualidades” que constituyeron la particularidad de la francmasonería.


2.- Los secretos del “arte”

Este valor agregado es el que terminaría marcando la diferencia entre las logias masónicas (los free stone masons) y las corporaciones de oficios atadas al control territorial de los municipios. A diferencia de estas últimas, las logias agrupaban artistas y artesanos cuyo carácter itinerante los colocaba fuera del alcance municipal, pero principalmente de la vigilancia estricta de la Iglesia.

La principal característica de los hombres que integraban estas sociedades era su condición de “hombres libres”. No estaban sometidos a vasallaje ni se encontraban bajo ninguna forma de servidumbre o esclavitud. Su condición de miembros de la logia dependía, sin embargo, de un juramento que prestaban ante la autoridad comunal que confería “patente” al gremio itinerante.

Esta reglamentación primitiva mediante la cual los integrantes de una logia se comprometían a respetar las reglas del oficio se desarrolló hasta alcanzar una gran complejidad. No se trataba sólo de la práctica que correspondía al oficio, sino también de una moral con características propias, tal como la encontramos en las primeras constituciones masónicas, en particular los manuscritos “Regio” de 1390 y “Cook” de 1420.

Georges Duby, describiendo el carácter laico de casi todos los artistas a partir del siglo XII en adelante, señala que “...Estaban organizados en gremios muy poderosos y muy especializados. Sustitutos del grupo familiar, estas corporaciones representan para ellos un refugio, facilitan los traslados de ciudad en ciudad, de obra en obra y en consecuencia, los encuentros, la formación de los aprendices, la difusión de las técnicas. Se muestran también, como todos los cuerpos cerrados, tradicionales, dominados por los más ancianos que no confían en las iniciativas individuales, pero ya en el siglo XIII existían cofradías de albañiles y orfebres...”

Este conjunto de maestros de la piedra, la madera y el metal se constituyeron en gremios capaces de construir moles de piedra de carácter extraordinario. Durante la edad de las catedrales, junto a la construcción de todo edificio importante, se observaba otra obra más pequeña. Esa otra construcción era la logia. En algunos casos era precaria y transitoria, pero en otros tuvo un carácter tan permanente que ha llegado a nuestros días. Todavía hoy se puede visitar la logia de los masones de Estrasburgo, construida junto a la catedral hacia 1240 (circa).

En el transcurso de los siglos, desde sus orígenes benedictinos hasta el creciente intercambio técnico con los constructores de Medio Oriente y Bizancio, las logias fueron adquiriendo un profundo conocimiento técnico, no exento de un nexo creciente con corrientes espirituales de carácter esotérico. Sin embargo, la catedral gótica no fue sólo la aplicación de un conocimiento técnico y organizativo altamente desarrollado. Fue la expresión de la teología y la cosmología medieval reflejada en la piedra.

Esta suerte de “saber reservado” requería de una “iniciación”, un “rito de pasaje” mediante el cual el profano se comprometía a guardar el secreto del “arte”, a la vez que ingresaba en una dimensión superior del “conocimiento”. Paul Jonhson define claramente esta cuestión del “secreto de oficio” cuando dice:

“...Todos los artesanos medievales tenían secretos relativos a sus oficios, pero los masones eran decididamente obsesivos con los suyos, dado que asociaban espiritualmente los orígenes de su corporación con el misterio de los números. Tenían desarrollada una idea pseudo científica en torno a los números, las proporciones y los intervalos, y memorizaban series de números para tomar sus decisiones y trazar sus líneas. Como en el antiguo Egipto –otra cultura de piedra tallada- ellos tenían una tradición de “taller” muy fuerte y reglas establecidas para casi cualquier contingencia estructural... Transmitían sus conocimientos oralmente y los aprendían de memoria, bajando al papel lo menos posible. Los manuales de construcción no existieron hasta el siglo XVI.

La comparación con Egipto es adecuada, pues la cantidad de piedra que se movilizó en Europa durante la Edad Media, supera ampliamente a la que se utilizó en Egipto en toda su historia. De igual modo, la arquitectura es, esencialmente -y al igual que en el antiguo Egipto- la puerta de acceso a lo sagrado.


2.- ¿Corporación Gremial o Escuela Iniciática?

Reunidos en estructuras gremiales poderosas, y capaces de desarrollar técnicas complejas, los hombres que integraban estas logias tenían una formación particular y una posición estratégica en la sociedad.

En un mundo donde el hombre estaba atado a su lugar de nacimiento, los masones conformaban una vasta red que unía todo el Occidente cristiano con las rutas que llevaban a los nuevos reinos de Siria. No se trataba sólo de un intercambio técnico, como pudo ser el caso del “arco armenio” que influiría en el desarrollo del gótico. El contacto con el cristianismo oriental era un retorno a las raíces de la Iglesia Cristiana Primitiva, diferente de la que se había desarrollado en el Sacro Imperio Romano Germánico. Medio Oriente era un lugar de misterios, en donde las religiones del Libro confluían en sus matices, su misticismo y su saber “oculto”. Los sufíes, los derviches, los herejes drusos, los coptos con sus textos gnósticos y hasta los “assasin” del Viejo de la Montaña –siempre sospechado de tratos secretos con los templarios- formaban parte del escenario por el que transitaban, iban y venían los masones en sus viajes a Oriente.

Incluso, en más de una ocasión, obreros calificados de aquellas culturas habían sido traídos a Occidente por los grandes abades para embellecer sus abadías e instruir a los maestros locales. ¿Cómo no imaginar el profundo intercambio espiritual entre hombres que consideraban a su oficio como sagrado?

Sin embargo, es necesario comprender que sólo eran un eslabón en la estructura que hizo posible la construcción de las grandes catedrales y la expansión del gótico.

En primer lugar, la catedral es la “Iglesia del Obispo” y por lo tanto la iglesia de la ciudad. El arte de las catedrales significó, ante todo, el renacimiento de vida urbana, el gran florecimiento de las ciudades, centro de la vida económica, de la riqueza, de la actividad espiritual y artística.

En segundo lugar, los orígenes de este arte no pueden ser solo atribuidos a un proyecto original de estas corporaciones. El gótico es un arte real que se consolida en momentos de ascendente prestigio de la monarquía, en pleno proceso de la unificación territorial de Francia y la decadencia del poder feudal. Por lo tanto podemos pensar que las principales formas de este arte fueron concebidas en un reducido círculo de prelados cerca del trono, en un reducido y desahogado medio, vanguardia de la investigación intelectual.

¿Cuál es entonces el papel de las logias en este proceso?

La catedral se construye bajo la dirección del Obispo. Habitualmente, la dirección real recae bajo la responsabilidad del capítulo catedralicio -integrado por prelados y también por laicos, principalmente grandes comerciantes- que, bajo la autoridad del obispo tiene como principal función la financiación de la obra, pero también la de contratar, establecer y controlar la “fabrica” (el “opus”, la “logia”) que tendrá a su cargo la construcción.

Esta logia, si bien se establece adjunta al capítulo catedralicio posee personería jurídica propia. Tiene a su cargo la administración, las finanzas y la contratación de los maestros directores de obra. En algunos casos es también quien contrata a los arquitectos proyectistas. Rinde cuentas ante el capítulo periódicamente; su contratación puede ser temporal o vitalicia; en algunos casos hasta es propietaria de sus propias canteras (tal el caso de la logia de la catedral de Estrasburgo). Es la responsable, en su papel administrador, de la contratación del personal y también del “salario” de cada oficial y de cada aprendiz para lo cual llevará una exacta contabilidad.

