jueves, 8 de diciembre de 2011

EL CULTO DE LOS MUERTOS - EGIPCIO


EL CULTO FUNERARIO EGIPCIO

Con las invenciones funerarias, se desarrollo un culto para asegurar al muerto las necesidades vitales, tales como una habitación cómoda y duradera, alimentos, mobiliario, descanso y diversiones. Al principio solo para los reyes y la nobleza, y después para todos. Lo más importante era una situación segura en la otra vida, cuando se reunían con sus kas y se convertían en otro Osiris. De ahí nació el cuidado con que se conservaban las tumbas, consideradas como “el castillo del ka”, con sus habitaciones separadas, sus abundantes ofrendas de alimento y bebida, y sus sacerdotes como “sirvientes de ka” para atender a las necesidades cotidianas del muerto, tanto espirituales como materiales.

Teniendo en cuenta que se enterraban simientes de cereales ya en las sepulturas predinásticas de Merinde-Benisalame, Naqada y El-Amra, la costumbre, cada vez mas extendida, de enterrar objetos con cualidades vivificadoras, con el ajuar funerario se estableció en el valle del Nilo mucho antes de que el culto dinástico concentrase la inmortalidad en la figura cósmica del faraón, como lo rebelan los textos. A partir de la IV dinastía, bajo la influencia del culto solar de Heliópolis, todos los recursos disponibles se emplearon en la construcción de las gigantescas tumbas reales, y el ingenio de los embalsamadores se concentró en la momificación del muerto que había ocupado el trono, de tal modo que todos los demás aspectos del culto de los muertos quedaron oscurecidos. La complicada personalidad del faraón era tan importante para el bienestar del pueblo y para los procesos cósmicos, que la preocupación principal era su renacimiento en el reino de su padre celestial, el dios solar, con todo lo que esto suponía. Era necesario asegurar a toda costa su inmortalidad, ocurriese lo que ocurriese al resto de la humanidad, para evitar cualquier interrupción en el orden natural y en sus fuerzas.

Con la difusión del culto de Osiris, desde Busiris, en el Delta, hasta el Alto y Bajo Egipto, en el final de la V dinastía, la situación de los muertos tomo un carácter distinto. Osiris era al mismo tiempo el señor del infierno y el hijo del dios terrestre Geb y de la diosa celeste Nut.

Muerto por su hermano Seth y resucitado por su mujer y hermana, Isis, con ayuda de su hijo póstumo, Horus, llego a ser el garantizador de la resurrección de todos los hombres. Fue tan importante la influencia de la creencia en Osiris –centrada en la resurrección y en todo lo que esta supone- que los teólogos de Heliópolis se vieron obligados a incorporarla en su credo solar, y a reconocer a Osiris la categoría y algunos de los tributos y prerrogativas de Re, dios del sol, y a darle un puesto en su reino celestial. Esta osirianización del culto solar de Heliópolis llevo consigo, hacia el final del reino antiguo (hacia 2250), la generalización de la esperanza de inmortalidad para los simples mortales, que no pretendían ser de origen divino como los faraones. También aquellos podían gozar del mismo proceso de resurrección, más allá de la tumba, igual que Osiris había sido resucitado por Anubis, con ayuda de Isis y Nefitis. Esto incluía la técnica y el ritual de la momificación, tal como se efectuaba con los cadáveres de los faraones.

Esto no era una innovación completa, ya que se habían hecho tentativas de conservar los cuerpos después de la muerte desde muy al principio del periodo dinástico. Pero una vez que se admitió la interpretación Osiriana de la otra vida, la ceremonia de la momificación se convirtió en una imitación minuciosa de lo que le habían hecho al propio Osiris después de que sus restos dispersos fueron recogidos, reconstruidos y resucitados, y los embalsamadores desempeñaban el papel de Toth y de Horus y llevaban caretas que representaban a estos.

El agua que se empleaba para la lustración de la estatua del muerto en el serdab, o cámara funeraria, procedía del Nilo, identificado con Osiris, y se interpretaba como el fluido regenerador y purificador que emanaba de este, y producía en el cadáver el mismo efecto que las libaciones.

Todos los difuntos, por tanto, podían ser tratados del mismo modo que el faraón, si sus recursos se lo permitían, cuando el culto funerario se democratizo al principio del Reino Medio (hacia el año 2000).

LA VIDA DEL ALMA

Es evidente que el culto de los muertos, al principio, tenia su centro en la tumba (donde el alma tenia su casa subterránea) o en algún otro lugar bajo tierra, donde sus necesidades eran análogas a las que tenían en vida. Así se deduce de la creciente atención que se prestaba al enterramiento y a la construcción y provisión de la sepultura con todo lo necesario para la comodidad y bienestar de los ocupantes. Estas prácticas estaban tan arraigadas que, incluso después de que se generalizo la idea de que el alma abandonaba el cuerpo y volaba al cielo para reunirse con su ka en el reino celestial, las dos concepciones de la vida ultraterrena siguieron coexistiendo. Lo mismo que los dioses, primero los faraones y luego lo muerto en general, se creían que estaban en el cielo y bajo tierra al mismo tiempo, ya que estaban provistos de un espíritu inmortal ( ba y de un cuerpo imperecedero representado por la estatua, a parte del ka como genio protector que dirigía su suerte en este y en el otro mundo. Al morir, el ba abandona el cuerpo, generalmente en forma de pájaro o en cualquier otra manifestación exterior, y marchaba a su futura morada, ya fuese en el cielo o bajo tierra, o en la tumba, mientras que el ka –que se identificaba con la personalidad (akh) o sea el “yo” total- ejercía sus funciones tanto aquí como en el mas allá, como una entidad casi divina, estrechamente asociada con el cuerpo, pero independiente y separable de este.

