El rol de la Iglesia en la Independencia Americana
por Máximo E. Calderón
Guillermo Figueres en su obra La Iglesia y su Doctrina en la Independencia de América afirma lo siguiente: “La doctrina escolástica de la soberanía popular, fundada en los apotegmas aquinianos y comentada por los grandes pensadores del siglo de Oro, enseñada en las Universidades y Colegios Mayores de Indias durante los siglos coloniales por dominicos y jesuitas, prevalece como ideología y se impone como causa principal determinante de aquel magno acontecimiento”.
¿Es esto verdad? – No, definitivamente es una burda y absoluta mentira.
En el transcurrir de la Historia, la Iglesia Católica manejó siempre un doble discurso, apoyándose en la Ley Natural para interpretar sus enseñanzas doctrinarias, a la vez que empleando un concepto platónico a la hora de aplicar su propia ley y sus propios conceptos de Justicia.
Platón enseñó que es lícito sacrificar un individuo, en pos de la felicidad de la mayoría. De esa forma la Iglesia sacrificó e inmoló a muchos individuos en pos de su propia felicidad, de acrecentar sus posesiones materiales, y de generar bienestar entre sus filas y entre los monarcas que coincidieran con sus aspiraciones.
Hoy en día se nos quiere hacer creer que la Iglesia estuvo siempre del lado de la libertad, acompañando a los oprimidos, y llevando adelante las enseñanzas sociales del Nuevo Testamento, pero no existe nada más alejado de la verdad.
La causa fundamental de su modo de actuar fue siempre la defensa de sus propios intereses, antagónicos a los intereses de los pueblos. Y la Iglesia aún sigue siendo, la antítesis de la libertad y del progreso.
Ninguna conquista democrática resulta conciliable con el espíritu clerical.
- ¿Libertad de cultos? La Iglesia es albacea exclusiva de toda la verdad, el dogma no necesita ser demostrado, el Papa es infalible en asuntos de fe. Ergo: nadie puede ser otra cosa que católico, apostólico y romano. La verdad revelada la tienen en un puño los prelados, y todos los infelices mortales, tienen que atenerse a ella.
- ¿Libertad de conciencia y pensamiento? El pensamiento no puede volar más allá de las altas cumbres de la Teología, aunque éste tome forma en las teorías científicas de un Darwin o un Galileo.
- ¿Libertad de prensa? Si pensar libremente no es lícito, menos puede ser expandir pensamientos ilícitos. La máquina de Gutenberg, para ser útil, no debe imprimir sino biblias y catecismos. Y para que no se pase de este saludable y justo término, debe existir, indispensablemente, la censura previa, la censura eclesiástica. Y si se logra burlar la censura, es obvio que debe existir la prohibición para la lectura y circulación del impreso sacrílego o herético. Y para que haya reparadora sanción debe existir la excomunión para el desobediente.
- ¿Separación de la Iglesia y el Estado? Eso no puede ser, puesto que existiendo la supremacía del poder espiritual sobre el temporal, es necesario que ambos se hallen unidos, para que pueda dominar el uno sobre el otro. Abiertamente se sostiene que las leyes humanas deben estas subordinadas a las leyes divinas. Que las normas legales de los Estados, tienen que sujetarse a los principios establecidos por el Derecho Canónico o los Concordatos.
- ¿Enseñanza laica? La enseñanza que no se ciñe a los preceptos católicos es inmoral. Consiguientemente, para que la sociedad no se corrompa ni se precipite al caos, toda clase de educación debe estar en manos de la Iglesia, o por lo menos, controlada por ella. Todo programa y todo texto debe tener la aprobación eclesiástica, para que así no se introduzcan de contrabando, autores o principios científicos reñidos con sus dogmas.
Nada de esto, puede ser establecido sin mengua de los derechos de la Iglesia.
Tampoco se puede implantar ninguna conquista social, ni aún tratándose de aquellas que favorecen directamente a los humildes, a los pobres, de que habla el Sermón de la Montaña.
Así, no se puede expropiar ni un palmo de tierra de los latifundios clericales, no se puede tocar sus censos y capellanías porque ello es ofender al Hacedor del Universo. Toda propiedad privada es institución divina, y por lo mismo, tiene carácter sagrado. Y si la propiedad es del Clero, claro está que es mayormente sagrada.
Nada de libertades, ninguna conquista social. Este el gran ideal de la Iglesia.
Por ello es que la Iglesia siempre se opuso a la Independencia americana (aunque hoy quiera mostrarnos otra cosa). Y las causas esenciales, siempre fueron de carácter económico y social, llevando al Clero por caminos opuestos a los que obliga el patriotismo y los intereses nacionales.
