viernes, 24 de septiembre de 2010
Masonería Medieval. Contexto Histórico
Masonería Medieval. Contexto Histórico
Como el caracol que guarda el misterioso sonido de un mar pretérito, las piedras de las viejas abadías benedictinas y de las inmensas catedrales erigidas en el centro mismo de la ciudad medieval, conservan la marca de estos hombres y el eco de sus mazos y cinceles, testigos de una nueva cultura que ellos mismos ayudaron a gestar edificando Templos a la Virtud.
El nacimiento de las guildas
Hacia los siglos XI y XII, las tensiones acumuladas en el seno de Europa durante el primer milenio del cristianismo se encaminaban a su destino y, en ese desarrollo incipiente de las bases de una nueva conciencia y una nueva sociedad, comenzaban a tomar forma algunas estructuras que podemos considerar antecesoras directas de la Masonería Operativa. Aparecen las primeras asociaciones de hombres dedicados al oficio de construir, ligados en un primer momento a las órdenes monásticas, principalmente las de Cluny y el Cister. Pero también es el momento de la aparición de los primeros antecedentes de las corporaciones gremiales de la Baja Edad Media y el renacimiento de la cultura urbana. Las ciudades comienzan a resurgir de un largo y oscuro letargo.
En esos años se invierte en Europa el flujo de las invasiones. Son los años en que Guillermo el Conquistador unifica la política normanda a ambos lados del Canal de la Mancha, en que su primo Roberto Guiscardo navega hasta Sicilia y que Bohemundo, duque de Pulla y Calabria hace flamear el estandarte de Tarento en las torres de Antioquía. El comercio se expande por el Mediterráneo a través de las flotas de Venecia, Pisa y Génova, que logran franquicias y bases en los nuevos estados cristianos de Siria. Se insinúa una nueva cultura agraria y un incipiente desarrollo de las potencias productivas, que van a generar un flujo inédito de divisas hacia los grandes conglomerados urbanos. Los monasterios son centros de enorme irradiación espiritual e intelectual y aparece un arte que se expande casi simultáneamente en una vasta geografía: el Románico. Los mismos años en que el encendido Bernardo de Claraval llama a los barones de Occidente a dar la vida por la Cruz y en que su sobrino Hugo de Payens le pide una regla para la Orden de los Pobres Caballeros de Cristo del Templo de Jerusalén que acaba de fundar junto a otros ocho caballeros cruzados.
Y son también los años en que el obispo Suger, abad de Saint-Denis, en cuya cripta descansan todos los reyes de Francia, pone los cimientos de un nuevo arte al que ha quedado atada definitivamente la francmasonería: El Gótico.
Aun considerando a priori que no podemos ir más allá de un esbozo, ¿Cómo podemos comprender a la Masonería sino en el contexto de todos estos hechos y muchos otros? ¿Cómo separar a la conformación de las corporaciones y los gremios de oficios de los nuevos factores económicos que surgen de estas nuevas condiciones? ¿Cómo disociar las nuevas fuerzas productivas que surgen en el continente del renovado impulso que implica la construcción casi simultanea de centenares de obras inmensas que aún hoy nos conmueven?
Luego de un largo proceso que algunos se empeñan en denominar oscuro, pero en el que se ha gestado una nueva Europa, comienzan a emerger nuevas potencias. Al principio sólo unas pocas islas en las que el conocimiento ha permanecido a resguardo, tras los muros de las antiguas abadías que conservan unos cuantos textos preservados y alguna reliquia de sus fundadores. Apenas algunos pequeños grupos de teólogos en las cortes de algún rey guerrero de renombre. Sin embargo, “...al menos, estos centros de estudio, estas bibliotecas, estos tesoros cuyos más hermosos camafeos llevaban el perfil de Trajano o de Tiberio, aseguraron, a través de una cadena ininterrumpida de renacimientos ingenuos y fervientes la permanencia de una cierta idea del hombre: la estética de Suger, la ciencia de Santo Tomás de Aquino, el florecimiento gótico y la voluntad de liberación que este llevaba consigo, tienen sus raíces en aquellos islotes de cultura perdidos en medio de la rusticidad, de la brutalidad del año mil...”
