viernes, 14 de agosto de 2020

El Origen de la Hermandad de Los Siete Rayos




El Origen de la Hermandad de Los Siete Rayos


Conoce más sobre este Sublime Acontecimiento.

Lemuria es el nombre de la última parte del gran continente de Mu que existía en el Pacífico. La verdadera destrucción de Mu y su subsiguiente hundimiento en el mar empezaron 30.000 años antes de Cristo. Esta acción prosiguió durante muchos miles de años hasta que la última parte del antiguo Mu, a la que se conoce con el nombre de Lemuria, también quedó sumergida en una serie de nuevos desastres que tuvieron fin entre 10.000 y 12.000 A.C. Esto sucedió justo antes de la destrucción de Poseidonis, el último resto del continente atlántico, Atlantis. El Señor Aramu-Muru (el Dios Mer) fue uno de los grandes sabios lemurianos y el Guardián de los Rollos durante los últimos días de la condenada Mu.

Los Maestros de Lemuria sabían muy bien que la catástrofe final provocaría gigantescas mareas y enormes olas que sumergirían la última parte de su tierra en las furiosas aguas y en el olvido. Aquellos que trabajaban en la Senda de la Mano Siniestra proseguían sus diabólicos experimentos y no prestaban atención a “lo que estaba escrito en la pared”, así como hoy, en la Tierra, millones de habitantes siguen “comiendo, bebiendo y divirtiéndose”, aun cuando los fieles del Padre Infinito disciernen claramente los signos de los tiempos.

Los Maestros y los Santos que trabajan en la Senda de la Mano Diestra empezaron a archivar las preciosas crónicas y documentos de las bibliotecas de Lemuria. Cada Maestro fue elegido por el Concilio de la Gran Jerarquía Blanca para que fuera a diferentes secciones del mundo, donde, en seguridad, pudiera establecer una Escuela de la Antigua y Arcana Sabiduría. Se hizo esto para conservar el conocimiento científico y el espiritual del pasado.

Al principio, durante muchos miles de años, esas escuelas seguirían siendo un misterio para los habitantes del mundo; sus enseñanzas y las reuniones debían ser secretas. De ahí que aún hoy día son llamadas Escuelas de Misterio o Shan-Gri-Las de la Tierra.

El Señor Muru, como uno de los maestros de Lemuria, fue delegado por la Jerarquía para llevar los rollos sagrados que estaban en su posesión junto con el enorme Disco Solar de Oro a la zona montañosa de un lago recién formado en lo que ahora es la América del Sur. Allí guardaría y mantendría el foco de la llama iluminadora.

El Disco Solar era guardado en el gran Templo de la Luz Divina en Lemuria y no era un mero objeto ritual y de adoración, ni tampoco sirvió posteriormente a este solo propósito al ser usado por los Sumos Sacerdotes del Sol entre los Incas del Perú. Aramu-Muru partió hacia la nueva tierra en uno de los plateados y ahusados navíos aéreos de aquella época.

Mientras las últimas partes del antiguo continente se despedazaban en el Océano Pacífico, terribles catástrofes tenían lugar en toda la Tierra. La Cadena Andina de montañas surgió en aquella época, y desfiguró la costa oeste de la América del Sur. La antigua ciudad de Tiahuanaco(Bolívia) era en aquel tiempo un importante puerto de mar y una ciudad colonial del Imperio Lemuriano de gran magnificencia e importancia para la Madre Patria. Durante los subsiguientes cataclismos se elevó sobre el nivel del mar y el clima polar de las altas mesetas eternamente barridas por el viento. Antes que esto tuviera lugar, no existía el Lago Titicaca, el cual es ahora el lago navegable más alto del mundo, por encima de los cuatro mil metros.