A ella se ingresa mediante un juramento, tal como hemos visto, y como surge de todos los estatutos y documentos de la “corporación” que han llegado hasta nuestros días. En el posterior desarrollo de estas logias primitivas convergen factores tan disímiles como lo son las vicisitudes propias del devenir histórico y la transformación interna que sufren en la medida que al simple cálculo de empujes y contrafuertes se agrega la discusión espiritual y filosófica, o dicho en otras palabras: a la construcción material se suma la construcción espiritual.

Lo cierto es que a mediados del siglo XV, ya las encontramos dirigidas por un maestro asistido por una suerte de “consejo” en el cual cualquier masón encontraría los rasgos definitivos de su propia identidad.

Si observamos que la actuación y desarrollo de estas logias primitivas está intensamente asociada no sólo a la construcción de las grandes catedrales, sino también con las escuelas que se desarrollaron alrededor de aquéllas, su importancia cobra una nueva dimensión. Pues es en el seno de estas escuelas donde nacieron, entre otras cosas, el germen de la “ratio”, el pensamiento científico y la construcción filosófica.

Aquellas edades no se han olvidado. No mientras se mantengan erguidos los monumentos que atestiguan la profunda humanidad de quienes los construyeron, tanta piedra arrancada a las canteras, tantos esfuerzos en el acarreo de miles de toneladas a través de caminos envejecidos –apenas senderos ganados a la hierba en lo que otrora habían sido las grandes rutas de Imperio- ecos lejanos de voluntades unidas en el amor a Dios. ¿Cómo saber qué sentimiento real inundaba el corazón de tantos hombres y mujeres? Nos preguntamos una y otra vez –sin encontrar respuesta- ¿Qué energía misteriosa podía mover a un hombre para realizar una obra que sólo podía imaginar porque nunca la vería terminada?

No hay respuesta desde nuestra cultura, desde nuestra urgencia, desde nuestro utilitarismo. ¿Cómo saber acaso qué conciencia de sí mismos y de su trabajo tenía aquella gente?

Preludio del burgués, el maestro masón se asimila a la parte prevalente -“valentior pars”- del pueblo, es un integrante de aquella voluntad ciudadana a la que Isidoro define como los “maiores natu”, los mayores de edad: el Pueblo, o mejor dicho, la parte prevalente de la que están excluidos los siervos, las mujeres, los niños y los forasteros. Comparte este privilegio con otros artesanos, en especial con los herreros y los carpinteros, cuyo linaje bíblico les confiere la misma aureola de misterio que rodea al que conoce “la piedra”. Aunque cristianos, su oficio sabe de ancestros precristianos y aun prediluvianos.

También integran esa parte prevalente otros destacados ciudadanos: los carniceros y los panaderos, los teñidores y los mercaderes, los fabricantes de cuchillos montaraces y los refinados artesanos que hacen saetas. Todos ellos conforman la delicada trama de “hombres libres” cuyo poder crece lenta, imperceptiblemente, en una sociedad férreamente tripartita: los que hacen la guerra, los que oran y los que trabajan. Reflejo social del orden trinitario que rige el Orbe, cuyos cimientos terminarán mortificando hasta provocar su colapso. Se abren paso entre los pliegues de un esquema social que no los ha previsto: No son hombres de armas, ni administradores de la voluntad divina, ni siervos encorvados con su cerviz inclinada hacia la tierra. Sin embargo se vuelven necesarios como la sangre misma que alimenta todo el organismo.

Se podría decir que esta clase incipiente de burgueses –aun lejos de la poderosa burguesía renacentista- constituye el germen sobre el que crece y se expande el proceso de secularización. En efecto, en la concepción de Marcilio de Padua sobre el “Estado Laico”, gravita la valoración prepotente del “pueblo”. No se trata del vulgo, sino de aquella “parte prevalente” de la que ya hemos hecho referencia, y en la que el artesanado conforma una porción esencial. Si se quiere buscar el germen revolucionario de la francmasonería, este se encuentra en la conciencia de las corporaciones medievales, siempre proclives a la libertad que les da su “secreto”, su “logia” y su “saber esotérico”.

En los trabajos anteriores hemos visto la etapa en la que estos oficios se reorganizaron y crecieron al calor de las grandes abadías, como una consecuencia casi natural de la demanda de mano de obra. La aparición de los “hermanos conversos” y los “barbados” no respondía a otra cosa que a una necesidad de los monjes que construían Europa.

Ahora, resuelto el enigma de la herencia alegórica, de la organización primaria de las logias, de los signos y los significados, nuestra atención vuelve al punto de partida:

Al hombre, al masón que posee el secreto de su oficio; que se adueña de sus herramientas –símbolo de su precaria libertad-; que construye los andamios (machinas) a los que debe su nombre (machiones); que trabaja por un salario que le paga el castellano o el capítulo que construye la Catedral, o la comuna que fortifica las murallas de la pequeña ciudad. Tareas que, para algunos, representarán el esfuerzo de toda una vida, mientras que para otros el salario no será tan sencillo ni seguro.

A los que no hallan lugar en alguna obra magna les esperan los caminos interminables buscando una obra nueva, o una logia necesitada de maestros, o pequeñas construcciones temporales que le permiten apenas sobrevivir con su familia durante el invierno en el que las obras se paralizan porque se congela la argamasa.

El propio proceso social y la creciente importancia de la urbe ya habían hecho necesario el traslado de la misa desde la iglesia abacial a la episcopal. La Catedral era ahora la casa del “episcopus” y la demanda de artesanos ya no estaba en los lejanos campos feudatarios del monasterio sino en la ciudad en la que se comenzaba a consumir –y comerciar- la producción agraria. Poco, muy poco tiempo fue necesario para que toda una nueva clase de herreros, carpinteros y albañiles se declarase libre de los abades. Si aquellos primeros conversos habían aprendido el oficio de los monjes, estos otros lo habían heredado de sus padres, junto con sus herramientas, sus fraguas, sus talleres.

Muy poco tiempo, en el que la movilidad de las gentes se había acelerado a niveles desconocidos en los siglos precedentes: los caminos de peregrinación se poblaban de penitentes, de mercaderes, de cruzados, de artesanos, saltimbanquis y ladrones, de fantásticos narradores, de caballeros y bufones, soldados y embajadas, prostitutas y prometidas, templarios con sus cruces rojas, hospitalarios con las suyas blancas, judíos de la diáspora y herejes con sus miradas esquivas, monjes llevando libros en sus alforjas para ser canjeados en otros escritorios, esclavos sarracenos traídos de la Tierra Santa por sus nuevos señores... Occidente ya tenía entonces todo lo que necesitaba.

El masón en el que ahora debemos poner la atención ya no vive en los monasterios; su alimentación no sale de las cocinas benedictinas, no reconoce autoridad más que la de aquel que le paga, aunque su libertad sigue estando jaqueada por el poder, por la soberbia del señorío, por la autoridad del hombre de armas, por la férula eclesiástica omnipresente, amparada por el brazo secular. Es sólo una libertad incipiente, endeble, cuyo precio muchos han de pagar con el sufrimiento y hasta con la vida.

¿Qué han heredado de sus antiguos patrones benedictinos? Un cuerpo de doctrina religiosa constituido por alegorías que apuntan a una regla de moral, a una visión sublimada del acto de construir, a una conciencia identificada con el imperio de las fuerzas espirituales del pensamiento católico. No hay “escuela iniciática” en esa etapa de la masonería, pero se insinúa. Los libros en los que estos masones abrevan su doctrina y sus conocimientos son escritos por religiosos, pero las logias comienzan a reunir, lentamente, la “otra” literatura.