Las complicaciones y contradicciones existentes en la concepción de la constitución psicofísica del ser humano y en cuanto al destino del hombre en la otra vida, se debían en parte a una general confusión de las especulaciones y pensamientos sobre la naturaleza y atributos de los faraones en cuanto seres divinos y de la aplicación de esto a la humanidad en general, y en parte a la osirianización de la teoría del origen solar. Así, en los textos de las pirámides el tema básico es la obtención, para el que ocupa el trono, de una vida eterna en el reino celestial de Re, ligado con el tema de la identificación del rey Osiris, en los términos del mito de Isis y Horus, transferido desde las regiones infernales y el desierto situado al oeste del Delta al mundo celestial, a donde el regio difunto ascendía por una escalera o trepando por el rabo de la vaca celeste o con el humo del incienso, o incluso volando como un pájaro con cabeza humana. Allí podía convertirse en una de las estrellas, visibles durante la noche, que abandonan el cuerpo de la diosa celestial Nut, representada en la tumba por la estrella pintada en el techo de la cámara funeraria y por la figura de la diosa en la cara inferior en la tapa del ataúd. Pero como Osiris tenia que ser revivificado por las ceremonias de “la apertura de la boca” y por las ofrendas en memoria del regalo del Ojo de Horus a Osiris muerto, esto también se inscribía en las paredes de la tumba. Entonces el ba podía abandonar el cuerpo en la tumba y reunirse en el cielo para siempre con su ka. Cual era exactamente la relación entre este doble espiritual y el cuerpo que quedaba en la sepultura no es nada claro, y probablemente nunca fue bien definido, ya que el pensamiento lógico y las determinaciones claras y concretas de conceptos abstractos quedan siempre fuera de la especulación mito poética y de la esfera del culto.

LA OTRA VIDA

Es mas, cuando estas ideas y el uso mágico de los textos de las Pirámides se extendieron desde los faraones a todos los súbditos, la antigua idea osiriana de la otra vida se reinterpreto de acuerdo con la idea del Mas Allá sola heliopolitano, que originariamente solo se aplicaba al rey, como hijo físico de Re, de tal modo que se convertía al tiempo en Re y en Osiris y reinaba en función de Horus. A partir del Reino Medio (entre 2000 y 1780), cuando todo el mundo esperaba convertirse en Osiris al morir, e incluso a veces podía llegar a ser una estrella en el horizonte de Nut y tomar parte en el viaje nocturno del sol a través de los infiernos (Duat) para nacer con una nueva vida a la mañana siguiente, se adoptaron las fórmulas mágicas que hasta entonces solo se empleaban en los funerales de los reyes, para usarlas aplicadas a los simples mortales, con objeto de capacitar a sus bas para que abandonasen la tumba y alcanzasen todas las delicias de la otra vida, tal como aparecían pintadas en los muros del cementerio y en los lados de los ataúdes. Estas formulas consistían en citas de los textos de las Pirámides, del Libro de los Muertos y de los llamados textos de los Ataúdes. Los textos de las Pirámides eran, sin embargo, esencialmente solares en cuanto a su escatología, representando la otra vida como el reino celeste del dios solar. Al principio esto se aplicaba solo al faraón, que era transportado en barca de una a otra orilla del río y guiado por Nut, o bien volaba hacia el cielo, en forma de halcón, o era llevado a los reinos de Re subiendo por la escalera celeste. A su llegada se abrían las dobles puertas del cielo y los heraldos anunciaban su advenimiento.

Una vez saludado por los dioses, subía en el barco de Re y navegaba con este, comía la comida divina y era amamantado por una diosa. En cuanto hijo de su padre celestial, con quien se identificaba completamente (y a veces hasta se consideraba superior a él), participaba de todas las delicias de la bienaventuranza eterna.

EL JUICIO

Cuando se osirianizó y se democratizó la otra vida, estos privilegios se convirtieron en propiedad común de cuantos llenasen las condiciones exigidas y pudiesen pasar favorablemente el juicio después de la muerte, en el que comparecían ante Osiris como juez, ayudado por 42 asesores, en la sala de la doble verdad. Ya no bastaba con la posesión y conocimiento de las formulas de los textos de las Pirámides (como en el caso del rey, que era divino por si mismo), aunque las manipulaciones mágicas del Libro de los Muertos todavía desempeñaban una parte importante en cuanto al destino final del difunto. Es cierto que la idea del juicio incluía una investigación muy minuciosa de toda clase de transgresiones y que en esto las cualidades morales eran un factor importante, pero cuando el corazón se pesaba en la balanza contra la verdad, simbolizada por una pluma o por una imagen de la diosa Maat, personificación de la justicia y del orden divino en el mundo y en la sociedad, así como de la ley moral, no era algo de una rigidez tan estricta en el sentido ético como la que luego hubo en el judaísmo de los profetas y posterior al destierro. Bastaba con comprobar que el individuo se había portado de acuerdo con el orden divino, tal como lo registraba el equilibrio de la balanza manipulada por Toth.

