domingo, 21 de agosto de 2011

De la tranquilidad del ánimo, Séneca.


Sereno

que vuelven de cuando en cuando, de los cuales estoy por decir que son los más molestos, como esos enemigos escondidos que asaltan en las ocasiones, con los cuales ni se puede estar preparado como en la guerra, ni seguro como en la paz.

Sin embargo, el estado en que principalmente me encuentro (¿por qué no he de confesarte la verdad como a un médico?) es el de ni estar liberado por completo de aquellas cosas que temía y odiaba, ni totalmente sometido a ellas; así estoy colocado en un estado que, no siendo el peor, es el más lamentable y molesto, porque ni estoy del todo enfermo, ni sano. Y no me digas que son tiernos los principios de todas las virtudes, que con el tiempo adquieren dureza y fuerza. Tampoco ignoro que en las cosas en que se trabaja por la estimación —me refiero a las dignidades, a la fama de elocuencia y a cuanto proviene del voto ajeno-, todo se consolida con el tiempo; y que así las que comunican verdaderas fuerzas como las que para agradar se revisten de falsas apariencias, han de esperar años hasta que poco a poco la duración les dé color; pero temo que la costumbre, que da consistencia a las cosas, no fije más profundamente en mí este vicio. La larga familiaridad, tanto de lo malo como lo de bueno, engendra cariño.

Esta flaqueza del ánimo, que permanece dudosa entre lo uno y lo otro y ni se inclina fuertemente a lo recto ni a lo depravado, no te la puedo exponer de una vez, sino que he de ir por partes; yo te contaré lo que me pasa y tú encontrarás un nombre para esta enfermedad. Confieso que siento un gran amor por la templanza: me gusta una cama no adornada ambiciosamente, y vestido que no haya sido sacado del arca y planchado con pesos y mil tormentos para obligarle a que resplandezca, sino que sea casero y común y que ni haya de ser guardado ni puesto con solicitud; me gusta una comida que ni hayan tenido que prepararla todos los de la casa, ni admire a los convidados, ni tenga que ser ordenada con muchos días de anticipación, ni servida por las manos de muchos, sino la corriente y fácil, que no tenga nada de rebuscada ni de preciosa, que se encuentre por todas partes, que no sea pesada ni al patrimonio ni al cuerpo, ni haya de salir por donde ha entrado; me gusta el criado inculto y el esclavo tosco, la pesada plata de mi rústico padre sin el nombre del artífice, y una mesa no vistosa por la variedad de colores, ni conocida en la ciudad por haber pasado por muchos dueños elegantes, sino la que baste para el uso y no retenga voluptuosamente los ojos de ningún convidado, ni encienda su envidia.

Pero gustándome mucho todo esto, me aprieta el ánimo el aparato de algún pedagogo, esos esclavos vestidos con una mayor diligencia y con más oro que para una procesión, ese ejército de siervos resplandecientes; la casa en que se pisan preciosas alfombras, en que las riquezas están diseminadas por todos los rincones, los techos son refulgentes y hay siempre esa muchedumbre que acompaña a los patrimonios que se despilfarran. ¿Qué diré de esas aguas, relucientes hasta el fondo, que rodean a los convidados, y de los banquetes dignos de este escenario? Lo que sí digo es que, al venir de la lejana frugalidad, me cercó con sus resplandores el lujo que por todas partes resuena a mi alrededor. Mi vista vacila un poco y más fácilmente separo de él el ánimo que los ojos. Así me retiro no peor, pero sí más triste, y entre mis deslucidas cosas no me encuentro ya satisfecho y me acomete un sordo remordimiento y la duda de si serán mejores estas otras cosas. Ninguna de ellas me cambia, pero todas me combaten.

Me gusta seguir los mandatos de los maestros y lanzarme a la política; me gusta alcanzar los honores y haces, no por andar vestido de púrpura y rodeado de varas, sino para estar más dispuesto y ser más útil a los amigos, a los parientes, a todos los ciudadanos y a todos los mortales. Más concretamente, sigo a Zenón, a Cleantes y a Crispo, de los cuales ninguno se metió en política y ninguno dejó de enviar a ella a sus discípulos. Cuando algo hiere mi ánimo no acotumbrado a ser combatido, cuando sucede algo indigno, como hay tantas cosas en la vida humana, o no fácil de resolver, o me piden mucho tiempo cosas que no son de estimar, me vuelvo a mi ocio y como los animales fatigados regreso a casa a paso más ligero. Me agrada encerrar mi vida entre sus paredes: "Que nadie me quite un solo día, pues nada ha de compensarme de tal dispendio, que estribe el ánimo en sí mismo, que se cultive, que no haga nada ajeno, nada en que intervenga el juicio ajeno, que, libre de cuidados privados y públicos, ame su tranquilidad". Pero en cuanto que una lectura más fuerte levanto el ánimo y le espolearon los nobles ejemplos, me gusta lanzarme al foro, dar mi elocuencia al uno, mi trabajo al otro, y aunque no sirvan de nada, intentar sin embargo que aprovechen, y enfrentar en el foro la soberbia de alguno malamente engreído por su prosperidad.

En los estudios a fe mía que pienso que lo mejor es contemplar a las mismas cosas y hablar movido por ellas, dando palabras a las cosas de modo que, a donde ellas lleven, les siga el discurso con espontaneidad, "¿Qué necesidad hay de escribir libros que duren siglos? ¿Quieres tú no dejar de hacerlo para que la posteridad no calle tu nombre? Has nacido para morir y es menos molesto un funeral silencioso. Pues entonces escribe por ocupar el tiempo y para tu provecho con estilo sencillo y no con afectación; menor trabajo necesitan los que estudian para el día". Pero en cuanto el ánimo se levantó de nuevo con la grandeza de los pensamientos, luego se hace altivo en las palabras y ambiciona que así como aspira a cosas altas, su lenguaje también sea profundo y que el discurso esté a la altura del asunto; olvidado de la ley y del juicio ajustado me dejo llevar a lo alto y hablo con una boca que ya no es la mía.

Para no detenerme más en cada cosa, en todas me sigue esta flaqueza de una inteligencia que es buena. Temo que no vaya yo cayendo poco a poco o, lo que aun es más de preocupar, que no esté tambaleándome siempre como el que va a caer y que esto sea quizá más de lo que yo mismo preveo; porque miramos con benignidad las cosas propias y el favor siempre daña al juicio. Pienso que muchos pudieron llegar a la sabiduría, si no se hubieran figurado que ya habían llegado a ella, si no hubiesen disimulado en sí mismos ciertas cosas, si no hubiese pasado por otras con los ojos tapados. Porque no hay ninguna razón para que juzgues que es más dañina la adulación ajena que la propia nuestra. ¿Quién se atreve a decirse a sí mismo la verdad? ¿Quién hay que, metido en la turba de los que les alaban y lisonjean, no se elogia él mismo mucho más? Te suplico, pues, que si tienes algún remedio con el que detengas esta vacilación mía, me consideres digno de que te deba mi tranquilidad. Sé que no son peligrosos estos movimientos del ánimo, ni me acarrean inquietud alguna; para expresar con un verdadero símil esto de que me quejo, te diré que no me fatiga la tempestad, sino la náusea. Líbrame de lo que esto tenga de malo y socorre al náufrago que ya está a la vista de la tierra.


De la tranquilidad del ánimo, Séneca.




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