Y la oposición siempre fue cruel, sanguinaria y despiadada.
Virreinato de Nueva España
Desde el mismo brote de las primeras ideas separatistas, se manifestó con toda claridad la aversión del Alto Clero mexicano a la independencia de su pueblo.
Un ejemplo basta para ilustrar este hecho: el clérigo Melchor de Talamantes, por sostener que el Virrey Iturrigaray debía asumir el Poder ante la evidencia del destronamiento de los reyes de España por parte de los invasores franceses, fue apresado por orden de la Audiencia y la Santa Inquisición, juntamente con el Licenciado Verdad. Ambos murieron trágicamente a manos del Santo Oficio.
Igual sucedió durante el período de lucha que acaudillaban Hidalgo y Morelos, dos heroicos frailes representantes del Clero pobre, que fundieron sus afanes libertarios con las más caras aspiraciones de su pueblo, dando en esta forma a su patriótico combate un tinte marcadamente popular y democrático como en ningún otro país de nuestra América, concibiendo la independencia no sólo como el rompimiento de las cadenas coloniales, sino como el logro de un cúmulo de reivindicaciones sociales y económicas ansiadas por las masas explotadas.
La muerte nuevamente fue el castigo, luego de la más cruel e infame tortura por parte del Monseñor Francisco Fernández Valentín.
Igual comportamiento tuvo el clero apoyando a los poderosos terratenientes extranjeros, en contra de Juárez.
Las Alcabalas y los Estancos
Durante la llamada Revolución de las Alcabalas realizada en Quito a fines del siglo XVI, el Clero en ningún momento estuvo del lado del pueblo sublevado, sino todo lo contrario, al lado de los dominadores españoles. El Comisario de la Inquisición recorría las calles, amenazando a los oradores sediciosos “con el fuego eterno”.
El fraile Ordóñez de Cevallos, hizo el bajo papel de espía de las autoridades españolas. Otro clérigo de apellido Garabís impidió la captura de los funcionarios de la Corona presentándose con la custodia y dando voces a los combatientes “a que depusieran las armas y siguieran al Santísimo Sacramento”.
En tanto los jesuitas, se distinguieron siempre por su fidelidad a los opresores (según confiesa el mismo Padre Velasco en su historia sobre el Reino de Quito), y dice que ellos “llegaron a conseguir el entero y suspirado triunfo y pacificarlos, y reducirlos a que se sometiesen a las órdenes del Soberano, a la razón y a la obediencia”.
Tras la derrota, llegó la carnicería, y los responsables de los asesinatos a mansalva miraban impasibles la tragedia sin que ninguna voz eclesiástica se alzara para protestar por los desmanes.
Esta actuación infame fue luego largamente recompensada. El Rey ordenó en favor de los jesuitas, que la Real Audiencia “ampliase grandemente las haciendas y fincas de su colegio, para que teniendo toda comodidad en lo temporal, pudiesen atender más fácilmente al bien de la república”...
Igual cosa sucedió durante la Revolución de los Estancos.
Las iglesias y conventos se transformaron en seguro refugio de los "chapetones".
El Obispo en persona, con todos los curas de que disponía, formó “capitanías del cielo para apaciguar a los revoltosos”. Los jesuitas, nuevamente, jugaron un papel relevante y de importancia.
El Padre Recio, actor principal en los acontecimientos, agradecía a Dios, que “recibió Quito el yugo de la ley y se subordinó a ella”. Se congratulaba que la ciudad tuviera la soldadesca encima “para que no pueda levantar cabeza”.
Los comuneros de Paraguay
Fueron aquí los jesuitas la principal fuerza de que se valieron los españoles, para doblegar el movimiento.
Gracias a ellos, el delegado del Virrey de Buenos Aires pudo reunir un ejército de 6.000 hombres, sacados de las Misiones por los frailes, para cumplir su cometido. Los jesuitas Policarpo Dufo y Antonio de Rivera fueron los guías y conductores de las fuerzas de represión. Por estos hechos, el Cabildo de Asunción, decretó la inmediata expulsión de la Compañía.
El auxilio de los jesuitas, fue decisivo para la derrota de los comuneros.
Los comuneros Antequera y Mena, fueron infamemente asesinados, y el pueblo entonces mostró su indignación. El historiador Blas Garay escribió: “El furor de los paraguayos no tuvo límites cuando supieron estas noticias —la muerte de sus caudillos— y se desbordó contra los jesuitas causantes de tantos males: el 19 de Febrero de 1732 invadió sus colegios multitud de soldados y vecinos; profanó las cosas santas, y algunas cabezas rodaron en desagravio de las muy ilustres que acababan de ser sacrificadas”.