Ser “veraz de corazón y de palabra”, como Osiris, era algo que Mat calculaba y en cuya determinación parece haberse tenido en cuenta cierta valoración de las buenas y malas acciones. En todo caso, la presencia del llamado “devorador” (un monstruo híbrido en forma de cocodrilo, hipopótamo y león), que estaba al pie de la balanza, indica que el resultado no era una conclusión prevista e inevitablemente favorable para el alma. Verdaderamente, en el Reino Medio, aunque Osiris era el dios de este trasmundo democratizado, aun existían alusiones a “aquellas balanzas de Re, en donde se pesa la justicia” como arbitro moral ante el que todos debían ser tratados justamente y recompensados si sus hechos lo merecían. Así como Osiris había sido juzgado y hallado inocente en la sala del juicio del templo de Heliópolis, igualmente los mortales que aparecían ante el osirianizado tribunal solar podían esperar que se les hiciese justicia en aquella solemne sesión. Sin embargo, el asunto era demasiado serio y había que calcular todos los riesgos. Se acudía, por tanto, también a las antiguas manipulaciones mágicas, planeadas para conseguir una efectiva “declaración de inocencia”, una vez que las buenas acciones y las confesiones negativas quedaban debidamente inscritas en los papiros o en los escarabeos que se incluían en el equipo funerario. Solo entonces podía estar el difunto seguro de que sus pecados serian eliminados y de que su culpabilidad quedaría cancelada por “el peso de la balanza el día del reconocimiento del testimonio” y de que se le permitiría “reunirse con los que estaban en la barca del sol”. Una vez hecho esto, era común creencia que el fallo del tribunal no podía ser protestado por ningún dios ni diosa y que la balanza señalaría una superioridad del bien respecto al mal.

En esta combinación de formulas mágicas y de aplicación de la justicia consistía la idea egipcia del juicio en la otra vida, según la visión osirianizada en el Reino Medio. Pero incluso la negación de haber cometido ningún pecado de los mencionados en una larga lista en forma de “confesión negativa” y el sumo cuidado que se tomaba para evitar una sentencia adversa, indican alguna percepción de que la rectitud moral era un factor crucial para alcanzar la bienaventuranza eterna, aparte y por encima del ritual mortuorio. Esta encierra una prueba de que existía un contenido moral latente, aun cuando la justicia y al verdad fuesen en gran parte conceptos ampliamente cosmológicos y aunque, sobre todo en el Reino Nuevo, la eficacia de la magia desempeñase un papel cada vez mas importante en la preparación para el juicio. Y así, bajo la renovada influencia del clero de Tebas, las formulas mágicas y los amuletos alcanzaron tal preeminencia que las exigencias éticas de pureza moral se convirtieron en algo completamente nulo y vacío, y la situación en el Mas Allá dependió, cada vez, de las manipulaciones mágicas del Libro de los Muertos y del uso de los talismanes adecuados. Esto estaba de acuerdo con la devolución de las facultades vitales mediante la ceremonia de la “apertura de la boca”, la cual, en una época posterior, se convirtió en un proceso de resurrección por medios mágicos, que extendían su eficacia hasta el otro mundo. Así pues, se colocaba un escarabeo sobre el corazón para evitar que este atestiguase contra el ba en la balanza. Las declaraciones de inocencia se compraban ya redactadas por los escribas para ser rellenadas solamente con el nombre del muerto, declarando que era una persona honesta y que había sido liberado de todo mal por el dios solar e incluso, a veces, amenazando a los dioses con grandes castigos si no de claraban a su favor en el juicio.

Todavía mas: se pretendía que estos textos del Libro de los Muertos, no solo fuesen útiles para asegurar la absolución del muerto, independientemente de su moralidad, sino también para conseguirle todas las delicias de la otra vida. Y así, en el “Libro del escriba Ani” se dice que, si aquello se escribe en el ataúd, el ocupante de este “será satisfecho diariamente en todos sus deseos y llegará a su lugar sin necesidad de prepararse. Y allí se le dará pan y cerveza y carne del altar de Osiris. Entrara en paz en el campo de Earu, de acuerdo con los decretos del que esta en la ciudad de Dedu. Se le dará allí trigo y cebada. Prosperará como lo hacia sobre la tierra. Y podrá hacer todo lo que desee, igual que los nueve dioses que están en el trasmundo, y así hasta dos millones de veces. Es igual a Osiris. Firmado: el escriba de Ani”.

LAS FIGURAS DE USHABTI

Además de todas estas fórmulas y textos mágicos sepulcrales para expulsar el mal, justificar el alma, defenderla contra el encuentro de enemigos malignos y capacitarla para alcanzar los goces de la vida eterna, se desarrolló también la antigua costumbre de depositar en la tumba figuritas de madera de los sirvientes del muerto. Desde el final del Antiguo Reino, estas figuritas, llamadas Ushabti (es decir, “los que responden”), representando labradores con aperos agrícolas, se usaban como figuras supletorias para que ocupasen el lugar del muerto e hiciesen su trabajo cuando este fuese llamado a trabajar en los Campos Elíseos. A veces aparecen nombres de personas escritos sobre pinturas de sirvientes que llevaban sacos de trigo u ocupados en otros trabajos serviles, pintadas en las paredes de la tumba, indicando que los que habían estado al servicio del difunto en vida mientras vivían, seguirían con su trabajo y situación habitual después de la muerte. Así pues, se pensaba que también ellos tenían una vida inmortal más allá del sepulcro y, a su vez, necesitaban de otros Ushabti, pues en alguna de las estatuillas aparece escrita la siguiente fórmula: “Oh, Ushabti, si X (aquí el nombre del difunto) es llamado para realizar alguna de las clases de trabajo que hay que hacer en el otro mundo, como hombre que cumple su deber, como es hacer florecer los campos, regar las riberas o llevar arena del este al oeste, tu dirás: presente”.