Así, el Señor Muru, después de su partida de la sumergida Lemuria, llegó al lago recientemente formado. Aquí, en el lugar conocido ahora con el nombre de Lago Titicaca, el Monasterio de la Hermandad de los Siete Rayos cobró existencia, organizado y perpetuado por Aramu-Muru. Ese Monasterio, que fue la sede de la Hermandad a lo largo de las edades de la Tierra, estaba situado en un inmenso valle que tuvo su origen en la época del nacimiento de los Andes, y era uno de esos extraños hijos de la Naturaleza a los que su exacta situación y altitud le daban un clima suave, semitropical que permitía que las frutas y nueces crecieran hasta alcanzar enorme tamaño. Aquí, en lo más alto de las ruinas que otrora estuvieron al nivel del mar, como la Ciudad de Tiahuanaco, el Señor Muru ordenó que se construyera el Monasterio con gigantescos bloques de piedra cortados por la energía de la fuerza lumínica primaria. Esta construcción ciclópea es igual hoy a lo que fue otrora, y sigue siendo un repositorio de la ciencia, la cultura y el conocimiento arcano de los lémures.

Los otros Maestros de Lemuria, el Continente Perdido, se dirigieron a otras partes del mundo y establecieron también Escuelas de Misterio, para que la humanidad pudiera tener en todo el tiempo que pasase en la Tierra el conocimiento secreto que había sido escondido, no perdido, sino escondido, hasta que los hijos de la Tierra hubieran progresado espiritualmente lo suficiente para estudiar de nuevo y emplear las Verdades Divinas.

La ciencia secreta de Adoma, Atlantis y otras civilizaciones mundiales muy adelantadas se puede encontrar hoy en día en las bibliotecas de dichas escuelas, porque esas civilizaciones enviaron asimismo a hombres sabios para fundar Retiros Interiores y Santuarios a todo lo largo y ancho del mundo. Dichos retiros estaban bajo la guía directa y al cuidado de la Gran Hermandad Blanca, Jerarquía de los mentores espirituales de la Tierra.

El valle del Monasterio de la Hermandad de los Siete Rayos es conocido como el Valle de la Luna Azul y está situado a buena altura al norte de los Andes, en el costado peruano del Lago Titicaca. El Señor Muru no estableció inmediatamente después de su llegada el Monasterio junto al Lago Titicaca, sino que pasó varios años viajando, estudiando y ayunando en el desierto, donde se reunió con otros hombres que habían escapado de la catástrofe. Lo acompañaba originalmente su aspecto femenino, Arama-Mara (Diosa Meru), cuando partió de Lemuria en la ahusada nave aérea. Esas no eran naves espaciales, sino que eran empleadas por la Madre Patria para el comercio entre la colonias.

La Hermandad de los Siete Rayos existía desde tiempos inmemoriales y había vivido en la Tierra en la misma época que la Raza de los Mayores, hará cosa de mil millones de años. Empero, nunca había tenido antes un monasterio donde los estudiantes de vida, altamente adelantados en la Gran Senda de la Iniciación podían reunirse en armonía espiritual para mezclar el flujo de su corriente vital. Cada estudiante cobraba existencia en uno de los Siete Grandes Rayos de Vida, tal como lo hacemos todos, y esos Rayos debían ser mezclados por cada discípulo que tejía su Rayo, como si fuera un hilo coloreado, en el tapiz que simbolizaba la Vida Espiritual del Monasterio. Por lo tanto, era llamada la Hermandad de los Siete Rayos, y se la conocía asimismo como la Hermandad de la Iluminación.

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lunes, 10 de agosto de 2020

LO SAGRADO Y LO PROFANO.

                                                                                 LO SAGRADO Y LO PROFANO.

RENE GUENON

Ya hemos explicado frecuentemente que en una civilización integralmente tradicional, toda actividad humana, cualquiera que sea, posee un carácter que se puede decir sagrado, porque, por definición misma, la tradición no deja nada fuera de ella; sus aplicaciones se extienden entonces a todas las cosas sin excepción, de suerte que no hay ninguna que pueda ser considerada como indiferente o insignificante a este respecto, y de suerte que, haga lo que haga el hombre, su participación en la tradición está asegurada de una manera constante por sus actos mismos. Desde que algunas cosas escapan al punto de vista tradicional o, lo que viene a ser lo mismo, son consideradas como profanas, ese es el signo manifiesto de que se ha producido ya una degeneración que implica un debilitamiento y como una disminución de la fuerza de la tradición; y una tal degeneración está ligada naturalmente, en la historia de la humanidad, a la marcha descendente del desenvolvimiento cíclico. Evidentemente puede haber ahí muchos grados diferentes, pero, de una manera general, se puede decir que actualmente, incluso en las civilizaciones que todavía han guardado el carácter más claramente tradicional, se hace en ellas una cierta parte más o menos grande a lo profano, como una suerte de concesión forzada a la mentalidad determinada por las condiciones mismas de la época. Eso no quiere decir sin embargo que una tradición pueda reconocer jamás el punto de vista profano como tal, ya que eso equivaldría en suma a negarse a sí misma al menos parcialmente, y según la medida de la extensión que ella le acordara; a través de todas sus adaptaciones sucesivas, una tradición no puede sino mantener siempre de derecho, cuando no de hecho, que su propio punto de vista vale realmente para todas las cosas y que su dominio de aplicación las comprende a todas igualmente.

