LO SAGRADO Y LO PROFANO.
RENE GUENON
Ya hemos explicado frecuentemente que en una civilización integralmente tradicional, toda actividad humana, cualquiera que sea, posee un carácter que se puede decir sagrado, porque, por definición misma, la tradición no deja nada fuera de ella; sus aplicaciones se extienden entonces a todas las cosas sin excepción, de suerte que no hay ninguna que pueda ser considerada como indiferente o insignificante a este respecto, y de suerte que, haga lo que haga el hombre, su participación en la tradición está asegurada de una manera constante por sus actos mismos. Desde que algunas cosas escapan al punto de vista tradicional o, lo que viene a ser lo mismo, son consideradas como profanas, ese es el signo manifiesto de que se ha producido ya una degeneración que implica un debilitamiento y como una disminución de la fuerza de la tradición; y una tal degeneración está ligada naturalmente, en la historia de la humanidad, a la marcha descendente del desenvolvimiento cíclico. Evidentemente puede haber ahí muchos grados diferentes, pero, de una manera general, se puede decir que actualmente, incluso en las civilizaciones que todavía han guardado el carácter más claramente tradicional, se hace en ellas una cierta parte más o menos grande a lo profano, como una suerte de concesión forzada a la mentalidad determinada por las condiciones mismas de la época. Eso no quiere decir sin embargo que una tradición pueda reconocer jamás el punto de vista profano como tal, ya que eso equivaldría en suma a negarse a sí misma al menos parcialmente, y según la medida de la extensión que ella le acordara; a través de todas sus adaptaciones sucesivas, una tradición no puede sino mantener siempre de derecho, cuando no de hecho, que su propio punto de vista vale realmente para todas las cosas y que su dominio de aplicación las comprende a todas igualmente.
Por lo demás, solo la civilización occidental moderna, debido a que su espíritu es esencialmente antitradicional, pretende afirmar la legitimidad de lo profano como tal y considera incluso como un "progreso" incluir ahí una parte cada vez más grande de la actividad humana, de suerte que en el límite, para el espíritu integralmente moderno, ya no hay más que lo profano, y de suerte que todos sus esfuerzos tienden en definitiva a la negación o a la exclusión de lo sagrado. Las relaciones están aquí invertidas: una civilización tradicional, incluso disminuida, no puede sino tolerar la existencia del punto de vista profano como un mal inevitable, aunque esforzándose en limitar sus consecuencias lo más posible; en la civilización moderna, al contrario, lo que ya no se tolera es lo sagrado, porque no es posible hacerlo desaparecer enteramente de un solo golpe, y a lo cual, a la espera de la realización completa de ese "ideal", se hace una parte cada vez más reducida, poniendo el mayor cuidado en aislarlo de todo lo demás por una barrera infranqueable.
El paso de una a otra de estas dos actitudes opuestas implica la persuasión de que existe, no solo un punto de vista profano, sino un dominio profano, es decir, que hay cosas que son profanas en sí mismas y por su propia naturaleza, en lugar de no ser tales, como la cosa es realmente, más que por el efecto de una cierta mentalidad. Esta afirmación de un dominio profano, que transforma indebidamente un simple estado de hecho en un estado de derecho, es pues, si puede decirse, uno de los postulados fundamentales del espíritu antitradicional, puesto que no es sino inculcando primero esta falsa concepción en la generalidad de los hombres como puede esperar llegar gradualmente a sus fines, es decir, a la desaparición de lo sagrado, o, en otros términos, a la eliminación de la tradición hasta sus últimos vestigios. No hay más que mirar alrededor de sí mismo para darse cuenta hasta qué punto el espíritu moderno ha triunfado en esta tarea que se ha asignado, ya que incluso los hombres que se estiman "religiosos", es decir, aquellos en quienes subsiste todavía más o menos conscientemente algo del espíritu tradicional, por eso no consideran menos la religión como una cosa que ocupa entre las demás un lugar completamente aparte, y por lo demás, a decir verdad, muy restringido, de tal suerte que no ejerce ninguna influencia efectiva sobre todo el resto de su existencia, donde piensan y actúan exactamente de la misma manera que los más completamente irreligiosos de sus contemporáneos. Lo más grave es que estos hombres no se comportan simplemente así porque se encuentran obligados a ello por la presión del medio en el que viven, porque hay en eso una situación de hecho que no pueden más que deplorar y a la que son incapaces de sustraerse, lo que sería todavía admisible, pues, ciertamente, no se puede exigir de nadie que tenga el coraje necesario para reaccionar abiertamente contra las tendencias dominantes de su época, lo que no carece de peligro bajo más de una relación. ¡Muy lejos de eso, estos hombres están afectados por el espíritu moderno hasta tal punto que, como todos los demás, consideran la distinción e incluso la separación de lo sagrado y de lo profano como perfectamente legítima, y que, en el estado de cosas que es el de todas las civilizaciones tradicionales y normales, no ven más que una confusión entre dos dominios diferentes, confusión que, según ellos, ha sido "rebasada" y ventajosamente disipada por el "progreso"!
Hay más todavía: una tal actitud, ya difícilmente concebible por parte de hombres, cualesquiera que sean, que se dicen y que se creen sinceramente religiosos, ya no es ni siquiera solo el hecho de los "laicos", en quienes, en rigor, podría achacarse quizás a una ignorancia que la hace también excusable hasta un cierto punto. Ahora, parece que esta misma actitud es también la de eclesiásticos cada vez más numerosos, que parecen no comprender todo lo que tiene de contrario a la tradición, y decimos a la tradición de una manera completamente general, y por consiguiente tanto a esa forma tradicional de la que son representantes como a toda otra forma tradicional; ¡y se nos ha señalado que algunos de entre ellos llegan hasta hacer a las civilizaciones orientales un reproche de que la vida social esté allí penetrada todavía de lo espiritual, viendo en eso incluso una de las principales causas de su pretendida inferioridad en relación a la civilización occidental! Por lo demás, hay lugar a destacar una extraña contradicción: los eclesiásticos más alcanzados por las tendencias modernas se muestran generalmente mucho más preocupados de la acción social que de la doctrina; pero, puesto que aceptan y aprueban incluso la "laicización" de la sociedad, ¿por qué intervienen ellos mismos en ese dominio? Eso no puede ser, como sería legítimo y deseable, para intentar reintroducir en él un poco de espíritu tradicional, puesto que piensan que éste debe permanecer completamente ajeno a las actividades de ese orden; esta intervención es pues completamente incomprensible, a menos de admitir que hay en su mentalidad algo profundamente ilógico, lo que, por lo demás, es incontestablemente el caso de muchos de nuestros contemporáneos. Sea como fuere, en eso hay un síntoma de los más inquietantes: cuando representantes auténticos de una tradición han llegado al punto en que su manera de pensar no difiere sensiblemente de la de sus adversarios, uno puede preguntarse qué grado de vitalidad tiene todavía esa tradición en su estado actual; y, puesto que la tradición de que se trata es la del mundo occidental, en estas condiciones, ¿qué posibilidades de enderezamiento pueden quedar todavía para éste, al menos en tanto que uno se atenga al dominio exotérico y que no se considere ningún otro orden de posibilidades?
RENE GUENON
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