Ultimos momentos del Gran Maestro Jacques de Molay
Eduardo David Lobo
18 de marzo de 1314 ¿Se humillaría por fin Jacobo de Molay e imploraría piedad? Y el rey Felipe el Hermoso, con un gesto de postrera clemencia, ¿concedería gracia a los condenados? El rey hizo un ademán y en su mano se vio chisporrotear una sortija. Alán de Pareilles repitió el gesto en dirección al verdugo, y éste hundió el blandón de estopa entre los haces de la hoguera. Un inmenso suspiro escapó de miles de pechos, suspiró entremezclado de alivio y de horror, de turbio gozo, de espanto, de angustia, de repulsión y de placer. Numerosas mujeres lanzaron un chillido. Algunos niños ocultaron el rostro entre el vestido de sus padres. Una voz de hombre gritó: -¡Ya te dije que no vinieras! El humo comenzó a elevarse en espesas espirales, que una ráfaga de viento empujó hacia la galería. Monseñor de Valois comenzó a toser de la manera más ostensible. Retrocedió hasta Nogaret y Marigny y dijo: -Si esto sigue así, nos ahogaremos antes de que vuestros Templarios se hayan quemado. Por lo menos podríais haber puesto leña seca. Nadie dio oídos a su observación. Nogaret, con los músculos en tensión y la mirada ardiente, saboreaba ásperamente su triunfo. Aquella hoguera esa la coronación de siete años de luchas y de viajes agotadores, de millares de palabras pronunciadas para convencer, de millares de páginas escritas para probar. “Arded, quemaos”, pensaba. “Bastante tiempo me habéis tenido en jaque. Mía era la razón, y vuestra es la derrota.” Enguerrando de Marigny, imitando la actitud del rey, se forzaba en permanecer empasible y en considerar este suplicio como una necesidad del poder. “Era preciso, era preciso”, se repetía. Pero viendo morir a aquellos hombres, no podía dejar de pensar en la muerte, en su muerte. Los dos condenados ya no eran obstrucciones políticas. Hugo de Bouville oraba a hurtadillas. El viento cambió de dirección y la humareda, cada momento más espesa y alta, rodeó a los condenados, y los ocultó casi a la multitud. Se oyó toser y carraspear a los dos ancianos, sujetos a sus respectivos postes. Luis de Navarra se echó a reír estúpidamente, frotándose los ojos enrojecidos. Su hermano Carlos, el menor de los hijos del rey desviaba la vista. El espectáculo le resultaba visiblemente penoso. Tenía veinte años; era esbelto, rubio y sonrosado, y los que conocieron a su padre a la misma edad, decían que se le parecía de una manera notable, aunque era menos vigoroso y menos autoritario, como una réplica disminuida de un gran modelo. Tenía la apariencia, pero le faltaba el temple y los dones del carácter. -Acabo de ver luz en tu casa, en la torre – dijo a Luis a media voz. -Es la guardia, seguramente, que también quiere alegrarse la vista. -De buen grado les cedería mi lugar – murmuró Carlos. -¿Cómo? ¿No te divierte ver asarse al padrino de Isabel? – preguntó Luis de Navarra. -Es verdad que Molay era padrino de nuestra hermana – murmuró Carlos. -Luis, callaos – dijo el rey. Para disipar el malestar que lo invadía, el joven príncipe Carlos se esforzó por concentrar su pensamiento en su objeto placentero. Se puso a soñar con su mujer, Blanca, con la maravillosa de Blanca, con el cuerpo de Blanca, con sus delicados brazos que se tenderían hacia el dentro de poco, para hacerle olvidar esa atroz visión. Pero no pudo evitar que se interpusiera un doloroso recuerdo: los dos hijos que Blanca le había dado habían muerto recién nacidos, dos criaturas que veía ahora inertes, en sus bordados pañales. ¿Tendría la suerte de que Blanca tuviera otros hijos y de que viviesen? Los gritos de la turba lo sobresaltaron. Las llamas acababan de brotar de la leña. A una orden de Alán de Pareilles, los arqueros apagaron sus antorchas en la hierba y la noche quedó iluminada solamente por la hoguera. Las llamas alcanzaron primero al preceptor de Normandía. Hizo un