En el Reino Nuevo estos Ushabtis, en forma de una momia, representaban al propio difunto, así como a sus sirvientes, cada cual en su oficio. El número de ellos creció rápidamente, hasta que al final cada muerto tenía un Ushabti para cada día del año. De ahí proceden los numerosos ejemplares que se encuentran en los museos. A la mayor parte se les designaban trabajos agrícolas, lo que indica que sobrevivía la idea de un paraíso terrenal en el que eran necesarias tareas de esta especie, pues los Campos Elíseos venían a ser una mundo como éste, aunque idealizado. Los gobernantes, los burócratas, los artesanos y los soldados, libres de estos trabajos serviles, navegaban por los canales del Nilo celeste, jugaban a las damas, se contaban cuentos y cantaban canciones, aparte de intervenir en los banquetes celestiales y de participar de las ofrendas de comida y bebida que les hacían en las tumbas sus herederos, gracias a lo cual se mantenían en contacto con este mundo.

LOS CAMPOS DE LOS BIENAVENTURADOS

La descripción de esta idea del otro mundo demuestra bien claramente cuan importante era la creencia en la continuación de la vida terrena, en condiciones de perfección que proporcionaban el máximo de placer, al menos para las clases más afortunadas y privilegiadas de la comunidad. Pero esta no era, en modo alguno, la única interpretación de la inmortalidad. La primitiva idea del otro mundo persistía en la tradición osiriana y encontraba su expresión en los Campos de los Bienaventurados. Quizá fuera sumergida y reinterpretada por la idea de un reino solar celeste gobernado por Re, en sus varias manifestaciones, tal como consta en los textos de las Pirámides. Al principio, afectaba solamente al rey, pero después se extendió a todos los que cumplían las condiciones previas y eran aprobados en el juicio. Además una tercera posibilidad era subir al cielo y quedarse allí como estrellas, en una gloria celestial alejada de todas las condiciones terrenales y de todos los contactos con este mundo. Pero la idea que prevaleció fue la de una combinación de infierno, mundo celeste y paraíso occidental, donde
–con ayuda de trucos mágicos y de ofrendas sacrificiales- se conservaban la posición social y las ocupaciones terrenas del muerto; el infierno perdía así todo carácter sombrío y se convertía en un placentero paraíso con ríos, lagos, islas y una tierra muy fértil, arada por los bueyes celestiales, que producía frutos cada vez en mayor abundancia y perfección.

Desde tiempos del Reino Medio, este reino de Osiris, llamado Duat, se dividía, como el mismo Egipto, en alto y bajo, y corría a través de el un río, correspondiente al Nilo, a lo largo del cual el dios solar, acompañado de otros dioses, como Geb y Toth, efectuaba su viaje nocturno de oeste a este, para dar luz, aire y alimento a sus súbditos. Al amanecer surgía entre dos montañas para emprender su viaje por el cielo en su barco. Esto era una anomalía, ya que el dios solar en sentido estricto no tenia nada que hacer en el territorio de Osiris ni éste en el de aquel. Pero la escatología egipcia no era nada coherente y el relato del viaje nocturno de Re, tal como se nos cuenta en el “Libro de las Puertas” o en el “Libro de Am Duat” (es decir, “del que esta en el infierno”), no tenía en su origen nada que ver, o muy poco, con Osiris ni con el otro mundo, hasta que, a su debido tiempo, la teología solar fue osirianizada. Solo entonces, en el “Libro de los Muertos”, se colocó la Sala del Juicio de Osiris entre el quinto y el sexto recinto del Duat, y la escatología osiriana se incorporó dentro de un simbolismo solar, juntamente con una acentuación de la importancia de paraíso occidental. La aparición del Dios del Sol desde el Duat se identificó con la resurrección de Osiris, conforme la doctrina osiriana de la otra vida fue dominando cada vez más, a pesar de los reiterados esfuerzos del clero de Tebas para resucitar las tradiciones solares.


Bibliografía, “Los Dioses del Mundo Antiguo”, E. O. James.


COSMOGONÍA EGIPCIA


En Egipto los mismos creadores surgieron de un caos acuático y luego procedieron a dar vida a otras divinidades, que eran personificaciones del cosmos en sus diversas partes y aspectos. Toda la vida surgió del abismo primordial, llamado Nun, y desde entonces el sol ha seguido renaciendo de las aguas subterráneas cada mañana, igual que de ellas salía la inundación anual del Nilo vivificador, identificado con Osiris, del cual dependía la vegetación, para crecer y renovarse cuando se retiraban las aguas y reaparecía el suelo fértil. No es sorprendente que se personificasen como divinidades esta agua, ya que, juntamente con el sol (que se pensaba que nacía de ellas para hacer su carrera diaria por el horizonte), eran la fuente de toda vitalidad.