Túpac Amaru en Perú
La mejor ilustración de estos hechos, son las palabras del Obispo de Cuzco, Manuel Moscoso:
“No perdonando arbitrio ni medio que contribuyese a defender la patria y cortar la rebelión, me metí a soldado, sin dejar de ser Obispo: y así en lo más grave de este conflicto, armé al clero secular y regular, como en el último subsidio, nombré al Deán D. Manuel Mendieta, por Comandante de las milicias eclesiásticas, dispuse cartelas, alisté clérigos y colegiales, seminaristas de ambos colegios, en cuatro compañías, con sus respectivos oficiales, armas y municiones que costeé, comenzaron el tiroteo militar, sujetándose al ejercicio de las evoluciones, a la voz de un oficial secular, que se encargó de su instrucción. Ya tiene V.S.I. al clero del Cuzco en espada ceñida y fusil al hombro, esperando por instantes las agonías de la patria, de la religión y la corona, para defenderla del insurgente Túpac Amaru”.
El Clero, apoyó con todos los medios a su alcance la represión del movimiento indígena. Muchos párrocos, siguiendo el ejemplo de Moscoso, formaron batallones indígenas para dividir y combatir a los rebeldes. Otros hicieron labores más bajas todavía, siendo vulgares espías y delatores. Tal el caso del clérigo Xavier Troncoso, cura de la doctrina de Pocoata, que entrego a los verdugos a Dámaso y Nicolás Catan.
Derrotada la rebelión, los Andes se tiñeron con la sangre de los vencidos.
Decía la sentencia contra el rebelde:
“Condeno a José Gabriel Túpac Amaru, a que sea sacado a la Plaza principal y pública de esta ciudad, arrastrado hasta el lugar del suplicio, donde presencie la ejecución de las sentencias que se dieron a su mujer, Micaela Bastidas, sus hijos Hipólito y Fernando Túpac Amaru... Concluidas estas sentencias se le cortará por el verdugo la lengua, y después amarrado o atado por cada uno de los brazos y pies con cuerdas fuertes, y de modo que cada una de estas se pueda atar, o prender con facilidad a otras que pendan de las cinchas de cuatro caballos, para que, puesto de esto modo... arranquen de una vez los caballos, de modo que quede dividido el cuerpo en otras tantas partes”.
Los comuneros de Nueva Granada
Este levantamiento realizado en el actual territorio de Colombia, debería haber finalizado bien, luego de la firma del acuerdo por las 35 peticiones que habían realizado los comuneros. La comisión de negociadores encabezada por el Arzobispo Caballero y Góngora, parlamentó con los jefes sublevados, accediendo a sus demandas y se firmó capitulación que fue aprobada por la Real Audiencia.
En ella se rebajaban unos impuestos, se suprimían otros, se atenuaba su recaudo y se convenía en dar preferencia a los americanos sobre los españoles para algunos cargos en que estos eran mal vistos. También se acordó perdonar toda falta a los comuneros.
Solemnemente, se juró ante los Evangelios cumplir el compromiso y el Arzobispo hizo de testigo y garante. Más nada valieron esos juramentos pues desde el principio ya se incubaba la traición, planeada por clérigos y terratenientes.
El Arzobispo puso todo su empeño, engañando a los comuneros para que volvieran a sus pueblos. Y logrado esto, las Capitulaciones fueron rotas en forma cobarde y traicionera.
Un nuevo levantamiento terminó con su líder, José Antonio Galán, ahorcado y desmembrado, con su cabeza, manos y pies exhibidos en la plaza pública. Sus bienes fueron confiscados y su familia marcada con la tacha de infamia.
El Arzobispo afirmó luego: “Notorios han sido los escandalosos delitos del nominado José Antonio Galán y el ejemplar suplicio con que fue castigado con tres de sus cómplices, separando las cabezas de sus cuerpos para colgarlas, y además los miembros de su infame caudillo, en los lugares en donde sus atrocidades fueron mayores y más visibles”.
¿Y en que culminó esa traición y esa sangre derramada? Antonio Caballero y Góngora terminó como Virrey.
Ya entre 1810 y 1820 el Alto Clero de este Virreinato, participó activamente en contra de la emancipación. El Arzobispo de Bogotá Juan Bautista Sacristán, cabeza máxima de la Iglesia en el Virreinato, se negó a reconocer la Junta de 1810.
El Obispo de Santa Marta, Fray Manuel Redondo y Gómez, también se niega a reconocer la independencia, razón por la que es apresado y luego marcha a España.