Para comprender todas estas fuerzas se hace necesario analizar algunos puntos en particular:
1.- En primer lugar resulta preciso entender los sentimientos que anidaban en la humanidad que se enfrentaba y se estremecía con la llegada del segundo milenio de la cristiandad. La fecha 1033, año en el que se cumplían 1000 años de la pasión de Jesús, ha quedado grabada por la pluma de muchos hombres que nos permiten una observación privilegiada sobre la Europa del siglo XI.
2.- La segunda cuestión es la aparición repentina de un arte nuevo. El arte y la arquitectura del siglo XI representan un desafío a los historiadores y una clave para los masones, puesto que es un arte en el cual se reconoce un “proceder iniciático” como ha sido admitido por grandes medievalistas. La expansión del románico, las artes figurativas que complementan esta nueva visión de la arquitectura y aun la música y la liturgia establecen una nueva forma de comunicar y educar. La cuestión de la expansión del románico y la irrupción posterior del gótico no son procesos espontáneos, sino que se inscriben en una nueva “pedagogía”. Y para que una cosa así ocurra debe haber existido necesariamente un plan, puesto que resulta evidente que se trata de un arte concebido “...para la instrucción de las masas...expresado en un lenguaje accesible a todos...”
3.- Para que este resurgimiento del arte y la arquitectura haya sido posible y a su vez se haya concebido en términos de un plan a desarrollar sobre una geografía tan vasta, deben necesariamente haber existido condiciones económicas que modificaron la realidad social, su composición, las fuerzas productivas que en ella actuaban y los recursos materiales y humanos para llevarlo a cabo. En este esquema, la figura del masón adquiere su realidad histórica, puesto que construye en base a un proyecto pedagógico. En ese proyecto, el masón primero, la logia luego, y finalmente la Masonería, comienzan por ser una herramienta hasta convertirse, con el tiempo, en una fuerza consciente de esta nueva pedagogía, poseedora de un conocimiento que, como el arte que inspira, es iniciático. Los factores económicos establecerán nuevos tipos de asociación entre artesanos y trabajadores de oficios. Finalmente, la agrupación de individuos inspirados por los mismos símbolos, exaltados por los mismos arquetipos en su imaginación y abocados a una tarea en la que se hacen necesarias vías de transmisión de información y conocimiento, les impone constituir un mecanismo asociativo particular: La Logia.
4.- El cuarto punto que no es posible desconocer es que en esa sociedad, en la que las estructuras feudales alcanzan su apogeo, surge también una nueva moral atada al ideal caballeresco, que no sólo no está en contradicción con esta gran expansión artística espiritual y económica sino que es también su consecuencia. La caballería comienza por ser un componente militar pero deriva rápidamente en una nueva elite de individuos que han redescubierto el mito de héroe y se lanzan a su aventura personal con un código moral nuevo. La necesidad de combinar las artes caballerescas y la vocación espiritual heredada del amor a la vida monástica da como resultado a las ordenes militares, cuya influencia en la francmasonería ha sido lo suficientemente tratada en los últimos años por importantes medievalistas.
Conviene comenzar con una visión general del siglo XI, y nada mejor para ello que las palabras del monje Raúl Glaber, citadas en infinidad de ensayos y tratados, pero que reflejan con enorme fuerza testimonial el espíritu de aquellos años: “...Al acercarse el tercer año que seguía al año 1000, se vio en casi toda la tierra, pero especialmente en Italia y en la Galia, reedificar los edificios de las iglesias; aunque la gran mayoría bastante bien construidas, no lo necesitaban en absoluto. Una auténtica emulación impulsaba a cada comunidad cristiana a tener una iglesia más suntuosa que la de sus vecinos. Se hubiera dicho que el mundo se sacudía para despojarse de su vetustez y se revestía por todas partes de un manto blanco de iglesias. Entonces casi todas las iglesias de las sedes episcopales, las de los monasterios consagradas a cualquier santo e incluso las pequeñas capillas de las aldeas fueron reconstruidas por los fieles con gran belleza...” Otros testimonios lo corroboran, como el del obispo Thietmar de Merseburg: “...habiendo llegado a los mil años de la concepción del Cristo Salvador por la Virgen sin pecado, se vio brillar en el mundo una mañana radiante...”