Ciertamente se podía decir que todos los dioses “procedían de Nun”, ya que, en último término, el abismo primordial se consideraba como el padre de los dioses, de quien había nacido espontáneamente el creador del mundo, conocido con diversos nombres en según los centros de culto, Atum-Re en Heliópolis, Ptha en Menfis, Toth en Hermópolis y Khnun en Elefantina, aunque cada cual podía subordinarse a alguno de los otros en otro lugar. Por consiguiente, tanto el orden divino como el orden cósmico, se establecían a partir de Nun, y es probable que, bajo la multiplicidad de divinidades relacionadas con la creación, hubiese originariamente un solo Ser Supremo como fuente trascendente de toda actividad creadora, reuniendo en si mismo los diversos atributos y aspectos del cosmos y siendo responsable del gobierno de todos los procesos cósmicos.

De esta manera, una misma raíz lingüística pone en relación el cielo, las nubes y la lluvia, con sus personificaciones principales en el Creador y en las manifestaciones de éste en la naturaleza, como son el rayo y el trueno. Zeus o Dyaus Pitar entre los indoeuropeos, o Teshub en Anatolia, era originariamente el dios del cielo, de la tormenta y de la atmósfera, conocido con varios nombres antes de asumir las funciones de los diversos dioses que asimiló, y en Egipto el dios-halcón Horus, “el excelso”, era considerado como una divinidad del cielo con capacidad creadora, antes de que adquiriese una significación solar y finalmente un papel osiriano. En vista de la importancia que tiene el sol en el valle del Nilo, como dispensador de vida y como fuerza destructora, no es sorprendente que llegase a ser el símbolo predominante de la creación, incluso aunque el Ptah de Menfis, creador de si mismo, conservó su situación como creador único del universo y de los dioses, siendo estos conceptos objetivados de su mente.

LA TEOLOGIA DE MENFIS

Sin embargo, Ptah originalmente era representado en la teología de Menfis como anterior al dios solar Atum, ya que los ocho dioses que extrajeron al sol de las aguas primordiales eran creación de aquél, igual que lo eran los ocho elementos primeros del caos, con los que se le identificaba en cuanto Ptah-Ta-Tjenen “Ptah de la tierra emergida”, o sea la Colina Primordial que el saco de Nun para convertirla en el centro de la tierra. Por consiguiente, todo lo que existe procede de el y funcione gracias a el como causa de toda creación. Al pensar, en cuanto “corazón”, y al mandar, en cuanto a “lengua”, Ptah fabricó con su torno de alfarero un huevo, dentro del cual estaba la tierra, o bien, como creían algunos, lo modeló como si fuera una estatua. Dentro de esta idea más abstracta de la creación, propia de la teología de Menfis, Ptah es el “creador grande y poderoso”, del cual procede todo el orden de mundo, prácticamente ex nihilo. “En su corazón y en su lengua” llegó a existir algo así como la forma de Atum, y por el proceso creador de su pensamiento el resto de los nueve dioses fueron creados y colocados en sus respectivos templos. Una vez realizado esto, fueron creados de manera similar, por el pensamiento y la palabra de Ptah, “los hombres, los animales y todo cuanto se mueve o vive”. Así se comprende que su poder fuese mayor que el de los otros dioses, y que pudiese descansar de su trabajo y quedar contento de todo lo que había hecho.

Cuando Menfis llegó a predominar súbitamente con la primera dinastía, los teólogos se dieron cuenta de que su dios Ptah tenía que ser más grande que todos los demás dioses, incluyendo el propio Atum heliopolitano, que se representaba como engendrando por si solo a Shu y a Tefnut (la atmósfera y la humedad), fecundándose así mismo por la boca. Ptah por su parte, había concebido todas las cosas en su “corazón” (es decir, en su mente) y las había producido por sus palabras (es decir, por su “lengua”). Para este fin dichos teólogos utilizaron todos los recursos a su alcance: la idea del dios solar naciendo del caos, la creación de las ocho divinidades del cielo y de la tierra a partir del abismo, una serie de ocho dioses convertida en una de nueve al añadirse a Atum, etc. Solo entonces fue posible poner a Ptha en lugar de Atum como cabeza del panteón y convertirle en la última fuente del proceso creador, estableciéndole como “el creador desde el gran trono” e identificándole con los dioses originales de la Ogdóada:

Ptah-Nun, el padre que produjo a Atum;
Ptah-Naunet, la madre que parió a Atum;
Ptah el grande, el que es, el corazón y la lengua de la Ennéada,
Ptah, que hizo nacer a todos los dioses.

Todo esto lo había creado de la nada, anterior incluso al caos, así como Atum, la cabeza de la Ennéada, con el cuál empezó la obra de la creación cuando los dioses y las fuerzas cósmicas divinas se pusieron en relación con el universo físico.

Mientras los demás dioses creaban por procedimientos físicos, Ptah ejercía sus funciones espiritualmente en el reino de las ideas, mediante el pensamiento y la palabra, marchando así por delante del resto del panteón como el “Gran Unico” o como el “Señor de los Dos Países”. Todos los demás dioses le rendían homenaje y estaban satisfechos por asociarse con el. Como ha hecho notar Breasted, parece que en estas primitivas especulaciones hay una anticipación de la doctrina de Filón sobre el Logos, dentro del contexto de la cosmología egipcia. Era, no obstante, un cosmos en que los dioses y los hombres tenían relaciones mutuas y participaban de una naturaleza común con el sumo creador, muy lejano todavía, del Dios trascendente del monoteísmo hebreo y de la fe y el culto cristiano, y de la primera causa griega del universo como principio de inteligencia divina y de orden cósmico. El objetivo principal de la teología menfita era consolidar a Menfis como centro del estado teocrático y unificar el Alto y el Bajo Egipto como una dualidad única, gobernada por un faraón en quien se resumía todo lo que había de divino en el valle del Nilo. Aunque el cato de la creación se describía en términos espirituales en relación con las manifestaciones del pensamiento del creador, como fuente de todo lo que existe, tanto humano como divino, Ptah representaba en primera instancia la potencia universal, aunque su naturaleza era más bien trascendente que inmanente. Pero creaba los dioses locales y las ciudades y los ordenaba por jerarquías dentro de un panteón politeísta.

