viernes, 25 de junio de 2010

Revista Maçônica Internacional el Mercurio


Estimados Irmãos,

Estamos lançando a Revista Maçônica Internacional el Mercurio. Será mensal com artigos em Espanhol e Português.

Editores: Alejandro Mauriño, Argentina

Carlos Quintanilla Yerena, Mexico

Jorge Domínguez Fernández, Cuba

Roberto Aguilar M. S. Silva, Brasil

Victor Salazar Soto , Estados Unidos

Fraternalmente,

Roberto Aguilar M. S. Silva


Oratoria por el 155 aniversario del natalicio del I. H.
José Julián Martí y Pérez, el 27 de enero del 2008.
Dr. Jorge Domínguez Fernández 33
Respetable y Meritoria Logia “Ignacio Agramonte y Loynaz”
Habana, Cuba
Masonería Camagüeyana, Día del Masón. Cena Martiana
Queridos Hermanos, Hermanas, Caballeros, Señoras y demás familiares y amigos
de la Masonería.
Primero que todo elevo mi Plegaria al Gran Arquitecto del Universo, como
Causa Primera, para que envíe su Luz a la semipenumbra de mi intelecto, y así
poder cumplir esta encomienda que se me ha sugerido, de hablar en esta noche,
del I.H. José Julián Martí y Pérez, considerado por todos sin discusión, "El más
Grande de todos los cubanos”
No puede ni debe la Masonería Camagüeyana abstenerse de tributar este
público homenaje a aquel Patriota singular, que no sólo fue masón porque fuera
iniciado en la Logia Armonía de Madrid, perteneciente al Gran Oriente Lusitano,
sino porque todo lo que hizo y pensó nos recuerda los principios masónicos,
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luchando por la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad de todos los hombres, sin
distinción de razas ni condición social cuando expresara “con todos y para el bien
de todos”. Por otro lado debemos recordar que muchas de las páginas más
brillantes de la Historia nuestra fueron escritas por la mano de aquel, que en
medio de una vida vertiginosamente atareada, para todo tuvo tiempo y en todo
ponía su corazón entero, que era fuente inagotable, y la totalidad de sus fuerzas,
que no parecían conocer la intermitencia, ni la fatiga. Martí, al decir de
quienes lo conocieron, hacía florecer cuanto tocaba, porque sabía aprovechar la
más débil chispa, y calentando los corazones, producía con unas cuantas ramas
secas un incendio. A todos comunicaba vigor, por todos lados esparcía vida y la
literatura, la oratoria y el Patriotismo florecían en su tiempo, como si la mano gentil
de un Hada hubiera trazado en torno suyo un círculo resplandeciente.
Decía Varona, que lo conoció muy bien, que nadie hubiera podido sospechar
al verlo afanarse, multiplicarse, acudir a todo, improvisar fiestas, ampliar los
programas, recolectar fondos, sacando recursos no se sabe de dónde, allegando
elementos valiosos, armonizando aptitudes, concertando voluntades, que esta
impaciente actividad, que esta premiosa tarea no eran sino descanso para su
espíritu, hostigado por otros propósitos más altos, persiguiendo otro ideal más
remoto empeñado en otra más grande empresa, en la suya verdadera, en la
definitiva, en la de su existencia, en aquella para lo cual todas las demás que
emprendía y acababa no eran sino preparación y bosquejo. El genio y artista
probaba su mano en trabajos efímeros, para tenerla flexible y educada cuando
hubiera de ponerse a la obra maestra.
En todas las tareas que se impuso encontró siempre dóciles sus múltiples
aptitudes, porque esas varias y brillantes facultades, esas luminosas facetas de su
gran inteligencia, convergían todas, como los radios al centro, a una facultad
suprema, que las animaba y vigorizaba; el entusiasmo. Su portentosa fantasía
desplegaba las alas a todos los vientos del espíritu, más no para vagar al acaso,
con la facilidad gallarda del mero diletante, sino para buscar por cada rumbo lo
mejor, lo más exquisito, la flor de perfección que soñaba, y que su corazón
ardiente le hacía amar con indecibles transportes. Amó siempre su obra. He aquí
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el secreto de sus grandes éxitos. Era cada una la hija predilecta en las horas de