No hay dudas de que se trata de un amanecer para unos pocos, y que sólo la cúspide de la pirámide feudal, sólo un pequeño grupo de hombres alrededor del señor o del obispo puede percibir los efectos de este cambio. Pero paulatinamente Europa va dejando atrás los difíciles años de las grandes hambrunas, la miseria y la angustia. Jacque Heers define así aquel momento: “...en estos años se confirmó un amplio movimiento, desigual y más o menos precoz, que afectó a todos los países de Occidente y les confirió un nuevo equilibrio económico y humano a cambio de encarnizados esfuerzos llevados a cabo durante siglos. No hay dudas de que este florecimiento de Europa estuvo provocado por un fuerte crecimiento demográfico que hizo necesaria la búsqueda de nuevas tierras y nuevas actividades...” Las causas de este empuje demográfico son diversas.
Muchos autores coinciden en que el esfuerzo continuo por mejorar las técnicas de producción agraria comienza a dar resultados positivos hacia fines del siglo X, principalmente dentro de las vastas porciones de tierra bajo el dominio monástico. Estos avances aceleran la actividad de desmonte y modifican paulatinamente la dieta alimentaria lo que permitirá, con el tiempo, pasar de una economía de supervivencia a una que asegura, siempre dentro de ciertas limitaciones, comer todo el año. Sin embargo, y hasta bastante entrado el siglo XI se producen todavía graves crisis de subsistencia entre las que cabe mencionar la grave hambruna del año 1033. Entre las consecuencias de esta presión demográfica se debe incluir la expansión militar, política y religiosa de Occidente. Las cruzadas son una de esas consecuencias, pero también lo son los hechos de armas que intentan recuperar en España los territorios bajo dominio islámico y las invasiones alemanas a los territorios eslavos de Europa oriental.
Pero, a más largo plazo, dice Heers, “...las transformaciones sustanciales sufridas por la economía occidental constituyeron un factor mucho más decisivo...” : Desarrollo del Comercio Internacional; Ocupación de las ciudades y surgimiento de la sociedad urbana; Crecimiento de la cantidad de mano de obra y orígenes de la vida industrial. A lo que debe agregarse el ya mencionado avance de la economía agraria.
En este contexto, algunos autores preferirán encontrar en medio de estas transformaciones económicas las causas de la aparición de los gremios medievales ,otros indicarán sus orígenes en las asociaciones religiosas constituidas en torno a los grandes monasterios o como consecuencia e imitación de las corporaciones mercantiles surgidas en las grandes ciudades mediterráneas. Lo cierto es que, hacia fines del siglo XI, aparecen las cofradías (fraternitates – caritates), los gremios de oficios y -entre ellos- las guildas de constructores que se extienden con rapidez vertiginosa.
En pocos años aparecen en ciudades tales como Maguncia, Worms, Wurtzbourg, Rouen, Colonia. Hacia fines del siglo XI ya están establecidas en Inglaterra - bajo la denominación de “craftgilds”- en Oxford, Huntington, Winchester, Londres, Lincoln y en infinidad de pequeñas villas, al igual que en el resto del continente. Europa está a punto de concebir a la masonería operativa.
Podrán o no coincidir los autores con relación a los orígenes pretéritos de la Orden, pero todos coinciden en cuanto a su vínculo con los gremios y las “guildas de constructores” medievales.
Probablemente deberíamos establecer en primer término a qué nos referimos por “guildas de constructores”. ¿Hacemos mención a los Arquitectos? ¿A los Canteros? ¿A los tallistas de piedra franca (mármol)? Todos estos oficios intervenían en la construcción, y también los carpinteros, los herreros, los talabarteros... los vidrieros etc. Por lo tanto, podríamos adoptar el criterio de referirnos a los gremios en un sentido más genérico que el de “albañil”. Si la Logia era una especie de fábrica en la cual, no sólo se planificaba sino que también se dirigía y, fundamentalmente, se garantizaba la continuidad de una obra cuya ejecución demandaría años y hasta “generaciones” enteras de artesanos y trabajadores, es lógico incluir -entre sus múltiples actividades- la coordinación de obreros y oficiales especializados en los más diversos oficios.
