lunes, 19 de abril de 2010
Leoncio Prado. Hèroe y Masòn.
HOY CONOCI A UN VALIENTE
Leoncio Prado. Hèroe y Masòn.
Estracto estraído de Wikipedia.
Manuel Loyola
Con respecto a ese momento, el historiador chileno Nicanor Molinare, en su libro sobre la “Batalla de Huamachuco”, dice:
Una de las figuras militares enemigas más atrayentes de la guerra del Pacífico, quizá la que descolló más, por su amor al Perú, por el denuedo con que defendió siempre sus colores y por su valor indomable, fue, sin duda, la del coronel Leoncio Prado.
La muerte de este hombre extraordinario, tiene tonalidades tan grandiosas, fue tan admirablemente estoico para morir, que como un homenaje a la memoria de tan valiente jefe peruano, publicamos este emocionante episodio de su vida, que sin duda es la página más hermosa de la historia del Perú en la última campaña, tomándola de nuestra Historia de la Batalla de Huamachuco, que verá la luz pública entre breves días.
Si hubiera imaginado, compañero, que le iban a fusilar, tenga la seguridad que no lo tomo prisionero, decía el año próximo pasado mi querido amigo, el mayor retirado, Don Aníbal Fuenzalida, refiriéndose al coronel Leoncio Prado. Figúrese Usted, que Pradito estaba herido gravemente, tenía un balazo horrible en la pierna izquierda: mire, la tenía hecha astillas, compañero, si lo sabré yo, si lo recogí de una quebrada el día 13 de julio, dos días después, el 15 temprano, poco después de las 8 de la mañana, era domingo, lo fusilaron, y en su propia camilla.
Aquél militar chileno, que había estado al mando del pelotón que capturó a Leoncio Prado, agregaba, relatando a Molinare la tragedia de Huamachuco:
Le voy a relatar punto por punto, todo cuanto sé, respecto al coronel Leoncio Prado, a quien tomé prisionero, de quien fui amigo cerca de dos días y a quien no vi morir porque cuando lo fusilaron había yo partido de Huamachuco.
De orden superior de mi jefe, el inteligente mayor Fuentecilla, salí temprano el día 13 de julio en comisión a recoger armas y muy especialmente a buscar dos cañones que faltaron de los doce que había tenido la artillería enemiga.
Cerro arriba nos lanzamos por el Morro de de Flores, altura que queda encima, como quien dice para el sur de Huamachuco; llegamos a la cumbre y una vez en ella bajé con mi tropa para el otro lado, como para Entre Ríos o Silacochas, y con paciencia principiamos a registrar todas las quebradas, vallecitos y hondonadas que forman aquellas agrestes serranías.
Estos cerros que se presentan pelados, sin un arbustito hacia el costado norte para el que mira el pueblo, una vez que descienden hacia Silacochas, principian a cubrirse de vegetación; en sus quebradas se encuentra agua y también árboles y bosquecillos.
Mi tropa andaba dispersa, con orden de no separarse mucho y de registrar con sumo cuidado cuanto rinconcito hubiera; yo disponía de 30 hombres y de mi corneta Vílchez. Quince de los “niños” andaban a caballo, los demás a pie. Como le decía a Usted, en partiditas, los soldados recorrían los cerros.
De repente, un artillero, cuyo nombre he olvidado, sintió que alguien se quejaba, más bien dicho, le pareció oír murmullo de una conversación; el hombre preparó su carabina por lo que pudiera acontecer y, con cautela, agazapándose, se fue acercando hacia el lugar de donde creía que venían las voces.
Pocos instantes después le hablan así con voz entera: “Avance Usted sin cuidado, que estoy herido; yo soy el coronel Leoncio Prado.
Y, efectivamente, mi artillero tenía a su frente, bajo una ramita, lo que los soldados llaman un torito, recostado en el suelo, sobre un cuero de oveja y una manta, a un hombre moreno, la nariz perfilada; de pelo negro y muy crespo y que usaba bigote y una insignificante pera militar.
El herido, sin ser otro, era el coronel Leoncio Prado, hijo natural del Presidente del Perú, don Mariano Ignacio Prado, y Jefe de Estado Mayor del Ejército del Centro, es decir del primer ejército de Cáceres.
Cuando mi artillero vio herido a Prado, o a Pradito, como todos le nombraban en el Perú, se quedó mirándolo al oír la tranquilidad con que le dirigía la palabra.
Y Pradito, con toda calma, le dijo: “Hazme un favor, dame un tiro aquí, en la frente.
Pídale ese servicio a mi Teniente Fuenzalida”, le contestó el soldado, y corrió a darme parte.
No pasó mucho tiempo y yo y otros soldados más, estábamos al lado del que fue mi pobre amigo el coronel Prado. ¡Qué hombre tan simpático, tan ilustrado y atrayente, compañero!; mire, encantaba conversar con él, de todo sabía, poseía el inglés y el francés lo mismo que el español; y con él podía Usted hablar de artillería y tratar cuestiones guerreras a fondo, porque era hombre buen instruido, de estudio y muy sabido.