preparación y labor; y la concebía y la quería la más gallarda, la más hermosa, la
más acabada. No colocó su ideal en un mundo inaccesible. Quiso y logró
esculpirlo en la roca de la realidad. Dio valor a cada situación de su vida, precio a
cada trabajo. Hizo cada vez y en cada caso lo más y lo mejor que pudo. No hay
regla de vida más alta, ni más fecunda.
Atravesó la vida como quien lleva en las manos antorcha y pebetero. Más
cuando llegaba el caso, quitaba del cinto el hacha o bajaba del hombro la piqueta
y las empuñaba con resolución. Quería alumbrar y perfumar, pero sabía que
muchas veces es preciso antes descuajar el bosque, o acabar de derruir el edificio
carcomido y ya inservible. Más destruyera, preparara o edificara, todo lo hacía
como si no hubiera de hacer otra cosa. Sabía que este era el medio, el único
medio de hacer al cabo la grande obra, que era el imán de su alma, la que sentía
palpitar debajo de las otras, como se siente bullir el agua profunda en las entrañas
de la roca.
Por eso fue su vida al parecer tan compleja. Peregrinó por el mundo con una
lira, una pluma y una espada. Cantó, habló, escribió, combatió; dejó por todas
partes chispas de su numen, rasgos de su fantasía, pedazos de su corazón; pero
en cualquier ruta, por todos los senderos su vista estaba siempre fija en la solitaria
estrella, que simbolizaba su honda y perpetua aspiración de hogar y patria. De su
poesía se exhala en perfume sutil la nostalgia del desterrado. Cuando su pluma
corre sin freno sobre el papel, cuando su palabra se desborda desde la tribuna, se
adivina que lo aguija, que lo impulsa la visión distante de Cuba que lo llama, y le
pide que escriba para ella y que hable por ella, y alumbre las conciencias y
encienda los corazones. Aquí está la nota profunda de su alma y esto constituye
la unidad perfecta de su vida. Martí poeta, escritor, orador, catedrático, agente
consular, periodista, agitador, conspirador, estadista y soldado no fue en el fondo y
siempre sino Martí patriota. Para ver y abarcar desde un punto central la
existencia tan accidentada de este grande hombre nada es tan adecuado como
considerar su labor política. Esta es la esencia; las demás fases de su vida pública
son detalles y accidentes.
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Cuando se veía a Martí silencioso, la espaciosa y limpia frente decía
inteligencia; los ojos dulces, profundos y melancólicos sobre toda ponderación
decían arte, denotaban la honda simpatía de un alma con todas las cosas tristes,
que son ¡ay! las más bellas en la vida del hombre. Pero cuando Martí hablaba, de
tal suerte vibraban sus palabras, las recorría tal fluido de vida brotando a
borbotones, que empezaba a comprenderse que el soñador escondía un
verdadero hombre de acción. Y si entonces se le veía levantarse nerviosamente
ágil, dirigirse rápido a la tribuna, erguirse en ella, casi abrazarla, llenarla y empezar
a dar salida al raudal impetuoso de sus pensamientos que empujaban las palabras
y rebosaban de ellas, como de cauce demasiado estrecho para contenerlas, el
simétrico cerco de su cabellera tomaba forma de aureola, y el orador se
transfiguraba en apóstol. Se comprendía entonces que aquel hombre hablaba
para obrar, y que su palabra era fuego para calcinar corazones empedernidos y
palanca para levantar pueblos aletargados.
Martí no era un político especulativo. En el gabinete, delante del libro, pensaba
en el club, veía la plaza pública, rebozando de multitudes afanosas, oyendo la
arenga tribunicia que las llama a la conquista del derecho. Los problemas políticos
no tenían para él objeto, sino se resolvían por la concertada acción de sucesos
provocados y previstos. Su temperamento artístico lo hacía encarnar
abstracciones y teorías en hombres y pueblos. Su refinamiento moral lo hacía
comprender que no justifica la acción sino por el bien que de ella resulta. El artista
concebía un ideal político, hermoso y apetecible; el moralista lo cotejaba con la
realidad imperfecta y deforme; y por eso aborrecía esta con todas las fuerzas de