Existen numerosos estudios en torno al origen de las corporaciones de arquitectos y de los gremios de artesanos en general; es así como -en líneas generales- aún en este siglo muchas investigaciones han seguido el camino de los eruditos de principios del siglo XIX, en cuanto a considerarlos una continuación de los “collegia fabrorum” de la antigua Roma. Muchos de estos trabajos han resultado un aporte importante al estudio de la economía en la Edad Media y vale la pena hacer algunas menciones. Henri Pirenne, en su tratado clásico sobre economía medieval dice que, pese a que se supuso por mucho tiempo que los collegia habían sobrevivido a las invasiones germánicas, “... ninguna prueba se ha podido aducir a favor de tal supervivencia al norte de los Alpes, y lo que se sabe de la absoluta desaparición de la vida municipal a partir del siglo IX nos permite admitirlo” Para el sabio belga, sólo en las regiones de Italia que permanecieron durante la Edad Media bajo la administración bizantina pudo haberse conservado alguna forma de organización heredada de los collegia, “... pero este fenómeno es demasiado local y de importancia demasiado mínima para que de él se derive una Institución tan general como la de los gremios...”
Las opiniones son absolutamente divergentes aun entre los autores de las obras más importantes relacionadas con este tema. Algunos estudiosos, como P. S. Leicht, que ha escrito numerosos trabajos al respecto pero en particular “Corporazioni romane e arti medievale” sostienen -al igual que Pirenne- que la influencia de los collegia se reduce al territorio italiano y prefiere ver el origen de las corporaciones gremiales en algunas formas de asociación desarrolladas en Renania y en el norte de Francia por la política de los carolingios. En cambio, en la misma época, otro italiano, M. G. Monti, rechazaba cualquier posibilidad acerca de alguna supervivencia de los colegios romanos y negaba tal origen para las corporaciones medievales aun en Italia.
Del mismo modo, algunos estudiosos de la economía medieval han creído ver su origen en el derecho señorial, denominado “hofrecht”. Según esta idea, las asociaciones de artesanos se habrían desarrollado dentro de los grandes señoríos y dominios surgidos desde la época carolingia y posteriormente. Los artesanos, organizados dentro de cada latifundio por el señor, actuaban, según esta visión, bajo la vigilancia de jefes que regían el comportamiento de cada oficio, así como su producción y el producido de la misma. Se trata en definitiva de siervos especializados en un oficio cuya actividad está reglada por el señor al que pertenecen. Se ha tratado en vano de establecer el punto en el cual estas asociaciones de oficios recibieron autorización para abrir su actividad más allá de los límites del señorío o, simplemente, para trabajar para el público. Esta línea de razonamiento sostiene que esto sucedió en algún momento del siglo XI y que, entonces, algunos hombres libres ingresaron en estas cofradías que, con el tiempo, pasaron de asociaciones serviles a ser gremios autónomos.
Los criterios que actualmente prevalecen en cuanto a la formación de los gremios se inclinan a la libre asociación. El crecimiento de las ciudades y villas que se registra a partir del siglo XI, provoca un auge hasta entonces desconocido en torno a los oficios que tiene relación directa con un proceso industrial incipiente. El crecimiento de individuos participantes de una misma actividad industrial o artesanal impone la necesidad de asociación por múltiples motivos: la defensa común, la asistencia mutua, la caridad entre los miembros que la componen, la defensa frente a la competencia, la regulación de la actividad etc. Es probable que se hayan tomado como antecedentes a las asociaciones mercantiles, ya ampliamente difundidas en la Europa mediterránea y también a las de carácter religioso surgidas en torno a los monasterios y los grandes latifundios cistercienses.