Por lo demás, solo la civilización occidental moderna, debido a que su espíritu es esencialmente antitradicional, pretende afirmar la legitimidad de lo profano como tal y considera incluso como un "progreso" incluir ahí una parte cada vez más grande de la actividad humana, de suerte que en el límite, para el espíritu integralmente moderno, ya no hay más que lo profano, y de suerte que todos sus esfuerzos tienden en definitiva a la negación o a la exclusión de lo sagrado. Las relaciones están aquí invertidas: una civilización tradicional, incluso disminuida, no puede sino tolerar la existencia del punto de vista profano como un mal inevitable, aunque esforzándose en limitar sus consecuencias lo más posible; en la civilización moderna, al contrario, lo que ya no se tolera es lo sagrado, porque no es posible hacerlo desaparecer enteramente de un solo golpe, y a lo cual, a la espera de la realización completa de ese "ideal", se hace una parte cada vez más reducida, poniendo el mayor cuidado en aislarlo de todo lo demás por una barrera infranqueable.

El paso de una a otra de estas dos actitudes opuestas implica la persuasión de que existe, no solo un punto de vista profano, sino un dominio profano, es decir, que hay cosas que son profanas en sí mismas y por su propia naturaleza, en lugar de no ser tales, como la cosa es realmente, más que por el efecto de una cierta mentalidad. Esta afirmación de un dominio profano, que transforma indebidamente un simple estado de hecho en un estado de derecho, es pues, si puede decirse, uno de los postulados fundamentales del espíritu antitradicional, puesto que no es sino inculcando primero esta falsa concepción en la generalidad de los hombres como puede esperar llegar gradualmente a sus fines, es decir, a la desaparición de lo sagrado, o, en otros términos, a la eliminación de la tradición hasta sus últimos vestigios. No hay más que mirar alrededor de sí mismo para darse cuenta hasta qué punto el espíritu moderno ha triunfado en esta tarea que se ha asignado, ya que incluso los hombres que se estiman "religiosos", es decir, aquellos en quienes subsiste todavía más o menos conscientemente algo del espíritu tradicional, por eso no consideran menos la religión como una cosa que ocupa entre las demás un lugar completamente aparte, y por lo demás, a decir verdad, muy restringido, de tal suerte que no ejerce ninguna influencia efectiva sobre todo el resto de su existencia, donde piensan y actúan exactamente de la misma manera que los más completamente irreligiosos de sus contemporáneos. Lo más grave es que estos hombres no se comportan simplemente así porque se encuentran obligados a ello por la presión del medio en el que viven, porque hay en eso una situación de hecho que no pueden más que deplorar y a la que son incapaces de sustraerse, lo que sería todavía admisible, pues, ciertamente, no se puede exigir de nadie que tenga el coraje necesario para reaccionar abiertamente contra las tendencias dominantes de su época, lo que no carece de peligro bajo más de una relación. ¡Muy lejos de eso, estos hombres están afectados por el espíritu moderno hasta tal punto que, como todos los demás, consideran la distinción e incluso la separación de lo sagrado y de lo profano como perfectamente legítima, y que, en el estado de cosas que es el de todas las civilizaciones tradicionales y normales, no ven más que una confusión entre dos dominios diferentes, confusión que, según ellos, ha sido "rebasada" y ventajosamente disipada por el "progreso"!