su corazón generoso e iba en pos de aquel con todo el ímpetu de su voluntad
indomable. Martí era y tenía que ser lo que fue, un gran agitador político,…
El niño se hizo hombre en el dolor inmerecido y en la ignominia injusta, y el
hombre comprendió su vocación irrevocable y se sintió profeta. Profeta para
estigmatizar la protervia de la tiranía más inicua y profeta para evocar, predecir y
apresurar la resurrección, la regeneración del pueblo, que bajo esa tiranía
agonizaba...
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En la emigración cubana de los Estados Unidos supo encontrar el
revolucionario su primer punto de apoyo. El propagandista necesitaba otros de
diversa índole; y reanudó su peregrinación por América. Antes había ido por
aquellos pueblos buscando hogar; iba ahora buscando patria. No a pedir a
ninguno Patria prestada, sino a decirles que debían ayudarle para que la tierra en
que había nacido, hermana de ellos por la naturaleza y la historia, pudiera ser
patria de sus hijos. Les mostraba a Cuba, la hermosa y triste Cenicienta del hogar
americano, sola y sin amigos. Les pintaba su belleza y les refería sus infortunios.
Y les hablaba de Europa despótica y de América libre, y les decía que la libertad
americana sería sólo un nombre hueco, mientras en el corazón del continente
hubiera pueblos donde el europeo dominador pusiera la planta como amo, por
derecho de conquista…
Hace poco, llegó a mis manos un artículo de un joven periodista cubano, que
tituló “Mi primer abrazo a José Martí” y dice así:
A menudo recuerdo aquella primera vez en que, con tamaña sorpresa, le di un
abrazo a José Martí.
Antes lo había visto, lo quería como una llovizna cargada de versos, metáforas
e historias; mas no me había mirado de verdad en la profundidad de sus ojos ni
había estado debajo de su frondosa sombra.
El encuentro ocurrió casi por casualidad, un 19 de mayo de 1988. Estaba
leyendo un artículo del periódico Granma titulado “La ropa de Martí” y en esas
líneas lo hallé más terrenal y perfectible. Más cercano al flujo de mi sangre.
El maestro andaba, esa vez, pobre, muy pobre, aunque pulcro. Traía los
zapatos remendados, la camisa zurcida y la capa prestada.
Andaba errante, con modesto saco, reducido equipaje. Y en él “lo necesario
para la higiene de la boca”, muy poca ropa de repuesto y ninguna de etiqueta.
Saludé a varios de los amigos del Maestro, entre ellos al mismísimo Gómez,
quien me dijo con la voz quebrada: “Allá va Martí con su cabeza desgreñada y los
pantalones raídos pero su corazón muy fuerte para amar la independencia de su
tierra”.
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No había descubierto antes, de ese modo, al Apóstol. Los libros de texto, las
clases académicas y algunos ensayos escritos para enaltecer merecidamente al
héroe, me lo presentaron casi siempre como el pensador, el hombre que arrastró
en su tobillo flácido una bola de hierro a los 17 años; que sufrió destierro y soportó
ignominias; escribió versos sacudidores; viajó y pronunció volcánicos discursos
para fusionar a viejos y nuevos; que salió, al encuentro de una bala mortal en los
campos de Dos Ríos.
Pero desde ese abrazo aprendí que Martí no se puede simplificar en una
gavilla de epítetos y mucho menos amoldar con ligereza. Porque Martí sorprende
cada día aun a aquellos que dicen conocerlo al detalle. Siempre guarda una
anécdota, una epístola, un hecho deslumbrante.
Si bien sabemos —porque nos lo dijeron desde la propia escuela primaria y al
crecer lo entendimos— que no hubo otro cubano que abominara tanto las
fealdades del alma ni otro tan universal e iluminado; todavía nos falta zambullirnos
en los pormenores que lo desmitifican y humanizan, en todo lo que lo hace físico y
tangible.
En muchas ocasiones, desde aquella en que, embelesado por su modesta ropa
le estreché la mano, me hago la pregunta: ¿Cuántos de nosotros vamos a su
encuentro? ¿Cuántos procuramos descubrirlo en todas sus dimensiones?
Cada cubano debería, día tras día, viajar desde la calle de Paula hasta los
campos de Dos Ríos para amarlo sin fin con sus lunares y luces. Cada uno de