El segundo factor que interviene en este criterio es el del poder público. Muchos autores -entre ellos el ya mencionado Henri Pirenne- creen que “...Por más importante que haya sido la asociación, no bastó, sin embargo, para provocar la constitución de los gremios. Es preciso conceder un amplio lugar , fuera de ella, al papel que en esta formación desempeñaron el o los poderes públicos...” Esta apreciación se basa en el hecho de considerar la supervivencia, durante la Edad Media, de cierto poder de policía por parte del Estado -léase aquí por Estado a cualquier poder público sea este real, municipal u episcopal- en cuanto al monopolio de las pesas y medidas y las estructuras de comercialización de bienes y mercancías. Avanzado el siglo XII, estas asociaciones gremiales caerán irremediablemente bajo el control comunal y serán finalmente legisladas en las primeras constituciones urbanas. De esta época provienen la mayoría de los documentos que se consideran antecedentes directos de las “Constituciones” masónicas modernas. Como hemos visto en anteriores trabajos, muchos de estos documentos son de neta inspiración en las Constituciones de sesgo cluniacense.
Imaginemos por unos momentos la vida de estas asociaciones. Imaginemos unos instantes estas potencias que comenzaban a despertarse en una Europa que poco a poco veía poblar nuevamente sus ciudades... “tapizada por un blanco manto de iglesias”, salpicada de un sinnúmero de enormes obras que se comienzan a construir casi simultáneamente y que van a movilizar en los años sucesivos una inmensa cantidad de toneladas de piedra. Una sociedad en la que grupos de hombres, diestros en distintos artes y oficios, bajo protección comunal o episcopal, comienzan a establecer vínculos profesionales en una época en donde surgen los grandes pensadores del medioevo.
Desde una visión netamente económica, los gremios y corporaciones medievales son grupos absolutamente privilegiados. El poder público no solo les otorga la exclusividad del oficio que ejercen sino que se la garantiza y protege. A cambio, las corporaciones pagan una franquicia. Sin embargo, al menos en el siglo XI y gran parte del XII los gremios están aun muy lejos de la autonomía. Sus estatutos y reglas son dictadas por el poder municipal, carecen de libertad para administrarse y no tienen injerencia más allá de las “cuestiones del arte”; pero ya existe una estructura básicamente constituida por maestros, compañeros (oficiales asalariados) y aprendices.
Escuchemos como describe un economista -Pirenne, nuevamente- a esta estructura: “...Los miembros de toda corporación se reparten en categorías subordinadas entre ellas: los maestros, los aprendices y los compañeros. Los maestros constituyen la clase dominante de la que dependen las otras dos. Son pequeños jefes de talleres, propietarios de la materia prima y de los utensilios. El producto fabricado les pertenece, por consiguiente, y todas las ganancias de su venta se quedan en sus manos. A su lado los aprendices se inician en el oficio bajo su dirección, puesto que nadie puede ser admitido en el ejercicio de la profesión sin garantía de aptitud. Los compañeros, en fin, son los trabajadores asalariados que terminaron su aprendizaje, pero que no se han podido elevar aún a la categoría de maestros... El número de estos es limitado, ya que es limitado a las exigencias del mercado local, y la adquisición de la maestría se halla sometida a ciertas condiciones (pago de derechos, nacimiento legítimo, afiliación a la burguesía) que hacen dicha adquisición bastante difícil...”
Es una descripción familiar para cualquier masón. Sin embargo, en realidad, está haciendo referencia a gremios de carácter “local”, establecidos en villas y ciudades, sin “movilidad”. Sus privilegios están limitados al área sobre la cual gobierna la comuna o el obispo que los protege.
Las guildas de constructores contaron necesariamente con privilegios adicionales, privilegios que a su vez les permitieron una libertad difícilmente accesible para los hombres del siglo XI, una libertad que, como era de esperar, formó hombres diferentes. La necesidad de contar con estas verdaderas superestructuras industriales itinerantes, capaces de desplazar maestros de oficio, artesanos, obreros y personal de todo tipo, capaces a su vez de mover grandes volúmenes de materias primas y erigir, simultáneamente, las más grandes obras que jamás haya construido el occidente, partió de un arte nuevo. El arte románico.
