miércoles, 27 de abril de 2011

San Martín y la masonería (I)





La participación de San Martín en las logias masónicas de su tiempo no es una anécdota, un detalle ornamental, sino un factor constitutivo de su personalidad política. Desde 1808, fecha de su inicio a la logia, hasta su muerte en 1850, el itinerario biográfico de San Martín está marcado por su relación con masones y su participación en diferentes logias. En Cádiz, Londres, Buenos Aires, Mendoza, Santiago, Lima, Bruselas, Escocia, París, Grand Bourg y en Boulogne sur Mer, San Martín participa de estas sociedades secretas o discretas. Desde esta perspectiva, es imposible reconstituir su vida al margen de lo que fuera su compromiso político más perdurable.

La militancia masónica de San Martín no fue un entretenimiento, una manera elegante de distraer sus horas, un estilo ocioso y patricio. Todo lo contrario. Para él, la masonería fue una vocación ideológica y una herramienta política para llevar a cabo sus ideales de libertad. San Martín no inventa nada. La revolución americana, desde Estados Unidos al Río de la Plata, es imposible entenderla al margen de la masonería. La Revolución Francesa no se concibe sin los masones. La modernidad como tal tiene como actores privilegiados a los masones. Nuestra historia nacional, sus principales protagonistas a lo largo del siglo XIX y las primeras décadas del veinte son masones. Algo parecido ocurre en Chile, Brasil y, por supuesto, Uruguay. Es imposible entender la modernidad sin el componente cultural y político de la masonería.

No hay biografía pública o privada de San Martín sin este reconocimiento ideológico. Masones son sus amigos íntimos, masones son los principales oficiales de su ejército y masones son sus compañeros de militancia política. Las máximas para su hija tienen el tono de la retórica masónica; su testamento utiliza los términos clásicos de los masones de su tiempo. Su proverbial reserva, el secreto con el que rodeaba sus actos, la discreción de sus declaraciones, corresponden a la clásica disciplina personal de los masones. Desconocer esta relación de San Martín es una torpeza o algo peor. En todos los casos, ninguna de las consideraciones que se hagan en esa línea alcanzan a ocultar lo evidente. San Martín, como la inmensa mayoría de los guerreros de la Independencia, fue masón. Para bien o para mal, pero es lo que fue. Sus pares fueron Miranda, Bolívar, Alvear, O’Higgins, Guido, Belgrano, Moreno. Y hay más nombres.

Como en su momento la masonería fue condenada por la Iglesia Católica, y en el siglo XIX la lucha ideológica fue muy dura, sectores católicos se esfuerzan por negar esta pertenencia ideológica de San Martín. En su tiempo esto no fue tan así. En principio, San Martín, como la mayoría de los masones, siempre se reivindicó cristiano y, en su caso particular, católico. En su correspondencia hay referencias a Dios y al “arquitecto universal”, pero como todo liberal de su tiempo, su fe no le impide ejercer la más plena libertad de conciencia.

San Martín fue católico, pero no era de misa diaria y ni siquiera puede decirse que haya sido un católico disciplinado. En Mendoza, en Santiago y en Lima, sus encontronazos con los curas realistas fueron célebres. Como los buenos liberales de su tiempo, se permitía hacer chistes sobre la Iglesia Católica, el Papa y la credulidad de algunos fieles. Como buen liberal, se jactaba de sus amistades con curas, algunos de los cuales también participaban de logias masónicas.

Discutir hoy si San Martín fue o no masón puede parecer un debate menor, pero desde el punto de vista histórico no lo es. El Padre de la patria tiene demasiado prestigio como para desinteresarse de su ideología.

Como ya es de público dominio, San Martín no siempre disfrutó de esa honra. Tuvieron que pasar muchos años y circular bastantes libros, para que los argentinos decidieran otorgarle la condición de Héroe Máximo de la Nación.

Cuando San Martín se fue de la Argentina en 1824 estaba muy lejos de ser el héroe que todos conocemos. Entonces no sólo era criticado, sino que amplios sectores de la elite porteña lo aborrecían. Cuando muere en 1850, la información que llega a Buenos Aires fue apenas una noticia. Cuando a principios de 1880 sus restos llegan a la Argentina, su prestigio había crecido, pero todavía no era absoluto. El obispo de Buenos Aires, por lo tanto, opone obstáculos teológicos para que sus restos descansen en la catedral: ¿El motivo? Su militancia masónica.

¿Es para tanto? Lo es. Un masón no puede ser recibido en tierra consagrada. Si bien el Papa condenará a la masonería oficialmente en 1884, la condena de las autoridades religiosas existía de hecho desde mucho antes. “En esta iglesia no entran perros ni masones”, era una leyenda que presidía la entrada de muchos templos católicos.

Las negociaciones para cumplir con el pedido testamentario de San Martín de que su corazón descansara en Buenos Aires, se inician apenas llegan los restos. El acuerdo al que se arriba es el producto de una negociación entre el poder político y el poder religioso. Finalmente, se acepta construir un mausoleo -Nuestra Señora de la Paz- ubicado en la nave derecha del templo y, según los entendidos, fuera del perímetro considerado sacro. Tres esculturas femeninas rodean al sarcófago, acompañado por las urnas que guardan los restos de Las Heras, Guido y el Soldado Desconocido.