En cuanto estuve a su lado y después de darnos un afectuoso apretón de manos, me rogó que lo despachara al otro mundo, porque sufría dolores atroces a causa de la herida, y porque, suponía, le habrían de fusilar. “Naturalmente, le hice desechar tan negra idea, porque imaginé que estando tan gravemente herido, mi coronel Gorostiaga no lo ejecutaría”. “Compañero”, recuerdo que me dijo a propósito de su herida: “Este pobre chino es tan bueno, que por más que he hecho, no ha querido, cortarme la pierna herida”, y mostraba el muslo izquierdo horrorosamente fracturado encima de la rodilla.
Y nuestra conversación duró el tiempo necesario para armar una camilla y pronto regresamos todos a Huamachuco.
Usted se imaginará con cuanto cuidado bajamos aquellos empinados cerros. Qué hombre tan alentado. Usted supondrá que el camino era harto malo y que aquél hombre no se quejó una sola vez; hizo el viaje como en una cama de rosas.
Fue encarcelado y sospechó de su sentencia a muerte cuando el cirujano militar se negó a amputar la pierna herida. Cosechó simpatías entre los componentes del ejército enemigo y comento la buena puntería de los cañones chilenos a la vez que alabó el valor de sus soldados.
Según la versión chilena el coronel Leoncio Prado, conocido como "Pradito", fue sentenciado a muerte por haber faltado a su palabra de oficial. Siendo prisionero de guerra, fue puesto en libertad bajo palabra de honor de no seguir haciendo la guerra a Chile.
En 1912 el mayor chileno Anibal Fuenzalida narró al historiador Nicanor Molinare la forma en que, según su versión, murió Leoncio Prado[2] señalando que cuando fue interrogado acerca del por qué había incumplido su promesa de volver a pelear, Prado afirmó "que en una guerra de invasión y de conquista como la que hacia Chile y tratándose de defender a la Patria, podía y debía empeñarse la palabra y faltar a ella".
Según el oficial Fuenzalida, Leoncio Prado dijo que realmente había dado su palabra cuando fue prisionero en junio de 1880 en Tarata, sin embargo "me he batido después muchas veces; defendiendo al Perú y soporto sencillamente las consecuencias. Ustedes en mi lugar, con el enemigo en la casa, harían otro tanto. Si sano y me ponen en libertad y hay que pelear nuevamente, lo haré porque ése es mi deber de soldado y de peruano".
El capitán Rafael Benavente hizo, por su parte, el relato de los momentos que precedieron al fusilamiento y también de esta escena. Cuando se le notificó cuál iba a ser su suerte, Leoncio Prado manifestó que tenía derecho a morir en la plaza y con los honores debido a su rango porque era Coronel y pertenecía al Ejército regular del Perú, pero su pedido no fue atendido y se le indicó que sería fusilado en su propia habitación.
Luego pidió un lápiz y escribió la siguiente carta:
"Huamachuco, julio 15 de 1883. Señor Mariano Ignacio Prado. Colombia. Queridísmo padre: Estoy herido y prisionero; hoy a las .... (¿qué hora es? preguntó. Las 8.25 contestó Fuenzalida) a las 8:30 debo ser fusilado por el delito de haber defendido a mi patria. Lo saluda su hijo que no lo olvida Leoncio Prado".
Antes de su ejecución, Leoncio Prado solicitó tomar una taza de café.
Enseguida, cuando entraron dos soldados pidió que fuera aumentado su número para que dos le tirasen a la cabeza y dos al corazón. Al ser cumplido este pedido dio breves instrucciones a la tropa sobre la trayectoria de sus disparos y agregó que podían hacer fuego cuando hiciera una señal con la cuchara y pegase tres golpes en el cachuchito de lata en el que había estado comiendo.
Se despidió enseguida de los oficiales chilenos, los abrazó, les dijo: "Adiós compañeros". La habitación era pequeña. Al frente y al pie de la cama se colocaron los cuatro tiradores y detrás de ellos se pusieron los tres oficiales allí presentes. El Coronel Leoncio Prado cumplió con dar las órdenes para la descarga. "Todos llorábamos (manifestó Benavente) todos menos Pradito".
Se mandó fusilar al militar que había ganado el corazón de sus enemigos, dicen que los integrantes el pelotón de ajusticiamiento dispararon sus armas con los ojos nublados por la lágrimas. La muerte de Leoncio Prado se valoró como la de un héroe. Se relata así:
Nos colocamos tras los cuatro soldados; las lágrimas nublaron mi vista. ¡Todos lloramos, todos, menos Pradito!
Tomó la cuchara, le pegó un golpecito para limpiarla, enderezó un poco más el cuerpo, se irguió; saludó masónicamente con la cuchara, pegó pausadamente los tres golpes prometidos, sonó una descarga y, dulcemente, expiró en aras de su patriotismo, por su nación, por el Perú, el hombre más alentado que he conocido, el heroico coronel Leoncio Prado.
El cabo avanzó dándole un balazo en el pecho, para cumplir con la ley, acabó de apagar así los latidos de ¡aquél gran corazón que no palpitó sino para servir a su patria
La versión chilena con el vivo testimonio de los que estuvieron en el sacrificio del mártir, es la única fuente primaria de su muerte, dado que los oficiales chilenos fueron los únicos que presenciaron los últimos momentos de Leoncio Prado.
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