Permanecen dependientes de la doctrina católica hasta fines del siglo XIV, lo cual dice a las claras que trescientos años después de la liberación de los conversos, estos aún no han desarrollado un “corpus” propio. No existe una “doctrina” masónica. Existen patronos provenientes de la fe cristiana, una moral anclada en los antiguos documentos benedictinos y muchos usos y costumbres que se remontan a las épocas de las logias cluniacenses. La masonería del siglo XIV es aun cristiana y trinitaria.

Así lo atestiguan los antiguos documentos, las constituciones y manuscritos considerados “liminares” por la historiografía masónica. Pero cabe aquí advertir que no se trata de un cristianismo coyuntural. Se trata de una cuestión de base: No existe un substrato “esotérico” tras una pátina cristiana, ni se oculta un arcano hermético tras la apariencia trinitaria. No hay aquí resabios platónicos, ni siquiera paganos, mucho menos egipcios. La alegoría que prepara el camino a la futura “leyenda masónica” es cristiana.

La francmasonería primitiva no sólo participa del fenómeno de la fe religiosa sino que está en su propio centro. No es ecuménica sino católica; sus Santos Patronos son hijos de la Santa Iglesia y su dogma trinitario rinde culto a Nuestra Señora, la madre del Verbo encarnado –devoción de la que también hacían culto los Caballeros del Temple-. Basta citar un fragmento de dos de los documentos liminares más famosos de la francmasonería –el Poema “Regio” (1380 circa) y los Estatutos de los Canteros Alemanes (1459 circa)- para convencernos de su carácter trinitario:

“...Roguemos ahora al Dios Todopoderoso, y a su Madre, la Dulce Virgen María, para que nos ayuden a observar estos artículos y estos puntos en todas sus partes, como lo hicieron otras veces los Cuatro Coronados, santos mártires que son la gloria de la comunidad...”

“... En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo y de la Gloriosa Madre María; y a la memoria de los Cuatro Santos Coronados, sus bienaventurados servidores etc...”

Lo cierto –y lo asombroso- es que esa participación de la masonería primitiva en la fe católica, no la privó de un profundo conocimiento hermético cuyos orígenes –muy lejos de Roma y las grandes abadías europeas- habría que buscarlos en Alejandría, Jerusalén, Antioquía y en los grandes santuarios del oriente mediterráneo; un conocimiento cuyas huellas emergen copiosamente de la piedra tallada.

El simbolismo hermético impregnado en la piedra de las catedrales, tan bellamente descrito por Fulcanelli, abre profundas dudas acerca de un temprano conocimiento esotérico en aquellos arquitectos y artistas que las construyeron. Pero la ciencia histórica, frente a esta etapa, no posee otra prueba que la piedra misma.

Es en la piedra donde hay que leer, y de la que surge una historia sin nombres ni sucesos cronológicos. Solo una obra colectiva cuyo significado humano y a la vez cósmico, nos excede y nos abruma. Es por ello que el gran interrogante pendiente de respuesta en la historia de la francmasonería es el que se plantea en torno al cuándo y al cómo las logias fueron impregnadas del profundo esoterismo que ha llevado a muchos a proclamarla como heredera de esos antiguos misterios.

Pues, esa otra espiritualidad que sí tiene rasgos iniciáticos, flota en el aire, permanece latente en muchos enclaves europeos. Proveniente de medio oriente ha ido diseminando sus gérmenes en órganos vitales del antiguo imperio cristiano. Posee fuertes reductos en España y Provenza, en donde los judíos han podido establecer pequeñas escuelas de Cábala. Persiste larvada en la herejía de los cátaros del Languedoc. Los árabes han hecho lo suyo y se sospecha que han corrompido a los templarios. El Corpus Herméticum golpea una y otra vez sobre el tejido cristiano y termina perforándolo el día en que Marcilio Ficino lo traduce y esparce para toda una generación de espíritus inflamados por una nueva clase de “misticismo racional”. Ya nadie hablará de Fe: Cornelio Agrippa, Pico de la Mirándola y Giordano Bruno hablan de “ciencia”, de una nueva ciencia capaz de clasificar espíritus, perseguir a Dios hasta su última morada y comprender las claves que explican al Universo infinito. Van por los ángeles, creen poder encadenarlos. Mefisto es obligado a presentarse ante Fausto. Los grimorios enseñan cómo someter a los genios. Paracelso cría homúnculos en las rémoras de su laboratorio y los dominicos persiguen a las brujas en un intento desesperado por frenar el descontrol.

Surgen entonces contradicciones e interrogantes: ¿Dónde se origina este contacto? ¿En qué momento esta corriente hermético-alquímica desarrolla el modelo de masonería iniciática que separará a la “corporación masónica” del resto de las corporaciones de oficios?

El fenómeno catedralicio –que es el eje de la actividad de los masones operativos- conforma la red primaria del nervio social, psíquico y espiritual que modela la sociedad urbana incipiente. La catedral es el libro en el que leen los pobres, pero es también la clave de un conocimiento preservado y reservado a los iniciados; es el refugio de los desamparados, pero también la casa del obispo; es el punto de celebración del carnaval, pero a la vez el reflejo fulgurante de la Jerusalén Celeste. Hay entonces en el fenómeno catedralicio una dualidad que debe abordarse y comprenderse. Es el símbolo de esa construcción colectiva del Templo a la Virtud que los masones erigen a la Gloria del Gran Arquitecto del Universo.

En un aspecto sociológico y político, la construcción de la catedral es la proyección de un nuevo orden social. “...En la Edad media –dice Von Martin- podía trabajarse en una obra colectiva cualquiera, una catedral, la casa del Consejo, y aun siglos, pues se vivía dentro de una comunidad y para ella, dentro de una continuidad de generaciones...”

Perseguidos en la actualidad por la urgencia de un progreso individual que todo lo eclipsa, nos resulta en extremo difícil concebir una organización humana dedicada a preservar en la piedra un mensaje que encierra la clave de los antiguos misterios. Del mismo modo nos resulta aun más inconcebible asumir que estos hombres comprometían su vida entera en la construcción de la sociedad que integraban. Sin embargo, para ellos, desde el único lugar que podía sobrevenir la plenitud de su realización individual era desde la “polis” y dentro de ella, desde la comunidad que integraban.

El restablecimiento de las ciudades trajo consigo el restablecimiento de la “polis” como modelo de comunidad desarrollado en el mundo clásico. “...En el mundo occidental –dice Raimon Panikkar- todos sabemos que para Aristóteles, Platón, Virgilio, Lucrecio, la plenitud del hombre incluía como plenitud total y personal la política. La política pertenecía a la salvación. Sin polis no puede existir un ser humano verdaderamente como tal: sin política no hay salvación...”

Pero la obra colectiva debe ir acompañada del trabajo individual que, en el lenguaje masónico se encuentra simbolizado en el desbaste de la Piedra Bruta. Puente entre el mundo material y el mundo espiritual, la catedral es la puerta que conduce a la Jerusalén Celeste, alegoría espiritual del reconocimiento de nuestras limitaciones humanas y del deseo de alcanzar un mundo ideal donde imperen el bien, la paz y la virtud. La catedral representa, como ninguna otra cosa, el Orden social que Dios ha imaginado para el hombre, y a la vez, el orden universal que el hombre medieval ha imaginado y proyectado en Dios. Como en el atanor del alquimista, en el interior de la catedral el puro se eleva al mundo de los ángeles y el impuro participa de la obra colectiva de la redención.

Cuando George Duby habla de la pedagogía de masas –refiriéndose al mensaje inserto en las piedras de las catedrales- está leyendo en los únicos documentos que estos hombres han dejado al juicio histórico: las propias catedrales. Apenas unos pocos planos de la época tardía, herramientas... utensilios. Pero ni un solo documento que describa el plan, ni siquiera que sugiera la existencia de uno. ¿Es todo este simbolismo hermético la base de la masonería esotérica? ¿Quién lo introdujo? ¿Cómo se transmitía?