patético gesto de retroceso cuando las lenguas de fuego comenzaron a lamerlo, y su boca se abrió como si tratara de respirar el aire que huía de él. A pesar de las ligaduras, su cuerpo casi de dobló en dos. Cayó la mitra de papel y se consumió en un instante. El fuego iba envolviéndolo. Luego, una nube de humo gris lo engulló. Cuando se hubo disipado, Godofredo de Charnay ardía, gritando y jadeando, y tratando de desprenderse de aquel poste fatal que temblaba sobre su base. Se veía que el gran maestre lo alentaba, pero la turba rugía con tal fuerza para sobreponerse al horror, que no pudo percibirse más que la palabra “hermano”, pronunciada dos veces. Los ayudantes del verdugo corrían de un lado para otro dándose empellones, en busca de nuevos haces de leña, y atizando la fogata con largos garfios de hierro. Luis de Navarra, cuyo pensamiento funcionaba siempre con retraso, preguntó a su hermano: -¿Estás seguro de que había luz en la torre de Nesle? Y no la veo. Y por un momento una preocupación pareció cruzar su mente. Enguerrando de Marigny se había cubierto los ojos con la mano para protegerse del fulgor de las llamas. -¡Hermosa imagen del infierno nos dais, Nogaret! – dijo monseñor de Valois -. ¿Acaso pensáis en vuestra vida futura? Guillermo de Nogaret no respondió. La hoguera se había convertido en horno y Godofredo de Charnay no era más que un objeto ennegrecido. Crepitante, henchido de burbujas, se deshacía lentamente en cenizas, se volvía ceniza. Algunas mujeres se desvanecieron. Otras se acercaron presurosas a la ribera, para vomitar casi en las mismas narices del rey. La turba, después de tanto griterío, se había calmado. Algunos comenzaban a extasiarse porque el viento se obstinaba en soplar del mismo lado de modo que el gran maestre no había sido tocado aún. ¿Cómo podía resistir tanto tiempo? A sus pies, la hoguera parecía intacta. Luego, de pronto, un hundimiento en el brasero hizo que las llamas, reavivadas, brincaran hacia él. -¡Ya está! ¡Ahora le toca a él! –gritó Luis de Navarra. Los grandes y fríos ojos de Felipe el Hermoso tampoco pestañeaban en ese momento. De pronto, la palabra del gran maestre atravesó la cortina de fuego, y como si se dirigiera a todos y a cada uno de los presentes prodújoles el efecto de una bofetada en pleno rostro. Con irresistible fuerza, como la había hecho en Notre Dame, Jacobo de Molay gritó: -¡Oprobio, oprobio! ¡Estáis viendo morir a inocentes! ¡Caiga el oprobio sobre vosotros! ¡Dios os juzgará! Las llamas lo flagelaron, quemando su barba, calcinaron en un segundo la mitra de papel e iluminaron sus blancos cabellos. La multitud aterrorizada, había enmudecido. Se diría que estaban quemando a un loco profeta. De su boca en llamas tronó espantosa su voz: -¡Papa Clemente!... ¡Caballero Guillermo de Nogaret!... ¡Rey Felipe!... ¡Antes de un año y os emplazo para que comparezcáis ante Dios, para recibir vuestro justo castigo!... ¡Malditos, malditos! ¡Malditos hasta la decimotercera generación de vuestro linaje! Las llamas penetraron en la boca del gran maestre y sofocaron su último grito. Luego, durante en tiempo que pareció interminable, se debatió contra la muerte. Por fin se dobló en dos. Rompióse la cuerda que lo sujetaba, y Jacobo de Molay se hundió en la fogata, y sólo se vio su mano que permanecía alzada entre las llamas. Y así estuvo aquella mano hasta quedar completamente ennegrecida. --------- Narracion Tomada textualmente de la Novela de Maurice Druon Los reyes malditos - EL REY DE HIERRO- En el plazo de un año, dicha maldición supúsose que comenzaba a cumplirse, con la muerte de Clemente V († 20 de abril de 1314); de Felipe IV (según Maurice Druon, a causa de un accidente cerebrovascular durante una expedición de caza el 29 de noviembre de 1314) ; y finalmente de Guillermo de Nogaret (envenenado ese mismo año).
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