viernes, 18 de septiembre de 2015
RENÉ GUÉNON – Estudios sobre la Francmasonería y el compañerazgo II
RENÉ GUÉNON – Estudios sobre la Francmasonería y el compañerazgo II
ReneGuenon
Hacia el final de nuestro precedente estudio1, hemos hecho alusión a ciertos astrónomos contemporáneos a los que se les ocurre a veces salirse del dominio que les es propio, para darse a digresiones teñidas de una filosofía que no es ciertamente injusto señalar como totalmente sentimental, pues esencialmente poética en su expresión. Quien dice sentimentalismo dice siempre antropomorfismo, pues éste lo es de varios tipos; y aquel del que hablamos a este particular es el que se ha primero manifestado como una reacción contra la cosmogonía geocéntrica de las religiones reveladas y dogmáticas, para desembocar en las concepciones estrechamente sistemáticas de sabios que quieren limitar el Universo a la medida de su comprehensión actual2 por una parte, y, por otra parte, de las creencias por lo menos tan singulares y poco racionales (en razón misma de su carácter de creencias totalmente sentimentales) como las que pretenden reemplazar3. Sobre uno y otro de estos dos productos de la misma mentalidad, tendremos igualmente que volver a continuación; pero es bueno comprobar que se unen a veces, y apenas es necesario recordar, para dar un ejemplo, la famosa “religión positivista” que Auguste Comte instituyó hacia el fin de su vida. Que no se crea, por otro lado, que somos en absoluto hostiles a los positivistas; nosotros tenemos, al contrario, por ellos, cuando son estrictamente positivistas4, y a pesar de que su positivismo se queda forzosamente incompleto, muy diferente estima a la que sentimos por los filósofos doctrinarios modernos, ya se declaren monistas o dualistas, espiritualistas o materialistas.
Pero volvamos a nuestros astrónomos; entre ellos, uno de los más conocidos del gran público (y por ese sólo motivo le citamos antes que a cualquier otro, aunque tuviese un valor científico muy superior) es, sin duda, Camille Flammarion, al que vemos, incluso en aquellas de sus obras que parecerían deber ser puramente astronómicas, decir cosas como éstas:
( … Si los mundos murieran para siempre, si los soles una vez extinguidos no se encendieran ya más, es probable que no hubiera ya estrellas en el cielo.
“¿y eso por qué?
Porque la creación es tan antigua, que podemos considerarla como eterna en el pasado5. Desde la época de su formación, los innumerables soles del espacio han tenido largo tiempo para extinguirse. Con relación a la eternidad pasada (sic), no hay más que los nuevos
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soles que brillan. Los primeros están extinguidos. La idea de sucesión se impone, pues, por sí misma a nuestro espíritu6.
“Cualquiera que sea la creencia íntima que cada uno de nosotros haya adquirido en su conciencia sobre la naturaleza del Universo, es imposible admitir la antigua teoría de una creación hecha de una vez por todas7. La idea de Dios ¿no es, por sí misma, sinónimo de la idea de Creador? Desde el momento que Dios existe, él crea; si no hubiera creado más que una vez, no habría ya soles en la inmensidad, ni planetas impulsando alrededor de ellos la luz, el calor, la electricidad y la vida8. Es preciso, con absoluta necesidad, que la creación sea perpetua9. Y, si Dios no existiera, la antigüedad, la eternidad del Universo se impondría con mayor fuerza aún10?.