nosotros debería entender que andar diariamente al lado de José Julián Martí
Pérez es llevar la frente calenturienta de orgullo y el corazón siempre inflamado y
vigoroso, presto a las ternuras más finas, a los mejores perfumes espirituales y a
los soles más bellos de la vida.
Martí tiene la magia de hacer aparecer corrientemente una estrella necesaria
donde menos uno la espera: en la modesta almohada, en un puñado de sal, en
una nube evaporada, en un bolsillo agujereado...
Yo mismo debo confesar que a ratos dejo de navegar en su timbre y en sus
ojos. Y eso me apena con creces. Tengo que acudir más a él para vivir mejor,
inmune al oro y a las lentejuelas; para menoscabar las rocas que cotidianamente,
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como a todo ser humano, salen al paso. Tengo que tocar su mano de hombre
bueno y puro (no puritano), vivir todos los días debajo de su sombra útil y
frondosa.
Para concluir, volvamos a Varona que lo calificara: Grande en la vida y en la
muerte, heroico en el aspirar y en el ejecutar, así fue Martí. Ayer se le miraba
como un conjunto de raras y contrapuestas cualidades. Hoy, a nuestros ojos
asombrados y entristecidos, su vida nos aparece hecha de un solo bloque de
indestructible granito. Martí fue un hombre tipo. Uno, por la fijeza de su idea, uno
por la firmeza de su carácter. Todo lo inmoló por esa idea, que no era otra sino la
redención de un pueblo. El artista exquisito olvidó su arte, el hombre apasionado
sus afectos. Martí se desposeyó a sí mismo por completo y por completo se dio a
Cuba. Demasiado sabía lo que cuesta esa consagración. Más, nunca se le vio
vacilar. Aunque sus pies sangraran, proseguía su camino; aunque desgarraran
sus oídos los silbidos y los insultos, continuaba mirando hacia delante. ¿Qué
obstáculo podría detenerlo? ¿Qué riesgo amedrentarlo? Sabía él que la mirada de
Cuba lo seguía y estaba dispuesto a merecer esa preferencia, para enseñar a los
otros a merecerla. Sabía más, sabía que iba a la muerte, lo presintió, lo profetizó.
Pero, ¿qué le era la muerte, si lo que él quería era dar vida a un pueblo? Para que
resplandeciera en lo más alto la pureza de su corazón sería quizás necesario que
una bala enemiga tronchara su vida. Pero entonces sus enemigos, que eran los
enemigos de Cuba, tendrían que callar avergonzados; y este silencio sería el
principio del triunfo de Cuba. Él no lo presenciaría, no disfrutaría de sus beneficios.
Tampoco importaba, si ya su obra estaba realizada, y Cuba recogía el fruto
glorioso y sangriento.
¿Cabe mayor grandeza de alma? No, no hay vida más digna de admiración
que la del patriota cubano José Martí. Sus amigos íntimos lo reconocían, cuando
le daban el noble y cariñoso título de Maestro. Los cubanos de todos los tiempos
lo reconocemos y veneramos cuando le damos el título de Apóstol, los masones le
otorgamos de corazón y sin que medie ningún decreto ni documento como Ilustre
Hermano. Fue maestro porque enseñó doctrinas de libertad, lecciones de
concordia, ejemplos de dignidad moral. Fue Apóstol, porque como aquellos que
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seguían al Maestro Jesús, recorría la geografía americana aunando voluntades
para lograr la independencia de su patria. Y fue Masón, con mayúscula, porque
como hombre ilustre alcanzó los honores póstumos en las páginas de la historia,
de la misma manera como hombre digno dejó un nombre venerado en los anales
de la institución, y por su vida de abnegación y por su muerte heroica ha merecido
que se sintiese su carrera en la palabra gloriosa, que pone un limbo
resplandeciente en torno de unos cuantos grandes nombres, en la que inmortaliza
a los Prometeos, clavados en su roca, y a los Cristos clavados en su cruz, la
palabra SACRIFICIO.
MUCHAS GRACIAS.
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Aspectos Históricos de la Logia
Constante Unión nº 23 de Corrientes, Argentina
Alejandro Mauriño
Logia Constante Unión nº 23
Corrientes, Argentina
Corre el

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