martes, 10 de abril de 2012

Sobre el masón y la Humildad

No resulta ajeno a ningún masón que la Humildad es una de las virtudes más difíciles de construir y que de ella depende, en gran parte, el destino de una Logia. Por contraposición, la Soberbia es una de las causas del infortunio, tanto en la vida de los Talleres como en la vida misma. Completando una trilogía de trabajos dedicados a esclarecer aspectos fundamentales del Régimen Escocés Rectificado, recurrimos nuevamente a la pluma de Muy Resp.·. Hermano Ferrán Juste Delgado, Canciller del Gran Priorato de Hispania que refleja, con aguda precisión, qué es la Humildad y porqué razón su incesante búsqueda nunca debe ser abandonada por un masón cristiano. Dejamos al lector con nuestro autor.


Sobre el masón y la Humildad

Sobre la Humildad

Aunque a priori pueda parecer un oxímoron por lo que pudiera tener de pedante por mi parte, si me disculpáis la indiscreción, quisiera compartir con Vos y el resto del Taller unas reflexiones personales referentes a una virtud, la humildad -cristianísima, vaya por delante-, y su otra cara de la moneda -la oscura-, la soberbia, “su” pecado capital “correspondiente” -antitético y antinómico-; y si tengo las suficientes luces para hacerlo no del todo mal, intentaré ver como interactúan estas dos pautas del comportamiento humano.

Consideremos para empezar que Lucifer, el ángel más hermoso creado por Dios, se rebeló contra su propio Creador por soberbia.

Por lo visto, eso de ser “portador de la luz” –significado de su nombre- era una carga demasiado pesada y se lo creyó también demasiado, lo que le supuso su derrota a manos del arcángel San Miguel, su expulsión de los Cielos y su confinamiento en el ámbito terrestre.

Desde entonces, y como consecuencia de aquella tentación primigenia y de aquel acto de protoorgullo, Lucifer sería para siempre el ángel caído.

Dice el Génesis que la serpiente, el animal “caído”, el más “terrestre y arrastrado” de la Creación, le dijo a Eva para tentarla “Seréis como dioses”, con el resultado que todos sabemos: sembrar la semilla de la tentabilidad, la susceptibilidad de ser tentados por la soberbia en todo el género humano.

Fue tras la tentación de Adán y Eva cuando Yaveh estigmatiza la serpiente, recordándole su condición de Bestia “caída” al suelo, y arrastrada por tierra y maldiciéndola con eterna “enemistad” con el género humano, linaje de Eva.

Desde entonces, el Maligno es enemigo -“el” enemigo- del hombre, y únicamente se le aproximará para tentarlo, arrastrándose por tierra.

Los Evangelios de San Mateo y San Marcos refieren como Satanás, en el desierto, tienta al mismo Cristo, pretendiendo aprovecharse de su naturaleza humana, cuando mezcla la flaqueza de un ayuno de cuarenta días con la soberbia, ofreciéndole todas las riquezas del mundo -“Todo esto te daré si me adoras de rodillas…”-.

Un buen cebo, un señuelo de orgullo para satisfacer la soberbia crónicamente herida del Gran Caído.

(Por cierto, una leyenda dice que la colina desde donde Satanás le mostró el mundo a Cristo para tentarlo con todas las riquezas materiales, era el Collcerola de Barcelona; por eso, de las palabras de la tentación en latín, “te daré” deriva el nombre de la montaña: “Tibi dabo”.)

Incluso en el momento de la Crucifixión, Cristo vio como se le ponía a prueba su condición de Hombre en la última tentación a la soberbia por Kistes, el mal ladrón, que como sabemos fue refutada por Dimas, el ladrón bueno.

Pero, ¿qué es el orgullo, además de un pecado?

¿Cómo funciona?

Maticemos que existe un “orgullo” legítimo y otro ilegítimo: el orgullo “legítimo” tiene que ver con la satisfacción que se siente por el acceso al éxito o a la felicidad adquiridos justa y merecidamente por uno mismo o por personas o entidades que vinculan personalmente al ”orgulloso”.

No es desafiante ni excluyente; por el contrario es integrador, festivo y en la medida en que se comparte, es enriquecedor.

Al orgullo ilegítimo lo llamamos soberbia y, técnicamente, es una tendencia o necesidad enfermiza a sentirse por encima de los demás.

Es un pecado; pero también es una enfermedad. La más grave del alma. La peor de la mente.

Obviamente, puede haber actos de soberbia aislados en la vida de un individuo; pero esta sería la excepción: desgraciadamente, en la mayoría de los casos, la soberbia no es un acto sino una actitud ante la vida, un elemento constitutivo de un carácter que muy a menudo deviene patológico en el plano personal, social y moral.

La soberbia acostumbra, en sus aspectos clínicos, a ser consecuencia de lo que Alfred Adler definió como complejo de inferioridad.

Es decir y para entendernos, que solo necesita sentirse por encima de los demás aquel que en su fuero interno se siente por debajo.

No necesariamente quien “está” por debajo, sino quien se “siente”.

Y este “sentirse” por debajo, lleva quasi indefectiblemente, como reacción perversa, a sentirse humillado.

Perversa, sí, porque es la identificación de facto con Lucifer.