Sin embargo, la teología de Menfis nunca obtuvo un consenso unánime en Egipto. Era demasiado abstracta para ser generalmente aceptable, y el pueblo como conjunto se dirigió más bien a Atum y Amon-Re, incorporados en el sol y en el viento, y encarnados en el monarca reinante como centro dinámico del orden cósmico y político. En la mitología solar, el sol que todo lo envuelve, se representaba volando por el horizonte como un halcón, o como el escarabajo creado por si mismo que iba empujando la bola del sol a través del cielo durante el día, y por la noche como un hombre viejo que caminaba vacilante hasta ocultarse por el oeste. La tierra se representaba rodeada de montañas, sobre las cuales se apoyaba el cielo, personificado por la misma Nut. Por debajo estaba el gran abismo, del cual el dios solar nacía cada mañana como al comienzo de la creación, cuando surgió como primogénito del océano primordial, es decir, de Nun. Hasta que Shu, dios del aire y padre de Nut, se puso en pie sobre la tierra y levantó a su hija con sus brazos, el cielo y la tierra no estaban separados. A su vez la bóveda del cielo se representaba como una enorme vaca sostenida por los dioses, y cuyo vientre estaba sembrado de estrellas. Debajo de ella estaba la Vía Láctea, cruzada todos los días por el barco del sol tripulado por las estrellas personificadas.

LA ENNEADA DE HELIOPOLIS

En los reinos celestiales, Atum llegó a ser supremo y ejerció sus funciones creadoras cuando su culto de significado cósmico alcanzó el predominio en el Antiguo Reino bajo la influencia poderosa de Heliópolis. Durante la quinta dinastía (hacia 2380), cuando esta ciudad se convirtió en capital y en centro del culto solar, el llegó a ser la cabeza de la Ennéada y el faraón tomo el título de “hijo de Re”. Allí existía la “Casa del Obelisco”, dentro del templo, que se pretendía estaba fundada sobre la primitiva colina de arena sobre la que Atum se había aparecido en un principio. En consecuencia, aquel lugar era considerado como el centro de las fuerzas creadoras que Atum reunió en si mismo cuando vino a ser el progenitor de la gran Ennéada; de Shu (el aire) y de Tefnut la humedad), de Geb (la tierra) y de Nut (el cielo), mientras que Osiris e Isis, y Set y Neftis eran hijos de Geb y Nut. En torno a Atum-Re se desenvolvió una mitología muy complicada en la época de las Pirámides y, en cuanto dios supremo, se convirtió en el creador que se creaba a si mismo, en fuente de la vida y de la generación, así como en padre de los dioses y personificación del sol en sus múltiples formas y oficios. Era el gobernante del mundo en los cuatro confines del horizonte, y al mismo tiempo ejercía una protección especial sobre Egipto, ya que el rey era su hijo y su encarnación visible sobre la tierra.

LA SIMBOLOGÍA DE LOS DOS PAISES

Sin embargo, el símbolo cosmológico del Valle del Nilo no eran los cuatro puntos cardinales del mundo, sino los “Dos Países”. Según Frankfort esta idea antiquísima del Reino de los Dos Países, que resurgió por analogía con un simbolismo dualista mucho después de que la unificación del Alto y del Bajo Egipto, atribuida a Menes, fuera un hecho consumado, respondía muy bien a la manera de pensar de los egipcios, que estaban siempre inclinados a interpretar el mundo en términos dualistas, como series de parejas y de contrastes en un equilibrio estable: cielo y tierra, norte y sur, Geb y Nut, Shu y Tefnut. Wilson, por su parte, ha llegado a la conclusión de que era la dualidad de los Dos Países lo que produjo esta interpretación dualista. Esto no es de ninguna manera imposible, ya que Egipto siempre ha sido primordialmente “el don del Nilo” y que el río, juntamente con el sol, era la fuente y el símbolo de la vida del país y de los habitantes.
El curso alto y el curso bajo del mismo Nilo fueron las divisiones más importantes, constantemente en conflicto hasta que fueron unificadas como un todo dualista y a continuación puestas en relación con el culto solar y con la idea de un mundo de cuatro dimensiones. El mundo del horizonte y el mundo de los Dos Países a menudo estaban en una situación de tensión, de choque, expresada en los mitos de Horus y Set, y el faraón actuaba de mediador entre las fuerzas divinas del orden cósmico para el bienestar del pueblo unificado. Él era el centro dinámico y estabilizador del país y quien lo ponía en contacto con las fuerzas divinas y con los poderes dominantes del universo mediante un proceso sacramental, ya que el mismo rey era una figura cósmica y el cuerpo de estas fuerzas. De hecho, era el dios por cuya acción todas las cosas vivían y se movían y existían en el valle del Nilo, y era consubstancial con su padre celestial Atum-Re.