El autor declara que la existencia de Dios “no es más que una cuestión de filosofía pura y no de ciencia positiva”, lo que no le impide querer demostrar, en otro lugar11, si no científicamente, al menos con argumentos científicos, esta misma existencia de Dios, o más bien de un dios, deberíamos decir, y aún de un dios muy poco luminoso12, puesto que no es más que un aspecto del Demiurgo; Es el autor mismo quien lo declara, al afirmar que para él, “la idea de Dios es sinónimo de la de Creador”, y, cuando habla de creación, se trata siempre solamente del mundo físico, es decir, del contenido del espacio que el astrónomo tiene posibilidad de explorar con su telescopio13. Por lo demás, hay sabios que se afirman ateos solamente porque les es imposible hacerse del Ser Supremo otra concepción que la citada, la cual repugna demasiado fuertemente a su razón (lo que testimonia al menos en favor de ésta); pero Flammarion no está entre éstos, puesto que, al contrario, no pierde ocasión de hacer una profesión de fe deísta. Aquí mismo, sobre todo tras el pasaje que hemos citado precedentemente, es conducido, por consideraciones tomadas de una filosofía totalmente atomista, a formular esta conclusión: “La vida es universal y eterna14?. El pretende haber llegado a tal conclusión por la ciencia positiva solamente (¡por medio de muchas hipótesis!); pero es bastante singular que esta misma conclusión haya sido desde hace mucho tiempo afirmada y enseñada dogmáticamente por el Catolicismo, como surgiendo exclusivamente del dominio de la fe15. Si la ciencia y la fe debían reunirse tan exactamente, no valía la pena 91
reprochar con tanta acrimonia a esta religión las molestias que Galileo tuvo antaño que sufrir de parte de sus representantes por haber enseñado la rotación de la Tierra y su revolución alrededor del Sol, opiniones contrarias a un geocentrismo que se quería entonces apoyar sobre la interpretación exotérica (y errónea) de la Biblia, pero de la cual, en nuestra época, los más ardientes defensores (pues aún los hay) ¿no se encuentran quizás más entre los fieles de las religiones reveladas?16
Viendo a Flammarion mezclar así el sentimentalismo con la ciencia so pretexto de “espiritualismo”, no podemos sorprendernos de que haya llegado bastante rápidamente a un “animismo” que, como el de un Crookes, de un Lombroso (al final de su vida) o de un Richet (otros tantos ejemplos del fracaso de la ciencia experimental de cara a la mentalidad formada desde hace largo tiempo en Occidente por la influencia de las religiones antropomórficas), no difiere apenas del espiritismo ordinario más que por la forma, para salvar las apariencias “científicas”. Pero lo que podría sorprender más, si se pensara que la concepción de un Dios individual, más aún que “personal”, no podría satisfacer todas las mentalidades, ni incluso todas las sentimentalidades, lo que, decimos nosotros, sorprendería quizá más, es reencontrar esta misma “filosofía científica” sobre la cual Flammarion edifica su neoespiritualismo, y expuesta en términos casi idénticos, bajo la pluma de otros sabios que de ella se sirven precisamente para justificar al contrario una concepción materialista del Universo. Bien entendido, no podemos dar más la razón a los unos que a los otros, pues el espiritualismo o el “vitalismo” o el “animismo” de los unos, son tan extraños a la pura metafísica, como el materialismo y el “mecanicismo” de los otros, y todos se hacen del Universo, concepciones igualmente limitadas, aunque de manera diferente17; todos toman por el infinito y la eternidad lo que no es en realidad más que la indefinidad espacial y la indefinidad temporal. “La creación se desarrolla en el infinito y en la eternidad”, escribe en efecto Flammarion18, y sabemos en qué sentido restringido entiende él la creación; dejémosle con esta afirmación y vamos ahora, sin más tardar, a lo que es la causa del presente artículo.
En “La Acacia” de marzo de 1911, ha aparecido un artículo del H.·. M.-I. Nergal sobre “La cuestión del Gran Arquitecto del Universo”; cuestión que había ya sido tratada precedentemente19 en la misma revista, por el llorado H.·.Ch.-M. Limousin y por el H.·. Oswald Wirth; nosotros hemos comentado algo al respecto hace más de un año20.