El Obispo de Panamá, según afirmación del Padre Leturia, era igualmente realista y solo en 1821, se pasó asustado al bando patriota.
El Obispo Carrillo de Cartagena fue otro de los expulsados en 1812 por negarse a jurar la independencia, pero quien lo reemplazó, el fraile Gregorio José Rodríguez, lo superó ampliamente en intransigencia, llegando al extremo de obligar a los fieles a gritar “¡Viva el Rey!” a la salida y entrada de los templos.
Y así el clero se enfrentó a la emancipación de Cuba, y puso obstáculos a los intereses independentistas también en Chile, en Brasil, en Venezuela y en la actual Argentina.
Por intereses económicos y de poder, la Iglesia Católica siempre apoyó a los poderosos en desmedro de los pobres, los oprimidos y los desposeídos. Y fue la Santa Sede la encargada de garantizar la famosa liga de gobiernos feudales de Europa, llamada la Santa Alianza.
Su Santidad Pío VII tomó una serie de medidas para conceder audiencia especiales a los prelados americanos, ya que en ese momento España y Roma, defendían una misma causa.
Consecuencia de esta alianza fueron los “breves o cartas” de los Pontífices contra la independencia americana.
Escribe el jesuita Rubén Vargas Ugarte: “Ya en 1815 la corte de Madrid había usado de su influjo en Roma para obtener de Pío VI, una carta o breve exhortando a los prelados americanos a mantener en la obediencia al Rey a todos sus súbditos”.
Un año después, en 1816, su sucesor Pío VII es más terminante aún en otro Breve titulado Etsi ion gissimo, donde se dice nada menos que lo siguiente:
“Entre los preceptos claros y de los más importantes de la muy santa religión que profesamos, hay una que ordena a todas las almas a ser sumisas a las potencias colocadas sobre ellas. Nos, estamos persuadidos, que los movimientos sediciosos que se producen en aquellos países, por los cuales — nuestro corazón está entristecido y que nuestra sabiduría reprueba— vosotros no dejasteis de dar a nuestros rebaños todas las exhortaciones. Sin embargo, como sobre la tierra. Nos somos el representante de aquel que es el Dios de la paz, nacido para rescatar al género humano de la tiranía de los demonios... Nos, pensamos que nuestra misión apostólica que ejercemos sin mérito, nos obliga a impulsaros por nuestras letras a hacer toda clase de esfuerzos para arrancar esa muy funesta cizaña de desórdenes y de sediciones que el hombre enemigo ha tenido la maldad de sembrar allá... Fácilmente lograréis tan santo objeto, si cada uno de vosotros demuestra a sus ovejas, con todo el celo que pueda, los terribles y gravísimos perjuicios de la rebelión, si presenta las singulares virtudes de vuestro carísimo en Jesucristo, Fernando, vuestro rey católico, para quien nada hay más precioso que la religión y la felicidad de sus súbditos…”
El Papa León XII tampoco se quedaría atrás, y el 24 de Septiembre de 1824 lanzó una Encíclica con igual contenido que los documentos de sus predecesores, donde se volvía a exhortar a los jerarcas católicos de América para “que se dediquen a esclarecer ante su grey las augustas y distinguidas cualidades que caracterizaban a ese muy amado hijo, Fernando, rey católico de España, cuya sublime y sólida virtud le hacía anteponer al esplendor de su grandeza el lustre de la religión y felicidad de sus súbditos”.
Aún en 1825 —después de la batalla de Ayacucho— seguiría insistiendo sobre el mismo tema y escribiría una segunda Encíclica en contra de la Independencia, que aparte de extemporánea, contiene los conceptos más retrógrados imaginables contra el progreso y la cultura.
Llega aquí al fin el presente escrito, que no pretende ser un meduloso análisis de la actuación de la Iglesia Católica frente a la gesta independentista americana, sino solamente una muestra testigo.
Se pretende dar algunos ejemplos, algunas informaciones documentadas y fáciles de conseguir hoy en día, para todos aquellos que aún crean el Clero promovió y ayudó a la libertad americana.
Muy por el contrario, la desesperación por el poder y las riquezas que siempre mostró la Iglesia Católica, nos dejan muchas más muestras de traiciones y contubernios que las que hasta aquí han sido vertidas.
En este 2010, varios países de América celebran su gesta independentista y libertaria. Que sirva este pequeño bosquejo como para abrir el camino a la verdad, pues como decía nuestro querido gitano Sandro: “Un botón basta de muestra, lo demás… a la camisa”.
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Fuente: HermanosTresPuntos.
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