Hay más todavía: una tal actitud, ya difícilmente concebible por parte de hombres, cualesquiera que sean, que se dicen y que se creen sinceramente religiosos, ya no es ni siquiera solo el hecho de los "laicos", en quienes, en rigor, podría achacarse quizás a una ignorancia que la hace también excusable hasta un cierto punto. Ahora, parece que esta misma actitud es también la de eclesiásticos cada vez más numerosos, que parecen no comprender todo lo que tiene de contrario a la tradición, y decimos a la tradición de una manera completamente general, y por consiguiente tanto a esa forma tradicional de la que son representantes como a toda otra forma tradicional; ¡y se nos ha señalado que algunos de entre ellos llegan hasta hacer a las civilizaciones orientales un reproche de que la vida social esté allí penetrada todavía de lo espiritual, viendo en eso incluso una de las principales causas de su pretendida inferioridad en relación a la civilización occidental! Por lo demás, hay lugar a destacar una extraña contradicción: los eclesiásticos más alcanzados por las tendencias modernas se muestran generalmente mucho más preocupados de la acción social que de la doctrina; pero, puesto que aceptan y aprueban incluso la "laicización" de la sociedad, ¿por qué intervienen ellos mismos en ese dominio? Eso no puede ser, como sería legítimo y deseable, para intentar reintroducir en él un poco de espíritu tradicional, puesto que piensan que éste debe permanecer completamente ajeno a las actividades de ese orden; esta intervención es pues completamente incomprensible, a menos de admitir que hay en su mentalidad algo profundamente ilógico, lo que, por lo demás, es incontestablemente el caso de muchos de nuestros contemporáneos. Sea como fuere, en eso hay un síntoma de los más inquietantes: cuando representantes auténticos de una tradición han llegado al punto en que su manera de pensar no difiere sensiblemente de la de sus adversarios, uno puede preguntarse qué grado de vitalidad tiene todavía esa tradición en su estado actual; y, puesto que la tradición de que se trata es la del mundo occidental, en estas condiciones, ¿qué posibilidades de enderezamiento pueden quedar todavía para éste, al menos en tanto que uno se atenga al dominio exotérico y que no se considere ningún otro orden de posibilidades?

RENE GUENON

R:.L:.S:. Genesis de America N.01 New York


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R:.L:.S:. Genesis de America N.01 
Rito Escoces .

Oriente de los Estados Unidos de Norteamerica - New York .

Soberano Santuario Memphis Misraim para los Estados Unidos de Norteamerica .

G:.M:. Victor Salazar Soto  99

victorsalazar144@yahoo.com

Las Logias de San Juan


Jano | Wiki Mitología | Fandom

Las Logias de San Juan

Publicado por Templarcrux
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Los dos San Juan (invierno y verano) representan los dos solsticios en la tradición cristiana. En las corporaciones de artesanos o collegia fabrorum de la antigüedad romana, estas dos fiestas solsticiales, se celebraban en honor de su patrón, el dios Janus, el «Señor de las dos vías», en relación con las puertas solsticiales (pitr-yana y deva-yana) y con el ciclo zodiacal.

La Logia de San Juan es una imagen del Cosmos, cuyos límites están representados por los dos solsticios (literalmente, puntos de detención del Sol), figurados por los San Juan. San Juan Evangelista, el de invierno, da comienzo al ciclo ascendente solar del año, es el «Juan que ríe» en la expresión popular, mientras que San Juan Bautista es el «Juan que llora», el penitente, e inicia el ciclo descendiente. Este doble significado se expresa también en la etimología hebrea del nombre Juan (Yahanán) que puede significar ‘misericordia de Dios’ (descendente) y ‘alabanza a Dios’ (ascendente).

El Bautista cierra la antigua Ley y anuncia la Revelación cristiana. El Evangelista cierra la revelación evangélica y anuncia el Apocalipsis, la segunda venida de Cristo.

San Juan Bautista se encuentra en estrecha relación con la búsqueda de la Palabra Perdida. Su padre, Zacarías, queda mudo al no creer el nacimiento de un hijo, anunciado por Gabriel (Lucas I, 20). Pero Zacar, raíz con el significado de purificar, limpiar; también da lugar al significado de la idea de jaculatoria; es el equivalente hebreo del árabe Dhikr, ambos con el significado de recuerdo, reminiscencia, invocación; e Iah es un Nombre Divino, abreviación del Tetragrama, con lo que tenemos que, literalmente, Zacarías se traduce por «invocación, rememoración Iah». Al nacer el niño y escribir en la pizarra «Juan es su nombre», recupero el habla y «bendecía a Dios» (Lucas I, 63-64). Bajo este prisma, Juan Bautista es el que hace recobrar la Palabra Perdida.