Fue el preludio la masonería especulativa.

* Callaey, Eduardo; El otro Imperio Cristiano (Nowtilus, Madrid, 2001) Todos los derechos reservados

lunes, 27 de febrero de 2012

“EL APRENDIZ MASÓN”
R.·.H.·. SALOMÓN ALARCO G.
Past Ven.·. Mae.·. Ben.·. Resp.·. Log.·. Simb.·. "WOLFANG A. MOZART #9


APRENDIZ MASÓN se denomina al primer grado de la Masonería Simbólica, en todos los sistemas y ritos. El grado masónico de Aprendiz equivale al aspirante de Tebas y de Eleusis, al soldado de Mitras, al catécumeno cristiano. Los trabajos en este grado recuerdan las conferencias de Zoroastro con sus iniciados, los cuales abrían se a mediodía, y cerrábanse a medianoche, seguidos de frugal refrigerio. El trabajo del Aprendiz Masón en Logia consiste en "desbastar la piedra bruta o tosca" lo que simbólicamente significa conseguir el dominio de sus pasiones con el fin de perfeccionar el espíritu, utilizando para ello como herramientas, el mazo, el cincel y la regla de 24 pulgadas.

El mazo que representa la VOLUNTAD, empleado por los obreros para amoldar la piedra en construcción, es entre los Masones, el símbolo de la purificación; el cincel que representa la RAZON, para limar las asperezas que originan las preocupaciones y las costumbres viciosas de la sociedad profana, solo la voluntad de razonar nos brindará el fruto de la tolerancia. Siendo la regla de 24 pulgadas que usan los obreros para medir sus trabajos, el símbolo del tiempo bien empleado, de tal manera que las 24 horas del día deben dividirse en tres partes iguales, lo quiere decir 8 horas para el servicio de Dios y de algún Masón en desgracia, 8 horas para nuestras usuales ocupaciones y 8 horas para el descanso del trabajo y dormir.

En el Simbolismo masónico, el grado de Aprendiz representa al hombre en su primera infancia, y en los últimos albores de la civilización, Sus ojos débiles aún no pueden contemplar los fulgores de la luz, por lo que en la Logia está sentado al norte o Septentrión, vistiendo un mandil de piel de cordero y color blanco, llevando la BAVETA levantada formando una figura de 5 ángulos con el vértice de la figura hacia arriba. Hay que tener presente que el Masón no es un mandil, banda o collar. EL Masón es un estado ideal del hombre que se proyecta su propia superación, en la busca de todo lo que como iniciado lo conducirá al conocimiento de la verdad, sin olvidar que nadie puede o debe considerarse como único depositario de la misma pues la VERDAD es absoluta

domingo, 26 de febrero de 2012

HIRAM ABIF

Allí donde la libertad echa raíces, estará mi tierra.

BENJAMIN FRANKLIN


Esta leyenda no me la narró mi abuela. No fue tampoco ningún vecino de la aldea, ni tan siquiera la oí contar jamás a nadie en mi infancia durante el tiempo en que viví en mi añorada Costa de la Muerte.

Me fue trasmitida un atardecer de invierno, un día gris y tormentoso, en la oscuridad de un templo por un Venerable Maestro. Fue el día de mi elevación a condición de hombre libre de prejuicios mentales, el día que supere mi propia muerte. Rodeado de varias decenas de hermanos, con mi plena voluntad y consentimiento, despojado de todos mis metales juré solemnemente ante un volumen de la ley sagrada, que ocultaría y jamás revelaría los secretos que me allí me confiaron. También prometí que mantendría cuidadosamente mi honor y el de mis fraternos compañeros de reunión sin abrigar ningún prejuicio a su honor ni tolerar, a sabiendas, que otras personas pudieran tenerlo y que sí estuviera en mi poder impedirlo, rechazaría con hombría al difamador, comprometiéndome así mismo a respetar la castidad de las esposas de todos mis hermanos.

Sí, juré solemnemente observar escrupulosamente estos tres puntos, prefiriendo que mi cuerpo fuera, simbólicamente, cortado en dos mitades, antes que violar la palabra dada. Por tres veces besé el volumen de la ley sagrada y sellé mi juramento vinculándome de por vida a la fraternidad francmasónica.

Aquella ceremonia donde me conjuré en la ley del silencio, me hizo evocar aquel gesto tan sencillo y familiar de mi abuela Mama Sofía, cuando con su dedo índice apoyado en sus labios, me ordenaba silenciar para siempre aquello que me había trasmitido. Nada en aquella tenida masónica era tan nuevo ni tan revelador para mí y sin embargo, debo reconocer que me impactó fuertemente, Mama Sofía ya me había educado desde niño a no prejuzgar a mis semejantes, a rechazar radicalmente la difamación y la calumnia y respetar la libre voluntad de la mujer como ser libre e igual al hombre.

Aquel anochecer de invierno envuelto en el silencio sepulcral de la logia, me narraron una leyenda sencilla, tan sencilla como son todas las leyendas. Estaba basada en un personaje bíblico prácticamente desconocido, un forjador de metales llamado Hiram Abif, que trabajó en la construcción del templo de Rey Sabio Salomón. Era el hijo de una viuda de la tribu de Neftalí. Salomón, enterado de su fama de artesano avezado en el arte de la construcción lo hizo llamar para que forjara las dos columnas de la entrada del pórtico del Templo.
Hiram, cuenta la leyenda, era un hombre humilde y diligente, trabajaba sin descanso dirigiendo la labor de sus compañeros y aprendices, a la vez que les iba enseñando los secretos del oficio de constructores. Hiram mantenía una fidelidad inquebrantable a los secretos que le habían sido trasmitidos por sus maestros y fue asesinado poco antes de la culminación de la obra del Templo de Jerusalén.

Un grupo de tres pérfidos compañeros, ávidos de conocer todos los secretos que atesoraba Hiram, conspiraron clandestinamente para arrebatárselos, urdiendo una trampa criminal. Se emboscaron amparados en la oscuridad de la noche, cubriéndose sus rostros y apostándose cada uno de ellos, en cada una de las tres puertas del Templo, lugar donde el maestro se había retirado para orar al Creador.

Concluidos sus rezos, Hiram Abif se encaminó hacia la puerta ubicada en el sur, allí emboscado y armado con una regla plomada le esperaba agazapado uno de los traidores. Lo asaltó amenazándolo con golpearle hasta causarle la muerte si se negaba a trasmitirle los secretos por él conocidos. El maestro Hiram fiel a su juramento, le contestó que ni podía ni quería divulgarlos. Dándole a entender que sólo a través de la constancia y el esfuerzo se haría merecedor de llegar a participar de aquellos secretos y que preferiría morir antes que traicionar la palabra empeñada.

Insatisfecho el malvado con la firme respuesta Hiram, le asestó un fuerte golpe en la cabeza del maestro. Tambaleándose y aturdido, el maestro huyó corriendo hacia la puerta del norte.

Al acercarse a la segunda puerta, fue abordado por el segundo de los intrigantes armado con un nivel de obra. Tras darle el maestro la misma negativa respuesta, recibió nuevamente otro golpe en su cabeza, cayendo aturdido de nuevo al suelo. Viendo que su retirada estaba cortada por dos de las puertas del templo, desfallecido y ensangrentado trató de huir encaminándose hacia la puerta ubicada al este, donde se encontraba oculto el tercero de los criminales.

Este tercer canalla recibió del Maestro las misma respuestas que los dos anteriores, porque a pesar de la debilidad en la que se encontraba Hiram, supo mantenerse firme e inquebrantable en sus principios y guardo sepulcral silencio. Un nuevo golpe violento asentado con un pesado mazo, lo derribó sin vida, cayendo muerto a los pies del malvado.