Ahora bien, si hemos citado a Flammarion como simple ejemplo de la tendencia neoespiritualista de ciertos sabios contemporáneos, podemos tomar muy bien al H.·. Nergal como ejemplo de la tendencia materialista de ciertos otros. En efecto, se afirma claramente como tal, rechazando todas las otras denominaciones que (como la de “monista” especialmente) podrían dar lugar a algún equívoco; y se sabe que en realidad, los verdaderos materialistas son muy poco numerosos. Además les es muy difícil conservar siempre una actitud estrictamente lógica: mientras que creen ser espíritus rigurosamente científicos21, su concepción del Universo no es sino una visión filosófica como cualquier otra en la construcción de la cual entran buen número de elementos de orden sentimental; hay incluso entre ellos
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quienes van tan lejos en el sentido de la preponderancia permitida (al menos en la práctica) al sentimentalismo sobre la intelectualidad, que se pueden encontrar casos de verdadero misticismo materialista. ¿No es, en efecto, un concepto eminentemente místico y religioso el de una moral absoluta (o que se dice tal), que puede ejercer sobre la mentalidad de un materialista una influencia lo bastante poderosa como para hacerle confesar que, aunque no hubiera ningún motivo racional para ser materialista, él permanecería siéndolo aún, únicamente porque es “más bello” “hacer el bien” sin esperanza de alguna posible recompensa? Tal es, sin duda, una de esas “razones” que la razón ignora, pero creemos que el H.·. Nergal mismo concede una importancia demasiado grande a las consideraciones de orden moral para denegar todo valor a tal argumento22.
Como quiera que sea, en el artículo al cual acabamos de hacer alusión, el H.·. Nergal define el Universo como “el conjunto de los mundos que gravitan a través de los infinitos (sic)”23; ¿no parecería estar oyendo a Flammarion? Es precisamente con una afirmación equivalente a ésta como hemos dejado antes a este último, y hacemos la observación primero para poner de manifiesto la similitud de ciertas concepciones entre hombres que, debido a sus tendencias individuales respectivas, deducen doctrinas filosóficas diametralmente opuestas.
Hemos pensado que la cuestión del Gran Arquitecto del Universo, por otro lado estrechamente ligada a las consideraciones que preceden, era de aquellas sobre las cuales es bueno volver a veces, y, puesto que el H.·. Nergal desea que su artículo dé lugar a respuestas, expondremos aquí alguna de las reflexiones que nos ha sugerido, ello sin ninguna pretensión dogmática, bien entendido, pues la interpretación del simbolismo masónico no podría admitirla24.
Hemos ya dicho que para nosotros, el Gran Arquitecto del Universo constituye únicamente un símbolo iniciático, que se debe tratar como todos los otros símbolos, y del cual se debe buscar antes que nada hacerse una idea racional25; es decir, que esta concepción nada puede tener en común con el Dios de las religiones antropomórficas, que es no solamente irracional, sino incluso antirracional26. Sin embargo, si pensamos que “cada uno puede dar a este símbolo la significación de su propia concepción filosófica” o metafísica, estamos lejos de asimilarlo a una idea tan vaga e insignificante como “El Incognoscible” de Herbert Spencer, o, en otros términos, a “lo que la ciencia no puede alcanzar”; y es bien cierto que, como dice con razón el H.·. Nergal, “si nadie contesta que existe lo desconocido27, nada absolutamente nos autoriza a pretender, como algunos lo hacen, que eso desconocido represente un espíritu, una voluntad”. Sin duda, “lo desconocido retrocede” y puede retroceder indefinidamente; es pues limitado, lo que viene a significar que no constituye más que una fracción de la Universalidad; por lo tanto, tal concepción no podría ser la del Gran Arquitecto del Universo, que debe, para ser
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verdaderamente universal, implicar todas las posibilidades particulares contenidas en la unidad armónica del Ser Total28.
El H.·. Nergal tiene razón aún cuando dice que frecuentemente “la fórmula del Gran Arquitecto no corresponde más que a un vacío absoluto, incluso entre los que son partidarios de ella”, pero es poco verosímil que haya ocurrido lo mismo entre los que la han creado, pues ellos han debido querer inscribir en el frontón de su edificio iniciático otra cosa que una palabra vacía de sentido. Para adivinar su pensamiento, basta evidentemente preguntarse lo que significa esta palabra en sí misma, y, desde este punto de vista precisamente, nosotros la encontramos tanto mejor apropiada para el uso que de ella se hace cuanto que corresponde admirablemente al conjunto del simbolismo masónico, al que domina e ilumina todo entero, como la concepción ideal que preside la construcción del Templo Universal.