En el símbolo del círculo con un punto en el centro y dos tangentes verticales, éstas representan a los dos San Juan, marcando los puntos tangenciales el eje solsticial, aquí situado horizontalmente aunque es vertical con respecto al equinoccial, por la asociación de las tangentes con las dos columnas del Templo. Cabe mencionar la existencia de unas logias especiales que existían en la antigua Masonería operativa, logias Jakin, en las que se iniciaban a los eclesiásticos para que pudieran cumplir su función de «capellán» en las logias ordinarias; este masón capellán era conocido como Brother Jakin.

El culto profesado a San Juan en la Masonería (Logia de San Juan) es un indicio de su finalidad como detentadora del «depósito» esotérico cristiano. San Juan fue constituido en el Calvario «hijo de la Virgen» y se convirtió así en su guardián (Juan, XIX, 26-27); pues dadas las afinidades de María con la presencia divina (Shekinah), Juan se convirtió entonces en el prototipo de todos los «guardianes de la Tierra Santa», custos Virginis. María tuvo así tres «guardianes»: José, Jesús, Juan. Hay que señalar que José es el patrón de los carpinteros –constructores de madera- y Juan el de los masones –constructores en piedra-. Por otra parte, los nombres de los tres «guardianes» comienzan por una yod, primera letra del tetragramma; y se sabe que las tres S que figuran en el «Delta» del grado de «Caballero del Sol» son en realidad tres yod deformadas. Grado bastante practicado en otro tiempo: el de «Escocés de las tres JJJ».

Existen cinco textos en el nuevo testamento en los que se pone a Juan en relación directa con el príncipe de los apóstoles, San Pedro:

1) Juan, XIII, 21-28.- El Señor, mediante la comunicación de un «signo manual», permite al discípulo preferido reconocer al «hijo de perdición», para que después informe a Pedro. Si recordamos que Pedro representa al exoterismo, Juan al esoterismo y Judas a la contrainiciación, se ve que el exoterismo tiene necesidad del esoterismo para descubrir los engaños de la contra-iniciación.

2) Juan, XVIII, 15-25.- Tras el arresto de Jesús, sólo Pedro y Juan siguen de lejos al cortejo que conduce al prisionero. Juan, entra en el patio del palacio y permite también entrar a Pedro. Es en este patio donde se dan las tres negaciones de Pedro, y del cual saldrá para «llorar amargamente» al cruzar su mirada con la de Cristo y oír cantar el gallo. Esta renuncia impedirá a Pedro ser testigo del don incomparable hecho por Jesús al discípulo bienamado.

3) Juan, XX, 1-9.- Avisados por María Magdalena de la resurrección del Señor, Pedro y Juan parten corriendo al sepulcro. Juan llega el primero, pero espera a que llegue Pedro y entra en el sepulcro tras él para realizar la constatación de la resurrección. Se subraya pues la primacía de Pedro sobre Juan.

4) Juan, XXI, 15-24.- Después de ser confirmado por Cristo como Pastor del rebaño, Pedro ve a Juan dirigirse hacia ellos; preguntándose lo que el maestro ha podido reservar a su discípulo bienamado, interrogará al Cristo, que entonces le da la célebre respuesta: «¿Si yo quiero que él permanezca hasta que yo vuelva, qué te importa?». Este cuarto episodio recuerda que la autoridad de Pedro se detiene allí donde comienza la de Juan.

5) Hechos de los apóstoles, III, 1-10.- Pedro y Juan suben al Templo para rezar, y Pedro cura a la puerta a un cojo que pedía limosna. En este episodio Pedro actúa sólo para curar al desgraciado que sufre del «signo de la letra B», figurando Juan en esta historia nada más que por su presencia.

La reputación de universalismo del Evangelio de San Juan es de la más alta antigüedad. San Agustín escuchó decir varias veces a San Simplicio (sucesor de San Ambrosio) que un platónico contemporáneo declaraba que el comienzo de este Evangelio debería ser escrito en letras de oro en todos los lugares de reunión con el fin de poder ser leído por todos, cristianos o no.