Nadie vio ni oyó nada, el delito se ejecutó en total clandestinidad El vil asesinato se consumó en la más absoluta nocturnidad y sin que nadie se percatara de ello.

Al día siguiente, ala hora del comienzo de los trabajos, los capataces de la obra al ver que Hiram no llegaba, como acostumbraba, puntualmente a su hora con los planos y diseños bajo su brazo, intuyeron que alguna desgracia podría haber acontecido a su Maestro.

Una representación de compañeros fue a comunicar al Rey Salomón la sospecha que la desaparición repentina y misteriosa, tuviese por causa algún fatal desenlace.

El Rey Sabio ordenó una revista inmediata de todos trabajadores de las diferentes cuadrillas, apercibiéndose de la sospechosa ausencia de tres de los encargados.

Esta extraña falta abrigó aún más los temores del Rey Salomón por la suerte que pudiera haber sufrido su principal artista. Eligió entre los oficiales a los tres de más confianza y les ordenó que, acompañados de sus respectivas cuadrillas, partieran con la mayor rapidez en busca de su Maestro. Los grupos marcharon divididos en tres cuadrillas, partiendo de cada una de las puertas del Templo y fijando una fecha concreta para retornar, informando del resultado de sus pesquisas.

La primera de las cuadrillas, tras varios días de infructuosa búsqueda, regresó a Jerusalén sin haber descubierto nada que pudiera aclarar la desaparición del maestro. El segundo equipo fue mucho más afortunado, pues cierto mediodía, se sentaron a descansar bajo la sombra de unos arboles en las inmediaciones del camino. Uno de los hermanos al querer levantarse, se asió con la mano al arbusto bajo el que se cobijaba, quedando sorprendido con la facilidad con que sus raíces se habían desprendido del suelo. Examinó con atención la zona y observó que la tierra había sido removida recientemente. Llamo al resto de cuadrilla, excavaron en el lugar y encontraron el cadáver enterrado del Maestro Hiram Abif.

Con sumo respeto y veneración lo volvieron a sepultar en la tierra. Y para recordar el lugar exacto donde se hallaba enterrado, colocaron una rama de acacia en la cabecera de la tumba.

La leyenda continúa narrando el traslado del cuerpo del maestro a Jerusalén, su inhumación bajo la sagrada tierra que simbolizando a ese inmenso Templo telúrico que acoge a todos los hombres de buena voluntad esparcidos por el inmenso orbe y finaliza la leyenda lamentando esta doble pérdida, la pérdida del Maestro Hiram Abif y la pérdida de los secretos que se llevó con él al Oriente Eterno

Esta leyenda, como todas aquellas referentes a la Costa de la Muerte que me narraba mi abuela Mama Sofía, aparentemente es muy sencilla, casi ingenua y está toda ella plagada de simbolismo.

En esta leyenda no hay seres mágicos o con poderes sobrenaturales, el protagonista es un simple trabajador, un forjador de metales y su única virtd el trabajo, la constancia y la discreción.

Las herramientas con que matan al maestro, nos muestran esa dualidad de las cosas, el bien y el mal. Las herramientas símbolo de la inteligencia y el trabajo creativo son aquí utilizadas para la ignominia y el crimen, dándonos a entender que ninguna creación humana es buena ni mala por sí misma, su bondad o perversidad depende del uso que los seres humanos hagamos de ella.

Los tres canallas de la leyenda representan las tres grandes lacras de la humanidad, esos defectos que nos han conducido en innumerables ocasiones al fratricidio, son los canallas la simbología de la ambición, el fanatismo y la ignorancia. Hiram es la alegoría de las tres virtudes contrarias, la generosidad, la tolerancia y la instrucción.

Nos habla, como todas las leyendas anteriores, de la muerte y de la vida, de ese apareamiento en el que desarrollamos nuestra existencia, en el camino que, día a día, cada ser humano va recorriendo sin querer ser consciente de cual es su meta definitiva.

Esa muerte que nos sirve como alegoría de nuestro objetivo último, de nuestro indomable deseo de encontrar la inmanencia personal o una transcendencia ilusoria de nuestra alma inmaterial. En las leyendas de mi aldea la muerte era el final de la primera etapa, una paso para el que había que estar preparado si se quería alcanzar la otra vida, en esta otra leyenda la muerte es sinónimo de la propia inmortalidad.

La búsqueda de nuestra propia inmortalidad, debe estar cimentada en esa verdad personal que cada cual llevamos en lo más profundo de nuestro ser y de la que nos servimos como bastón para poder afianzar nuestros pasos. De esa verdad íntima que sólo alcanzaremos, igual que el maestro Hiram, sí fundamos nuestra existencia en el trabajo, la humildad y el respeto al resto de los seres humanos, sin malas artes ni engaños, sin aprovecharnos del esfuerzo de nuestros semejantes. La nuestra será siempre una verdad parcial, como todas las verdades, sinónimo de lucha, de empeño constante, de búsqueda sin fin, de sacrificio generoso y de fe en uno mismo. Pero era también Hiram, como todos nosotros, un hombre imperfecto, en la leyenda se simboliza esa imperfección al decirnos que era el hijo de una viuda de la tribu de Neftalí, esa orfandad que la leyenda reivindica como alegoría es el símbolo de nuestra condición de humanos, encarna la imperfección de nuestro linaje, nuestra ascendencia deficiente, lo que otros denominan pecado original, el saber que nuestra naturaleza, por su origen, está incompleta y por tanto, igualmente incompleta está también en su destino y proyección, que debemos admitir que como todos los seres vivos nosotros también somos imperfectos, que nuestra vida subsiste en la medida en que luchamos, avanzando en la medida en que vencemos, siendo inalcanzable para nosotros la meta de la perfección, comprender que la perfección es ilusoria y Por tanto, advertir que no nos es necesaria para poder realizarnos como hombres libres.

El símbolo del secreto nos debe hacer comprender que no existe el misterio ni el enigma, que lo que no conocemos, es únicamente producto de nuestra propia ignorancia y sólo en la medida que seamos capaces de asumir nuestra ignorancia, seremos capaces de avanzar en la comprensión, pudiendo llegar a explicar el mundo que nos rodea. Seamos pues humildes, tenemos lo que tenemos, no más, de ahí nuestra imperfección y para no olvidarlo la leyenda nos recuerda siempre nuestro origen imperfecto, quizá por ello, los masones toman como apelativo el de Hijos de la Viuda. Ellos son conscientes de que su finalidad última es tratar de hacer de un hombre bueno, un hombre mejor.

El Maestro Hiram Abif simboliza la lealtad inquebrantable a los principios, anteponiéndola, incluso, a la propia vida. Él se sacrificó y murió llevándose consigo el secreto, dejándonos una tenue luz en este mundo tenebroso, una luz que nos sirve de guía, como aquellos faros impenitentes que siempre aparecían en las leyendas de mi tierra y que guiaban a los perdidos marineros en las noches de brumas y lluvias. Este faro simbólico nos iluminan de un modo sencillo con tres pequeñas y casi imperceptibles luces. La luz íntima que ilumina nuestro interior para proveernos de fuerza de voluntad; esa otra luz exterior que emitimos con nuestra conducta y nos ayuda a alumbrar nuestro entorno, viviendo en sociedad armónicamente con nuestros semejantes y la luz superior, que emana de los cielos, de la creencia en un Gran Arquitecto de Universo, iluminándonos a todos por igual en nuestro penoso peregrinar existencial.