Su aparición, a mediados del siglo XI, es de gran importancia para comprender el desarrollo ulterior de las grandes corporaciones que construyeron las grandes catedrales. En efecto, la arquitectura que surge del arte románico, ofrece un testimonio extraordinario de la aceleración histórica que, a mediados de este siglo une a los progresos materiales las transformaciones sociales y las mutaciones espirituales. Jacques Le Goff, afirma, basándose en los trabajos sobre el humanismo románico llevados a cabo por Pierre Francastel, “ la existencia de una ruptura profunda en el ideal estético hacia los alrededores del año 1050. Esto permite fijar un punto de partida para el estilo románico y acentúa la importancia histórica de una fecha ya considerada como particularmente notable...” y continúa: “...Pierre Francastel descubre de este modo a mediados del siglo XI “una voluntad nueva de coordinación con relación a la bóveda de las diferentes partes del edificio cristiano”. No se podría simbolizar mejor el esfuerzo de síntesis que, en todos los ámbitos, va a inspirar la expansión del mundo occidental...”
Lo que describe Francastel es una profunda renovación artística que tiene lugar y es consecuencia de un profundo renacimiento espiritual, cuya expresión más acabada son las grandes abadías románicas. Y esta renovación no está limitada a un nuevo concepto arquitectónico sino al arte que lo expresa: “...Sus muros y sus bóvedas de piedra tallada, las extraordinarias decoraciones de sus tímpanos y capiteles esculpidos, o en sus frescos naturales que en muchos casos sólo han sido descubiertos a partir de principios de este siglo...”
Se lo denomina arte románico en la medida en que deriva directamente del arte romano y se inspira en el estilo de las Basílicas y de las ciudades latinas. Por otra parte, y tal como lo afirma Heers “...era netamente distinto a las expresiones artísticas propias de los reinos bárbaros de la alta edad media y del arte cristiano oriental..” Preocupados por aliviar las paredes y contrarrestar el empuje de las bóvedas, los arquitectos que desarrollan el románico centran sus esfuerzos en desarrollar la columna y el arco, inventan el triforio y toman de los bizantinos la bóveda de pechinas. Los enormes muros descansan en contrafuertes sólidos. Las naves se estrechan modificándose la planta de la basílica romana tomando la forma de cruz.
Algunos autores sostienen que el gran arte románico solo se impone primeramente en los países del mediodía. Sus características no son en principio uniformes y varían de una región a otra. Heers, Le Goff, Duby y muchos otros medievalistas coinciden en que sus orígenes son muy complejos. Pero básicamente podemos convenir en que han existido dos antecedentes fundamentales del arte románico: Un arte románico primitivo heredado de la arquitectura carolingia y un arte románico primitivo meridional en el que las artes decorativas, las tallas, los frescos y el mobiliario, son mucho más destacados.
Después del año 1050, estas tradiciones e innovaciones artísticas y arquitectónicas triunfaron y se difundieron en toda Europa. Constituyeron un arte original que alcanzó su apogeo en las grandes abadías benedictinas, especialmente las de la Orden de Cluny. Fue en esta misma época en donde comienzan a aparecer registros concretos de una gran cantidad de guildas y gremios, concretamente vinculados a la construcción de estas grandes Iglesias Abaciales, desplazándose por los caminos de las grandes peregrinaciones, difundiendo el nuevo arte, y con él, el complejo simbolismo que desarrolla el románico. Es el punto en que las grandes abadías matrices alcanzan la cúspide de su prestigio.
Actualmente existe cierta opinión generalizada de que los maestros albañiles de Milán y Como –conocidos como “Magistri Comacini”- tuvieron activa participación en una nueva forma de construcción difundida en Lombardía desde el año 1000 y que se inscribe en un arte románico primitivo meridional del cual se han ocupado in extenso autores como L. Grodecki. Su influencia llegó al litoral mediterráneo de Francia y Catalunia y por los valles del Ródano y el Saona hasta Borgoña y los valles alpinos.