Así era como la fuente de toda la vida y de todo el orden, era también el campeón de la justicia, ya que “vivía por Maat”, dispersando las tinieblas del desorden y haciendo resplandecer el brillo de Maat en el triple sentido cósmico, social y ético, como ritmo del universo, como buen gobierno, armoniosas relaciones humanas, ley, justicia y verdad. El universo, de hecho, era considerado como una monarquía y el primer faraón egipcio y sus sucesores eran los reyes del mundo en virtud de su descendencia de Atum-Re y de haber consolidado a los Dos Países en una sola nación bien equilibrada, como el ritmo estacional seguro del Nilo que continúa su curso anual con evidente regularidad.

LA OGDOADA DE HERMOPOLIS

Lo mismo que en las cosmogonías de Menfis y de Heliópolis, había en Hermópolis una Colina Primordial que se decía que apareció al comienzo de los tiempos como una isla de llamas en medio de las aguas primitivas, y una serie de ocho dioses y diosas que personificaban el caos amorfo anterior a la creación. El primer par de estos ocho dioses estaba constituido por Nun (las aguas primitivas) y su consorte Nunet (la extensión del cielo por encima del abismo). La siguiente pareja eran Huh y Huker (la expansión imperceptible del primer caos amorfo) seguidos por Kuk y Kuket (las tinieblas y la oscuridad). Finalmente, Amon y Amonet, los aspectos intangibles y secretos del caos, aparecieron soplando como el viento sin indicar de dónde venían ni a dónde iban.

A la cabeza de todo esto estaba Thoth, probablemente un antiguo dios del Delta, que era también miembro de la Ennéada de Heliópolis y que, juntamente con Horus, representaba el corazón y la lengua de Atum y de Ptah. Aunque nunca fue realmente uno de los ocho, se creía que estos ocho dioses eran las almas de Toth. En forma de ibis, puso un huevo sobre las aguas de Nun y de allí nació el Dios del Sol, aunque se decía también a veces que había surgido de una flor de loto. En su forma hermopolitana, Thoth era auto engendrado, era una personificación de la inteligencia, omnisciencia y omnipotencia divinas y ejercía su acción creadora por su propio poder divino, por “las palabras de su voz”. Pero la miología de Hermópolis está tan desesperadamente confusa, que es imposible estar seguro de si Atum produjo a los ocho dioses o estos le crearon a el, y en cuanto a la exacta relación existente entre Thoth y ellos, y a sus funciones cósmicas, no es posible determinarlas con ninguna exactitud. Después, en el Reino Nuevo, Amon se convirtió en la cabeza del panteón e incluso de la Ennéada tebana, habiéndosele asociado con el Re de Heliópolis y con su culto en la nueva capital (Tebas), donde la cosmología y la teología de Amon-Re de Heliópolis y de Thoth de Hermópolis fueron amalgamadas, quedando Amon como suprema divinidad solar. Thoth dejó de ejercer funciones creadoras y se convirtió en el Dios de la Sabiduría y finalmente en el juez de los muertos, siendo el quien dictaba la sentencia, una vez que las almas habían sido pesadas delante de Osiris. Sus antiguas relaciones con la luna parecen ser la causa de que se le considerase como un contador del tiempo y de los números, ya que los cálculos se hacían siguiendo el curso de la luna.

AMON-RE EN TEBAS

Durante el Reino Nuevo, Tebas llego a adquirir preeminencia como la más importante de las ciudades sagradas, ya que el “ojo de Re” absorbió las cosmogonías de Menfis, de Heliópolis y de Hermópolis y sus respectivos panteones, al hacer de Amon el cuerpo de Ptah y la cara de Re, que dominaba y penetraba todo el universo, desde los cielos a los infiernos. No hubo, sin embargo, ningún dios venerado como único ser supremo en ningún lugar de Egipto, excepto durante el breve período de Ejnaton, cuando Aton, una fuerza monoteísta manifiesta en el disco del sol, fue temporalmente exaltado como dios único. Pero esto resultaba completamente a la idea egipcia de lo divino e inmediatamente después de la muerte de Ejnaton (hacia 1366) se restauró la combinación politeísta normal de los dioses, jerarquizados en panteones en torno a un centro primario de fuerza creadora, con Amon-Re de Tebas como última fuente de existencia.

Los faraones eran su representación y su encarnación, pero se les identificaba también con otra serie de dioses relacionados con los procesos cósmicos y comprendidos como una unidad divina dentro de las diversas formas de la Ogdóada, en que se manifestaban las cualidades, los atributos y las actividades de Amon sobre el universo en general y sobre la tierra de Egipto en particular. Habiendo producido al ser de todas las cosas, Amon continuaba gobernando las estaciones y los días, navegando sobre los cielos y por los infiernos en su barco, mandando en los vientos y en las nubes, hablando mediante el trueno y dando la vida a los hombres, a los animales y a las plantas. Y así, Tutanjamun restauró la sucesión de Amon en Tebas, después de la muerte de Ejnaton, y devolvió a aquella ciudad el carácter de capital del imperio. Entonces se dijo que había “expulsado el desorden de los Dos Países y que el orden (Maat) había sido instalado en su lugar como en los primeros tiempos (o sea, la creación)”. En cuanto la sociedad era parte integrante del orden divino del universo, que incluía la verdad y la justicia, sus leyes eran idénticas de las leyes naturales y de sus procesos y todo ello estaba igualmente originado e igualmente gobernado por el creador y por su encarnación en la tierra. Por consiguiente, cualquier perturbación en uno de los ámbitos (como la herejía de Ejnaton) tenía una repercusión en las demás esferas del cosmos. En consecuencia, para mantener las condiciones del florecimiento del país como en los tiempos primitivos, Maat debía ser puesta en el lugar del desorden y de la mentira. Esto fue llevado a cabo por el faraón y sus sacerdotes, que transmitían la Maat desde el mundo de los dioses, para conseguir el orden y buen gobierno en la tierra.