Las tres preguntas filosóficas irresolubles sobre las que humanidad viene interrogándose desde el principio de los tiempos, quienes somos, de dónde venimos y a dónde vamos, se truecan aquí en tres interpelaciones más sencillas, por tres actitudes ante la vida, cuál es mi deber para conmigo mismo, cuál es mi deber para con el resto de la Humanidad y cuál es mi deber para con el Creador.

En las leyendas de mi tierra siempre se hablaba de tesoros escondidos en las entrañas de la tierra, en ésta el tesoro es la sabiduría humana que se va atesorando en las entrañas de toda persona a través de la observación y la reflexión.

La leyenda de Hiram nos enseña que para un hombre justo amante de su íntima libertad, los temores que suscita la muerte no son nada comparándolos la abominación que produce la traición y la deshonra. Que el hombre que sabe escuchar la voz de la naturaleza, esa voz que nos da testimonio de que en nuestros cuerpos perecederos, reside el principio de la vida y de la inmortalidad. Esa naturaleza que nos aporta la fuerza necesaria para combatir nuestros temores, generándonos la paz interior que nos ayudará a permanecer fieles a la razón humana, a la Humanidad.

Esta leyenda nos revela también con la muerte altruista de Hiram Abif, que el espíritu de sacrificio o la entrega generosa de la vida por una creencia o un ideal, no aporta por sí mismo ni un ápice de verdad a esa creencia y que su grandeza reside exclusivamente en el propio acto de coherencia que supone anteponer los principios, la ética, la asunción de la íntima libertad personal a la propia existencia.

El martirio, la grandeza de morir por unos principios sólo cobra su sublime significado filantrópico al equipararlo con el encanallamiento, con la miserable pobreza de quien es capaz de matar por otra creencia opuesta.


El hombre tiene miles de planes para sí mismo, el azar tiene un solo plan para cada hombre

(DESCONOCIDO)


Ha pasado ya tanto tiempo desde aquel día en que abandoné la aldea, que casi ya ni la recuerdo. Aquella mi pequeña aldea asomada a la desdichada Costa de la Muerte, aquel lugar donde me crié.

Ahora vivo confortablemente en una tierra de adopción, una tierra próspera donde hace tiempo varé mi nave, fondeando mis ilusiones en la mar calma del matrimonio acomodado, los hijos y una posición económica y social desahogada.

En este atardecer primaveral que paseo meditabundo por esta amplia avenida que bordea la playa, bajo las sombras alargadas de los tamarindos, me percato de su ausencia, rememoro con nostalgia mi aldea, aquellas viejas ruas pavimentadas con toscas piedras de granito, su pequeño muelle, las chalanas arribando con la pesca del día. Evoco sus playas desiertas, las olas rompiendo con bravura, el canto estridente de las gaviotas, sus corredoiras y cruceiros. Pero sobre todo recuerdo de aquella pequeña aldea, la veneración, el respeto que hacia la muerte tenían todos sus paisanos.

Tanto tiempo en esta tierra extraña me ha hecho olvidar aquellas sencillas enseñanzas de mi infancia. Hoy mejor que nunca recuerdo a mi abuela, aquella sabia viejecita que me enseñó a vivir y me enseñó también, cómo bien morir.

Hoy por primera vez en mi vida debo enfrentarme a lo irreversible, al destino sin futuro, a la finitud. Esta tarde, con la frialdad con que se expresa la ciencia, apoyando su mano sobre mi hombro, un amigo, amparado en su bata blanca, me ha comunicado la fecha de mi muerte. Mi enfermedad, ese cáncer que me corroe las entrañas, me conduce hacia un destino inevitable.

Viviré, si a eso se le pudiera llamar vivir, entre dos o tres meses más. No sufriré mucho físicamente, me ha dicho, confundiendo torpemente el dolor con el sufrimiento. Me aconseja no angustiarme, mantener firme la voluntad hasta que llegue el fatal desenlace.

El amigo médico, transmutado en solamente amigo, ignorando mi agnosticismo pagano, me aconseja la oración como terapia de preparación para la hora final, el dialogo resignado con Dios a través de mi esposa e hijos. Arreglar, lo que él, fríamente, llama los papeles y aceptar pasivamente los designios del destino.

Qué sabrá él cómo tengo que preparar yo mi muerte. Si él supiera que para la gente de mi aldea la muerte física sólo significa una etapa, un paso que hay que dar con armonía y aceptación para no quedar atrapado en el mundo de las almas errantes. La muerte física es un eslabón más de la larga cadena que conduce desde el mundo de los vivos al lejano y misterioso mundo de los muertos.

Mientras paseo acompañado únicamente de mi propia soledad, caminando entre un tumulto de gentes ajenas a mi desdicha, soy consciente por primera vez en la vida de mi propia finitud. Hago un esfuerzo por encontrarme cara a cara conmigo mismo, desnudo y sin mentiras y lo único que siento es la rabia que emana de mi propia impotencia, el íntimo deseo de rebelarme contra la incapacidad del hombre para vencer a la muerte no deseada.

Sin abrigar ninguna esperanza observo como se me agota la vida, de que modo tan sencillo se acaba todo, y recuerdo aquellas sabias palabras de mi abuela Mama Sofía cuando con la sencillez que le caracterizaba me explicaba que, es conveniente saber que vivir, es ya morirse poco a poco.

Con lo sencillo que es vivir y sin embargo, que difícil nos resulta.

Llegan a mi mente recuerdos de otras muertes de seres que fueron queridos. Hombres y mujeres casi olvidados.

Desde el mismo día que nací he vivido en compañía de la muerte. Siempre he sido consciente de los límites de la vida. Pero ahora que me llega a mí el turno de partir, me rebelo. ¡No quiero morir! Quiero seguir viviendo, gozando de la compañía de mis seres queridos.

Después de años de trabajo he acumulado dinero, propiedades y objetos inútiles, que ahora de nada me sirven. ¡Arreglar los papeles! De que sirve trasmitir los bienes a mis seres queridos, si les privo del bien más preciado, mi propia presencia.

Espero que no tarden en olvidarme, que pronto sea solamente un nostálgico recuerdo. No deseo que por mí sufran. Y en el tiempo que me resta, no quisiera intuir lágrimas contenidas ni silencios cómplices. Al llegar mi hora espero estar preparado, y luego me bastaría una modesta ceremonia, unos pocos crisantemos, una lápida sin epitafio y la aceptación íntima del fin.

Pienso en mi mujer. Mi compañera fiel de dichas y desgracias. Conociéndola como la conozco, supongo que se refugiará en la oración y quedará sumida en una eterna mudez. Espero que sepa soportar con fortaleza la desnudez del hogar, la ingrata presencia de mi ausencia.

Revivirá en su memoria las horas amargas de anteriores partidas, las soledades de mis largas singladuras, pero ahora ya no esperará el día dichoso del arribo. En esta singladura la aguja de la bitácora no marcará el norte, los vientos no impulsaran las velas de mi nave. No existen cartas náuticas ni sextantes donde estudiar el rumbo para este viaje.

Una fuerza interior me empuja despiadadamente hacia la playa. Era la playa el lugar que más me atraía en mi adolescencia allá en la aldea.

Recuerdo cómo armado de una simple cuchara mariscaba berberechos en la bajamar, cómo en las arenas blancas de la Hermida, junto el resto de los niños de aldea jugábamos, mientras aprendíamos con ingenuidad el oficio de marineros, enfrentándonos con las chalanas a los golpes de mar, rememoro las queimadas bajo la luz de luna en los arenales las noches de verano, la playa era en mi juventud mi segundo hogar.

Camino descalzo y con los pantalones ligeramente remangados por la orilla de esta mar tan querida y tengo que hacer verdaderos esfuerzos para reprimir el deseo vehemente de introducirme mar adentro en busca de un fondo sereno donde dar descanso a mi inerte cuerpo.