Los hombres que se desplazaban siguiendo las rutas de la expansión artística del románico, sumaron un privilegio adicional a la ya privilegiada condición de su oficio: Eran hombres liberados de los límites del señorío; estaban más allá del poder territorial del feudalismo -que arribaba por entonces a su cúspide- y contaban con una herramienta que muy pocos hombres de la época disponían: el ver al mundo más allá del lugar de nacimiento. Algunos registros conservados en los archivos de la catedral de Santiago de Compostela, en la iglesia real de San Juan Bautista de León y en la catedral de Jaca, dan cuenta de una gran cantidad de tallistas de piedra que, venidos del otro lado de los Pirineos, trabajaron en estas construcciones. Estas mismas guildas dejaron su huella en toda la arquitectura cluniacense en la baja Borgoña y en el norte de España.
Antes de que el siglo XI expirara, el mundo había sufrido una gran transformación. Siglos después de la desaparición del viejo estado romano, aquellas culturas provenientes de las planicies y estepas de la Europa profunda a las que se denominó “pueblos bárbaros” habían logrado dar forma a una nueva forma de civilización que debía encontrar su propia expresión iniciática. Durante mucho tiempo estos pueblos colisionaron con la cultura celta dominante en el norte y con la latina, que nunca cedió del todo su influencia en la Europa meridional. A lo largo de ese inmenso interregno de siglos ascendieron y descendieron los reyes de la casa merovingia; los carolingios, con su “rex bellator” a la cabeza, establecieron las bases de la sociedad feudal; los monjes de Benito de Nursia salvaron lo que pudieron y algunos hombres recogieron -en canciones que nunca se olvidarán- la gesta de unos pocos campeones que salvaron al mundo de la ola musulmana. Europa occidental se fue alejando poco a poco de los antiguos patriarcas del cristianismo bizantino, y no es una mera coincidencia de que en ese mismo siglo XI, en 1054, los legados del papa dejaran sobre el altar de Santa Sofia la bula que excomulgaba al emperador Miguel Cerulario sellando la división que pronto cumplirá mil años y aun se dirime en los Balcanes. En la medida en que se alejaba de los antiguos padres, se convertía en el eje mismo de una nueva civilización que volvería a cruzar las puertas de Jerusalén tras el ejército de los francos y loreneses que comandaban Godofredo de Bouillón y Raimundo de Tolosa.
El siglo XI expiraba, pero el pensamiento occidental había nacido. Pronto se volvería consciente de sí mismo. La razón encontraría un lugar... y también el progreso. En medio de este clima que tanto amaba describir Raul Glaver repicaban los cinceles de los tallistas, los canteros arrancaban a la tierra sus entrañas y los hombres se constituían en asociaciones para protegerse mutuamente. Los abades competían entre sí por quien construía la iglesia más bella, mientras los papas llamaban a la cruzada y las gentes iniciaban con el desmonte sistemático una de las transformaciones topográficas más extraordinaria de la historia humana.
En ese mundo, donde aún estaba todo por hacer, es muy posible que haya existido ya algún tipo de masonería operativa incipiente, una “protomasonería” limitada a un grupo de hombres a los que se les reconocía la posesión de una habilidad, un oficio que les permitía reunir bajo su dirección a compañeros y aprendices a los que protegían y a la vez explotaban. Estos maestros eran el brazo que ejecutaba parte de ese plan civilizatorio que necesitaba una arquitectura propia, un arte que expresara en símbolos lo que el pueblo aun no podía comprender más que en términos figurativos. Eran, en definitiva, los que hacían posible esa “pedagogía de masas” que había sido lentamente diseñada por los grandes abades del movimiento monástico benedictino. Pero nunca sabremos hasta qué punto tenían conciencia de su parte en esa obra. Ni sabremos tampoco cuántos de ellos, si acaso alguno, conocían las historias que sobre el Templo de Salomón había escrito el monje inglés Beda, inmortalizado en la famosa Glosa Ordinaria escrita por otro benedictino: Walafrid Strabon.
Pero ya no estaba lejos el día en que llegarían las primeras logias operativas.