EL DIOS CONSTRUCTOR KHNUN

Sin embargo, ningún dios particular tenía el monopolio absoluto de todos los poderes y fuerzas implicadas en esta compleja concepción cosmológica del valle del Nilo. Mientras que en Heliópolis, en Hermópolis y en Tebas el dios solar era la fuente primordial, en Menfis el dios terrestre, Ptah, era el que reinaba sobre los demás. En Elefantina y en Filae, Khnun, un antiguo dios de la primera catarata, era “el hacedor del cielo, de la tierra y del infierno, y del agua y de las montañas” y fabricó al hombre con barro mediante un torno de alfarero. Levantó el cielo sobre sus cuatro pilares y creó el Nilo. Sus poderes eran tan grandes en cuanto constructor de dioses y hombres y ordenador de los fenómenos cósmicos, que ocupaba una posición importante entre los grandes creadores, no muy distinta de la que ocupaba Ptah. Su símbolo era el carnero, que se convirtió en el “alma viviente de Re”, y se le representaba también con cabeza de halcón, para identificarlo con Horus como dios celeste. Era tan estrecha su relación con Re que, de hecho, a veces se le llamaba Khunun-Re, y con este carácter era una manifestación del poder del dios solar en sus diversos aspectos, particularmente en cuanto a la fuerza de procreación. Y finalmente el rey, como centro vital de Egipto, era equiparado con Khnun en cuanto dios constructor, “el engendrador que da el ser a los hombres”.

EL ORDEN COSMOLOGICO

El universo físico, del cual el valle del Nilo era el centro, se pensaba que había surgido del océano primordial. Este, Nun, subsistía aún debajo de la tierra y la rodeaba como el “Gran Círculo”, lo mismo que los griegos llamaban Okéanos. Que el mundo, tanto el cielo como la tierra, fuese soportado por una vaca, una diosa, una cadena de montañas o unos pilares en los cuatro puntos cardinales, y que el sol fuese hijo de la diosa celeste, el ternero de Hathor o el auto creado Atum-Re-Khepri, todo esto dependía de cual fuese el mito cosmogónico principal que se aceptase y el centro cultural con el que este mito estuviese asociado: Heliópolis, Menfis, Hermópolis, Tebas o Elefantina. Los relatos de la creación en que los diversos dioses eran representados como la fuente primaria y coeterna de toda la existencia (ya se tratase de Atum-Re, de Ptah, de Thoth, de Amon-Re o de Khnun) encerraban en el fondo, a pesar de sus incoherencias, la idea de una actividad divina creadora, que se manifestaba en el sol, en el viento, en la tierra y en los cielos, haciendo y modelando todas las cosas de acuerdo con planes y propósitos predeterminados. Esto se lograba o por medio de un proceso sexual de procreación por parte del creador, o por la proyección de su pensamiento expresado en la palabra divina.

Dentro de este simbolismo cósmico, el Nilo, el sol, el cielo, el toro y la vaca, predominaban como personificación de los poderes divinos creadores manifestados en los fenómenos cósmicos. Las aguas de la inundación, dividiendo claramente el país en sur y norte, esto es, en Alto y Bajo Egipto, constituyen la más antigua y fundamental imagen de estos aspectos de creación renovada, mientras que el sol, particularmente en el sur, no se convirtió hasta mucho después en la figura dominante. Desde Heliópolis, la teología solar se extendió sobre todo el país, de tal modo que prácticamente cada dios local se identificó de alguna manera con el dios solar y los cultos de todos los templos se ordenaron sobre la liturgia de Heliópolis, así como su gran Ennéada y su Colina Primordial llegaron a ser el modelo de todas las mitologías cósmicas.

Junto a esta cosmología solar, conservaba una gran difusión otra basada en el océano primordial con sus diversas ramificaciones sobre, alrededor y debajo de la tierra. Esto acabó por aplicarse también al reino de los cielos, cuando la casa de los muertos se convirtió en el Duat o Campos Elíseos, en la parte norte del cielo, donde se situaban las estrellas polares. El infierno osiriano se emplazó al oeste y el mismo Osiris se convirtió en la estrella Orión (“la estrella del horizonte desde el cual Re se aleja”), naciendo y muriendo cada día, seguido por Isis, convertida en la estrella del perro o Sotis. La pálida y cérea luna también se identificó con Osiris, representando su muerte y resurrección, y la luna llena vino a ser el ojo de Horus, perdido en la lucha contra Set. Originariamente, la luna parece haber sido una forma de Horus, el hermano gemelo del sol, personificado como Khonsu, que en Tebas aparecía como hijo de Amon y de Mut. En el Reino Nuevo se le identificó como Thoth que, sin embargo, era en su origen el Dios de la Sabiduría. Igual que a Horus, se le representaba como un príncipe joven y muy hermoso, con un disco y una media luna en la cabeza, llevando en la mano el cayado y el látigo de los pastores.


Bibliografía, “Los Dioses del Mundo Antiguo”, E. O. James.

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