Quisiera encontrar en el embate de las olas, la justa y digna muerte para un desertor de la mar, para el hijo y nieto de hombres curtidos en las cubiertas de los barcos por el salitre del océano, para un hombre que mamó desde niño en las ubres de la mar. Soy un apóstata que renunció a la tradición familiar y a su profesión de marino por el falso espejismo de una vida cómoda en tierra. Ahora que llega mi hora, me siento como un desertor, que ha traicionado a todo cuanto le enseñaron.

Estas bravas aguas me sugieren muchos recuerdos de mi infancia, de las serenas y solitarias dunas de las playas de la aldea, de sus abruptos y feroces acantilados, de aquellos eternos días de invierno sentados en torno al hogar mientras el cielo lloraba de tristeza, de las largas tertulias en familia donde me iniciaron en mi paganismo agnóstico, aquellas charlas donde los viejos nos trasmitían sus conocimientos, sus creencias fantásticas que tanto me marcaron de joven y los recuerdos y respetos hacia los muertos, hacia aquellos que zarparon antes que nosotros.

Recuerdo ahora a mi olvidado padre. A aquel humilde padre que un desgraciado día, siendo yo todavía un niño, con su vieja y acartonada maleta amarrada con una cuerda, abandonó la aldea en busca de un trabajo que dignificase su existencia. Aún siento su abrazo tembloroso, veo sus ojos hinchados conteniéndose las lágrimas, todavía resuenan en mi oído sus palabras prometiéndome volver a buscarnos. Pero sobre todo recuerdo el telegrama, aquél maldecido telegrama donde se nos comunicaba que ya nunca podría retornar en nuestra búsqueda, aquella escueta misiva donde con la frialdad del lenguaje telegráfico se nos notificaba su naufragio, su desaparición, su muerte.

Yo que entonces todavía era un niño. Un niño que no podía entender cómo un hombre era castigado por el destino a abandonar a su familia, su pueblo y su historia por un mísero trabajo, cómo coño iba a comprender la injusticia de su muerte.

No concebía que un hombre bueno fuera castigado tan brutalmente por la vida. Había luchado y perdido una guerra, había sufrido la cárcel, habían amordazado su lengua libertaria, negado el trabajo y todo ello, por algo tan simple como pensar, creer en la utopía de la fraternidad entre los hombres, en su igualdad y en su derecho a vivir en libertad. Creyó en una sociedad justa dónde pudieran vivir en armonía sus ciudadanos, tal y cómo vivieron sus ancestros, los sierpes. Tenía ideas propias y se las quisieron arrancar, robándole la dignidad.

Recuerdo cómo en la primera de sus cartas nos narraba con nostalgia y sobriedad el nuevo pueblo donde residía, nos manifestaba que había embarcado rumbo al Mar del Gran Sol. Un amigo de la guerra lo había hospedado en su casa. Nos animaba y nos comentaba que en una próxima marea intentaría encontrar una casa donde poder vivir nuevamente todos juntos.

Mi padre, acostumbrado a la soledad de la mar era un hombre de muy pocas palabras, pero supo trasmitirnos en aquella carta su optimismo, sus grandes ilusiones. Hablaba de comprar muebles y de enviarnos dinero para el viaje.

Nunca llegó el día la partida, él se embarcó, sin saberlo, en una singladura hacia el valle eterno, una singladura de la que ya nunca más volvió.

Y luego, cómo yo he podido olvidarlo todo. Ni tan siquiera he trasmitido a mis hijos nuestras más ancestrales creencias. Si muero, en mi casa quién derramara la sal en torno a mi cadáver, quién sellará los orificios de mis narices y orejas. Ni mi mujer ni mis hijos comprenden el significado que la muerte física tiene para mí. No sabrán como amortajarme, ni me velarán en la noche cómo es debido, no cegarán mis ojos ni se preocuparán de que mi cadáver salga de nuestra casa con las piernas por delante.

Lo más probable es que contraten por unas cuantas pesetas los cómodos servicios de alguna funeraria para que efectúe toda la ingrata labor de los preparativos de mi entierro, que hablen con algún sacerdote para que me oficie un funeral digno y publicarán una esquela en la prensa para comunicarlo a los conocidos y amigos.

Yo no quiero ese final, pero reconozco que lo merezco.

Miro al mar y me siento irremisiblemente atraído hacia él. Si tuviera el valor suficiente, sería todo tan sencillo, caminar recto en dirección al horizonte hasta que el cuerpo se rinda, dejar como único testigo unas mudas pisadas en la arena. Unas pisadas que la mar con sus caprichosos juegos de flujos y reflujos pronto borraría.

Está el sol llegando a su ocaso, pronto se esconderá como cada día tras los confines del occidente y volverá mañana nuevamente a renacer por el oriente. ¿Y nosotros, los humanos, renaceremos algún día?

Repaso mi vida y evoco aquel largo viaje de peregrino siguiendo la ruta del Camino, de ese camino mal llamado de Santiago por unos y de Prisciliano por otros, ese camino secular de la Europa nómada y peregrina, el partero de esta Europa sin fronteras en la que ahora vivimos. Entonces lo viví también como otra muerte, una muerte alegórica e iniciática. Partí desde la frontera francesa, desde el oriente, el lugar desde donde parte la luz y caminé jornada tras jornada hasta alcanzar el finisterre, el fin del mundo.

Fue un peregrinar hacia la muerte para iniciarme y renacer a una nueva vida de luz, como un modesto aprendiz de cantero fui esculpiendo paso a paso mi templo interior, viví en aquellos caminos únicos, la experiencia del sufrimiento, lo revivo como si me estuviera ocurriendo ahora mismo, recuerdo el dolor de mis pies ulcerados por tantas jornadas recorriendo andando el camino, las punzadas en los talones y mi espalda a punto de quebrarse. Desentierro los sueños angustiosos de aquellas noches, esos sueños guardados durante años en el desván de la memoria, el perpetuo sendero marcado con incontables flechas amarillas, mis pícaros compañeros de albergue, el borrachín disfrazado de peregrino, el peso insoportable de la mochila, las madrugadas y el calor, aquel asfixiante calor que tantas veces estuvo a punto de rendirme.

Tanto sufrimiento tuvo sus compensaciones, aquel mes otoñal logre evadirme del mundo cotidiano, abandonar el reloj y vivir gratas sensaciones compartiendo comida y efectos personales con otros peregrinos, ser consciente de que lo poco es más que suficiente, percatarse de la experiencia iniciática que se esconde en la piedra, intuyendo que el hombre es mucho más sabio cuanto más vinculado está con su tierra simbólica, con esa mi tierra de encrucijadas y brumas, de cruceiros, de corredoiras y hórreos, de viejas mujeres vestidas de negro y de bueyes cansinos que arrastra los carros de ruedas chirriantes, caminando hacia ninguna parte.

Es el camino la madre engendradora de la herejía, de la sabiduría de los humildes, de los misterios y la magia. Es este camino legado por olvidados anónimos peregrinos, algo místico y silencioso, que por su naturaleza telúrica es inefable e incomunicable y ahora, que la cercanía de mi muerte no es alegórica sino real, comienzo a comprenderlo en toda su magnitud, vislumbro la armonía de la sinfonía del soplido del viento, las cadencias del rumor del arroyo y la belleza de la poesía de su paisaje.

Vivo, ahora que muero, la intensidad de aquella bella experiencia peregrina. Y me pregunto por qué troqué mi vida austera de peregrino por la comodidad de la vida del romero, en qué encrucijada se cruzaron nuestros caminos.