(c) Monjes y Canteros, Eduardo R. Callaey (Buenos Aires - Dunken - 2001)
Publicado por Eduardo R. Callaey en 18:28 0 comentarios
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El nacimiento de la Gran Logia de Londres
En este apartado nos centraremos en la repercusión de la creación de la Gran Logia de Londres sobre la Masonería en general y sobre las mujeres en particular.
Los fundadores de la Gran Logia de Londres, que luego pasó a lla-marse Gran Logia de Inglaterra, se autoconcedieron el papel de gene-radores de regularidad y de matriz productora de una filiación masóni-ca exclusiva. La alusión a la “exclusividad”, es doblemente relevante, pues con ella queremos subrayar que esta nueva entidad masónica se auto-otorgó el arbitraje en el reconocimiento masónico a otras logias, y la potestad de incluirlas o excluirlas del universo masónico. A su vez, decretó la exclusión de las mujeres de la Masonería, negando la posibi-lidad de su incorporación, lo cual conllevaría que todas las logias que desearan incluirse en su jurisdicción no podrían jamás iniciar a mujeres ni permitir la participación de mujeres iniciadas en sus trabajos. Con-trariamente a lo que pudiera creerse, la exclusión de las mujeres, no fue percibida en la sociedad inglesa de entonces como un hecho nor-mal o natural(5).
Es cierto que en aquella época las mujeres no eran ad-mitidas en el Parlamento, ni en los cuerpos gubernamentales locales, ni tampoco en la Universidad, pero tenían un papel central en la vida social, principalmente en los círculos aristocráticos (de los que se valió la Masonería para cobrar importancia y respetabilidad). Los francma-sones de la Gran logia de Londres se vieron obligados a efectuar im-portantes esfuerzos por refutar la idea extendida de que odiaba a las mujeres, pues las críticas y acusaciones (de todo tipo) fueron frecuen-tes. Tuvieron, pues, que elaborar justificaciones para no aceptar mu-jeres porque en los contextos nobles y aristocráticos no se entendía que las mujeres no participasen de la sociabilidad masónica. Entre las justificaciones habituales se encontraba que las mujeres jamás habían sido miembros operativos; que su presencia podía distraer a los hom-bres de los asuntos serios de la logia; evitar en ésta la realización de actos inmorales e impedir la revelación de los secretos, habida cuenta de la natural tendencia de las mujeres a la murmuración. Estos argumentos, como puede observarse, se insertan en la más clara y radical línea de misoginia medieval.
Con frecuencia la Francmasonería posterior ha efectuado una inter-pretación indulgente de la exclusión literal y explícita de las mujeres en la Constitución de Anderson, sosteniendo que la exclusión obedec-ía al sometimiento jurídico de las muje-res a sus padres o esposos y que no se trataba, por tanto, de una discrimina-ción estrictamente por razón de sexo. Nos atrevemos, sin embargo, a discrepar (al menos parcial-mente) de esta opi-nión porque aunque es cierto que los de-rechos civiles de las mujeres eran casi nulos, sí existían en-tonces mujeres libres (nos referimos a las clases pudientes): viudas y solteras huérfanas que sí dis-ponían de sus bienes. Además, el hecho de que los francmasones desarrollasen otro tipo de argumentaciones co-mo las descritas anteriormente, indica que pesaron más los prejuicios que el estatus jurídico, y que las Constituciones de Anderson vinieron a normativizar la exclusión de la mujer como sujeto masónico, y a romper una tradición débil (en cuanto al número de francmasonas) pero secular de mixidad, estableciendo una pretendida regularidad que imposibilitase la continuación de dicha tradición.
Con todo, la presencia y participación de las mujeres no pudo ser so-focada por la emergencia de la Gran Logia de Londres, pues la propia Historia de la Masonería Especulativa, con sus muchos avatares, encontró sus cauces y puertas de entrada ( aunque no siempre en términos igualitarios) para las mujeres.
(5) RIDLEY, J. (2004). Los Masones. Barcelona. Ediciones B. Pags. 73-75
Lea CULTURA MASONICA No. 05
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