El Gran Arquitecto, en efecto, no es el Demiurgo, es algo más, infinitamente más incluso, pues representa una concepción mucho más elevada: él traza el plano ideal29 que es realizado en acto, es decir, manifestado en su desarrollo indefinido (pero no infinito), por los seres individuales que son contenidos (como posibilidades particulares, elementos de esta manifestación al mismo tiempo que sus agentes) en su Ser Universal; y es la colectividad de esos seres individuales, considerada en su conjunto, la que en realidad, constituye el Demiurgo, el artesano o el obrero del Universo30. Esta concepción del Demiurgo, que es la que hemos expuesto precedentemente en otro estudio, corresponde en la Kábala, al “Adán Protoplastos”(primer formador)31 mientras que el Gran Arquitecto, es idéntico al “Adam Kadmon”, es decir, al Hombre Universal32.
Esto basta para marcar la profunda diferencia que existe entre el Gran Arquitecto de la Masonería, por una parte, y por otra, los dioses de las diversas religiones, que no son más que aspectos diversos del Demiurgo. Por otra parte, es erróneamente como, al Dios antropomorfo de los Cristianos exotéricos, el H.·. Nergal asimila Jehovah, es decir, el Hierograma del Gran Arquitecto del Universo mismo (cuya idea, a pesar de esta designación nominal, permanece mucho más indefinida de lo que el autor puede incluso suponer). Y Allâh, otro tetragrama cuya composición jeroglífica designa muy claramente al Principio de la Construcción Universal33; tales símbolos no son de ningún modo personificaciones, y lo son tanto menos cuanto que está prohibido representarlos por cualquier figura.
Por otra parte, tras lo que acabamos de decir se ve que, en realidad, no se ha hecho más que querer reemplazar la fórmula antiguamente en uso, “A la Gloria del Gran Arquitecto del Universo” (o del Sublime Arquitecto de los Mundos en el Rito Egipcio), por otras fórmulas exactamente equivalentes, cuando se ha propuesto sustituirla por estas palabras: “A la Gloria de la Humanidad”, debiendo ésta ser entonces comprendida en su totalidad, que constituye el
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Hombre Universal34, o incluso: “A la Gloria de la Francmasonería Universal”, pues la Francmasonería en el sentido universal, se identifica con la Humanidad integral considerada en el cumplimiento (ideal) de la Gran Obra Constructiva35.
Podríamos extendernos aún más largamente sobre el asunto, que es naturalmente susceptible de desarrollos indefinidos, pero para concluir prácticamente, diremos que el ateísmo en la Masonería no es y no puede ser más que una máscara, que en los países latinos y particularmente en Francia, ha tenido sin duda temporalmente su utilidad, se podría casi decir su necesidad, y ello por razones diversas que no tenemos que determinar aquí, pero que hoy se ha convertido sobre todo en peligroso y comprometedor para el prestigio y la influencia exterior de la Orden. Esto no quiere decir, sin embargo, que se deba por ello, imitando la tendencia pietista que domina aún la Masonería anglosajona, pedir a la institución una profesión de fe deísta, implicando la creencia en un Dios personal y más o menos antropomorfo. Lejos de nosotros semejante pensamiento; aún más, si semejante declaración viniera nunca a ser exigida en una Fraternidad iniciática cualquiera, seríamos seguramente el primero en rechazar suscribirla. Pero la fórmula simbólica de reconocimiento del G.·. A.·. del U.·. no comporta nada semejante; ella es suficiente, aun dejando a cada uno la perfecta libertad de sus convicciones personales (carácter que tiene en común con la fórmula islamita del Monoteísmo36, y, desde el punto de vista estrictamente masónico, no se puede razonablemente exigir nada más ni otra cosa que esta simple afirmación del Ser Universal, que corona tan armoniosamente el imponente edificio del simbolismo rituálico de la Orden.
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