Comprendo en este momento la importancia que mis paisanos gallegos dan a la piedra. No solo a la piedra hecha arte a través de los hórreos o de los cruceiros, sino a la piedra humilde, ese guijarro que depositamos como testigo al llegar a la Ermita de San Andrés de Teixido, esa piedra que el día del último juicio, cuando hasta las piedras hablarán, será la que atestigüe que yo estuve el Teixido, aquel lugar dónde tendrá que ir de muerto todo gallego que no fue de vivo.

Debo tener valor y avanzar hasta alcanzar la mar, mi Finisterre particular, pagar el tributo a ésta, mi otra madre, mi mar, y marchar en silencio por este ancho sendero hasta el agua profunda, hasta encontrar un lugar tranquilo y sumergido donde dar reposo eterno a esta vida plena de ausencias.

Sí, la mar es mi única patria, una patria sin himnos ni banderas, sin ejércitos ni gobiernos, una lugar inmenso que nos acoge a todos, la mar es el vientre donde germina la vida, es el punto de partida y la meta final del camino.

Miro a mi alrededor y sólo veo gentes anónimas a las que nada les importo, estoy solo, con la única compañía de mi hada, de este ser síquico que desde niño me acompaña.

Mi hada es mi golem, mi propia conciencia y hoy me anima a recorrer mi última etapa, ese último camino del peregrino que nacido en la mar debe ir a morir a la misma mar que lo amamantó y le dio la vida y mi hada se ofrece a acompañarme, aun sabiendo que ella también morirá conmigo.

Siento la llamada de otras almas a las que yo ayude a cruzar la frontera que separa este mundo de los vivos del mundo de los muertos, veo a lo lejos en la otra punta de la playa a un perro blanco de ojos tristes que me mira con pena, y pienso si será mi urco.

Tengo que tener el valor suficiente para decidirme a dar mi último paso.

Camino entre las aguas y percibo la sensación fría del mar subir por mi cintura, distingo su sabor salado en mi boca, siento el escozor en los ojos y oigo ya lejano el murmullo de los paseantes mientras voy transitando libremente hacia la muerte.
EL MITO DE LOS HIJOS DE LA VIUDA

El mito Los Hijos de la Viuda. Un bello mito del esoterismo masónico,
que al igual que todos los mitos, tiene la extraña función de reflejar
recónditos aspectos del alma y las más altas aspiraciones humanas. El
mito de los Hijos de la Viuda, es a la vez una invitación y un mapa
que nos conduce a lo insólito, un mito que nos conduce a convertirnos
en seres mágicos, así nosotros nos convertimos en la encarnación del
mito masónico.
http://groups.google.com/group/secreto-masonico?hl=es_MX
Todos los pueblos de la tierra, en todas las épocas han tenido mitos.
Mitos paralelos a sus creencias y sus inclinaciones. Mitos que son de
hecho uno de los mejores aspectos de los pueblos y hombres y mujeres
que lo componen. Los mitos son parte relatos históricos como
alegóricos. Historias que la gente primero cuenta y que muchas veces
son transmitidas de generación en generación. Resulta absurdo
cuestionarnos si estos relatos son históricamente auténticos o
ficticios. Los mitos son reales en tanto que cumplen una función de
enseñanza. El Mito de los Hijos de la Viuda, se remonta al Mito
Egipcio de Isis, que era como muchos saben la Viuda de Osiris, este
mito tiene más de 5000 mil años de antigüedad, y un mito que nosotros
la Masonería hasta el día de hoy practicamos.

El mito de la Madre Viuda es donde la Masonería encuentra un espejo
para reflejar sus enseñanzas y aún su rostro más oculto. Es un espejo
en donde se refleja el rostro esencial de la Orden Masónica. Ser hijo
de esa Madre Viuda dice lo que somos como masones y que no es
simplemente un mote distintivo o seudónimo. Ser hijos de la Viuda
refleja lo que somos como masones, seres diferentes; elevados,
transfigurados y convertidos en seres con poder, con magia y sobre
todo, y más importante – Libres.

El mito masónico de la Viuda es la esperanza permanente del
francmasón, que a pesar que si algunas veces fracasamos, nosotros los
masones seguiremos intentando ponerle Orden a este Mundo de Mierda,
deseamos un Mundo libre de opresión, sin religiones, sin violencia y
sin la vorágine que forma parte de la vida política. Todos los mitos
son a la sociedad lo que los ánimos a los individuos; así, los mitos
son las ilusiones de las personas, que nos susurran en nuestros oídos
promesas de belleza, inmortalidad, orden y libertad.

Desde ese antiquísimo Mito Egipcio de Isis de casi 6 mil años de
antigüedad, que quedando Viuda y que a través de una mística búsqueda
devuelve a la Vida a su Marido Osiris, logrando esto no sólo devuelve
a la vida a Osiris, sino que logra algo más maravillosa, así logra
impregnar de esperanza a la humanidad. Así mediante los mitos la
humanidad tiene aspiraciones más sublimes; el conflicto entre una
persona y la sociedad en que vive son suavizados por mitos – los mitos
no necesariamente mentiras sino más bien aspiraciones. Los mitos son
guías: nos dicen cómo luchar, cómo sortear dudas y la perseverancia
para sortear pruebas por las que se tiene que atravesarse para
finalmente lograr una meta; y así trascender el caos y el aspecto más
miserable de la maldita condición humana.

Mi maestra la argentina Josefa Rosalía Luque Álvarez nos explicaba
que los egipcios tomaron el mito de Isis de otra civilización aún más
antigua, increíblemente más antigua, por otro lado Ouspensky decía que
los primeros cristianos sólo tomaron prestado el Mito de Isis y lo
adaptaron al Cristianismo. Mientras que nosotros los masones tomamos
el Mito de Isis y lo adecuamos al Tercer Grado de la Francmasonería,
bajo el mito de Hiram Abiff y los hijos de la Viuda.

El Mito Masónico de los Hijos de la Viuda, es el mapa de cómo llegar a
las realidades que se describen los antiquísimos mitos del pasado. El
Mito Masónico no existe para entretener a gente que está harta de
ciencia, política y religión, sino que es para promover formas
iniciáticas y acciones concretas que permitan al francmasón salir poco
a poco del caos en el que estaba encadenado. Cuando el masón no logra
estar a la altura del plan iniciático y por alguna razón no es capaz
de actuar en consecuencia, entonces todo se convierte en un dogma y la
masonería se tomará como una religión, o como un aula escolar, o como
un lobby político. Cuando esto sucede, el mito masónico de los Hijos
de la Viuda pierde su papel libertador y se convierte así en un
instrumento de opresión dentro de su Logia.

Diríamos que deja de ser parte del Mito Masónico. Mientras que el
mito es algo para ser vivido, el dogma es para ser simplemente
ciegamente creído; el mito masónico es algo activo y el dogma masónico
incita a la sumisión. Y así surge el fanatismo masónico. Los
fanatizados masones se convierten en ministros eclesiásticos dentro de
una Logia y se convierten en innecesarios intermediarios entre los
aprendices masones y Institución Masónica, y así estropean la sana
evolución de un nuevo masón – cuando no aún peor los alejan de la
Orden – siendo que los nuevos masones son nuestra única forma de
seguir existiendo. En Masonería el Mito y los Rituales están
íntimamente ligados.

El Rito, la Ceremonia, es el Tiempo fuera del Tiempo, es cuando la
hora no coincide con la Hora Profana. La tendía, el Templo es el
espacio donde simples seres humanos son transfigurados, transformados
y habrán de encarnar a los seres mágicos de los que hablan las
leyendas masónicas. Es el tiempo mágico en que los seres de poder, de
iridiscencia, de amor fraternal y conocimiento refuerzan los lazos de
unión.