Todo bien hasta acá. San Martín ha sido más o menos respetado. Sin embargo, algunos detalles no encajan. Y lo primero que no encaja es el propio sarcófago de San Martín que, además, queda inclinado, lo que provoca que la cabeza del Libertador en lugar de mirar hacia el cielo mire hacia la tierra. ¿Casualidad? Cien años después, historiadores revisionistas sostienen esa hipótesis. Según ellos, el cajón que llegó desde Francia es demasiado grande y no puede entrar en el lugar asignado. Por eso, se lo coloca en esa posición ¿Puede creerse en la casualidad en una institución que es muy celosa de los símbolos y del protocolo? Pero aceptando incluso que el cajón haya sido grande, queda pendiente otra pregunta. ¿Por qué su cabeza mira hacia la tierra y no hacia el cielo? ¿También es casualidad? ¿Un detalle menor? Para un laico o un indiferente puede ser un detalle menor, pero no para un católico celoso de su fe y de los preceptos de su fe, para quien está fuera de discusión -por lo menos para un católico beligerante de 1880 estaba fuera de discusión- que la posición de “cabeza abajo” es lo que se merece un masón predestinado al infierno.

En la misma línea opinan los católicos integristas españoles. En la época de Franco, existió una publicación llamada Editorial Nacional, donde se probaba que la mayoría de los militares españoles que fueron a guerrear a América Latina a favor de los insurrectos eran masones, y uno de los masones más distinguidos se llamaba José de San Martín. Los caballeros franquistas -despreocupados por el prestigio criollo de San Martín y de los esfuerzos de sus correligionarios argentinos por demostrar lo contrario- probaban a través de documentos su filiación masónica y, por lo tanto, su condición de traidor, confirmando mediante ese acto el principio de la derecha católica española de que todos los masones en España fueron traidores a la patria. (Continuará)

Fuente: EL LITORAL


Cómo la creencia en el libre albedrío fortalece procesos decisivos de nuestro cerebro


El libre albedrío puede que sea una ilusión. Sin embargo, nos empeñamos en creer que somos dueños de nuestros destinos, y esa creencia afecta a nuestro modo de actuar. Pensar que uno mismo es quien determina la trayectoria de su propia vida hace más probable que la persona trabaje duro para alcanzar sus metas y que se sienta mejor consigo misma. Pensar lo contrario hace que sea más probable que uno se comporte de modos que ayuden a que esa profecía se cumpla.

La psicología popular dice que nos desenvolvemos mucho mejor si sentimos que llevamos las riendas de nuestro destino, tal como nos recuerda Davide Rigoni, especialista en psicología experimental y ahora en la Universidad de Marsella.

Trabajando con Marcel Brass y Simone Kuhn de la Universidad de Gante en Bélgica, y Giuseppe Sartori de la Universidad de Padua en Italia, Rigoni ha mostrado que quebrantar la creencia de la gente en su capacidad de gobernar su destino perjudica a su buena disposición mental para actuar.

Para ver cómo la creencia en el libre albedrío influye en aspectos sutiles del control motor, el equipo de investigación observó en el cerebro un marcador bien conocido de las acciones voluntarias, una señal que se activa primeramente cuando nos preparamos para movernos, y que milisegundos después vuelve a activarse mientras el cerebro envía señales a los músculos.

Como la primera fase del ciclo de emisión de esa señal sólo está modulada por la intención, los investigadores asumieron que su fortaleza podía reflejar la creencia, o la no creencia, en el libre albedrío.

En el estudio se dividió en dos grupos a 30 hombres y mujeres con edades de entre 18 y 24 años. El grupo experimental leyó un texto en el que se afirmaba que unos científicos habían descubierto que el libre albedrío era una ilusión. El grupo de control leyó sobre la conciencia, sin que en el texto se mencionara al libre albedrío. A los integrantes de ambos grupos se les pidió que leyeran el texto con la máxima atención posible, a fin de prepararse para responder correctamente a una serie de preguntas sobre el tema del que trataba el texto.

Los participantes respondieron a preguntas que servían a los investigadores para evaluar la creencia de cada sujeto en el libre albedrío y el determinismo, tanto de las personas en general como de ellos mismos en particular.

Las respuestas a los cuestionarios mostraron la influencia del texto leído: La creencia de los individuos del primer grupo en su propio libre albedrío fue más débil que la de los sujetos del grupo de control.

Se realizaron también experimentos de conducta durante los cuales se midió la actividad cerebral de los sujetos de estudio mediante electroencefalograma (EEG).

Las lecturas de EEG del grupo experimental indicaron una actividad cerebral mucho más baja que la del grupo de control durante esa primera fase virtualmente inconsciente de la toma de decisiones que antecede a la realización de un acto.

En cuanto a la cuestión de si es mejor creer o no en el libre albedrío, el nuevo estudio da apoyo científico a lo que la sabiduría popular ya intuía: Es mejor creer, porque ello nos motiva y nos hace esforzarnos más para alcanzar una meta.

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