Este orgullo ilegítimo, enfermizo o “soberbia”, por contraposición al que llamamos “orgullo legítimo”, es desafiante, excluyente, egoísta por esencia, ya que esta a la defensiva ante el mundo entero.

Dado que es consecuencia clínica de un complejo, o en tanto en cuanto podemos considerarlo un complejo en sí mismo, es imposible de satisfacer –todos los complejos lo son- y por tanto, siempre exige más.

Es muy significativo que, para los espíritus torturados por esta verdadera maldición, siempre se confunde la idea de “humildad” con la de “humillación”.

Y, además, en el peor sentido posible.

Por eso hay soberbias que necesitan ayuda de un confesor; y también hay soberbias que la necesitan de un psicólogo.

Además, está la idea de “dignidad”.

Más allá del sentido semántico que hace de “dignidad” sinónimo de ”honor”, “oficio de prestigio” o “cargo de alta posición”, la “dignidad” como pauta de actuación y de relación, es la sana aspiración a ser considerado como uno más; no “más” necesariamente, pero, en todo caso, tampoco menos.

Es la aspiración a la respetabilidad inherente a la condición humana y propia de todo hijo de Dios.

Es sintomático que para los orgullosos enfermizos –o soberbios-, siempre ansiosos (por su propia fragilidad de alma), de humillar al prójimo, la dignidad ajena es vivida como “soberbia”, mientras que la propia prepotencia, o sencillamente, su propia soberbia acomplejada, es sentida y morbosamente autojustificada como “justicia”.

Por este motivo podemos entender a los déspotas como verdaderos vampiros de la dignidad ajena, con la vana esperanza, como se dice, insatisfacible, de nutrir su propio orgullo enfermizo.

Sea como fuere, y como ya hemos dicho, la naturaleza humana “caída” y pendiente de reintegrarse con Dios, es débil ante la tentación, y donde más débil es, es precisamente en al ámbito del orgullo.

El “demonio” interior de cada uno de nosotros, el “daimon”, como lo entiende el Cristianismo desde la redacción de la Septuaginta, nos hace ser presa esencialmente fácil de la tentación; y nada tiene que tener de extraño: tal y como decimos en referencia a Lucifer, la tentación primigenia fue ésta de la soberbia; en referencia al Génesis fue la tentación protobíblica de Adán y Eva; y fue la tentación por excelencia: fue la que sufrió Cristo mismo, a manos de aquel Lucifer, soberbio-enfermo desde el origen de los tiempos.

La tentación de la soberbia va, pues, implícita, casi más que ninguna otra debilidad, en la naturaleza humana.

Si popularmente se dice que la pereza es la madre de todos los vicios, el orgullo, la soberbia, es la abuela.
Reflexionemos: si es evidente que el pecado nos distancia del Padre, lo que más nos distancia es el pecado primigenio, el megapecado original, que es el que tenemos que reconducir para reintegrarnos plenamente con El, mediante la práctica de la virtud antitética de la soberbia que es la humildad.

Y es importante tener claro el matiz: la humildad es la vía que nos acerca al Padre. Y el Padre nos ama; y en tanto en cuanto el Padre nos ama, nos quiere dignos y no humillados, como todo Padre quiere a sus hijos.

Esta idea de la humildad nos toca muy de cerca en tanto masones cristianos:

No es gratuito recordar los votos de obediencia de muchas órdenes religiosas y caballerescas cristianas, que comportan tácitamente la humildad ante la jerarquía estructural de la orden en cuestión.

Como tampoco es gratuito recordar la posición que, en todo sistema docente, mantienen los discípulos respecto de los maestros: Mal iríamos si la maestría se cuestionase, se interrumpiese y no se respetase.

Especialmente mal iría el alumno, que poco y difícilmente aprendería nada.

Pero estas serían solo visiones formales: por encima de otra consideración, la humildad es una virtud per se, mucho más trascendente que una simple “reacción” al vicio del orgullo, o que una integración en una determinada estructura jerárquica.

Y es mucho más trascendente porque constituye la plasmación de la asunción de la realidad, del lugar que ocupamos en la Obra Creadora Divina.

Por eso tiene sentido asumir la jerarquía en la Orden, como reflejo simbólico de la humildad obvia ante Dios mismo.

Por eso, la humildad, en tanto en cuanto que por ella aceptamos la realidad de nuestra condición de hijos de Dios y hermanos en Cristo, es dignísimo sinónimo de sabiduría y de conocimiento.

De la Sabiduría y el Conocimiento con mayúsculas, que no son ni han sido nunca un bagaje acumulado de datos más o menos enciclopédicos, sino la buena disposición a aprender, es decir, la actitud positiva del aprendiz vitalicio, que no tiene miedo alguno a saber ni a enterarse de su propia dimensión.

Por eso, contra lo dolorosamente sentido por los enfermos de orgullo y soberbia, la Humildad no tiene nada de humillante, ya que es la vía de la Iniciación.

Porque el sabio, el verdadero iniciado, el ideal de Masón Cristiano al que aspiramos, siempre estará dignamente arrodillado ante la presencia de Dios.

Ferrán Juste Delgado

Gran Canciller - Gran Priorato de Hispania

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