sábado, 14 de julio de 2012

¿Tiene algún sentido la vida?





Mis queridos amigos, hace un tiempo, cuando mis días transcurrían por algunas decepciones, en medio de sufrimientos y enojos inexplicables, me preguntaba tristemente sobre el sentido de la vida. Mucho se ha escrito sobre el sentido de la vida, un concepto tan profundo, personal, intransferible e incluso íntimo que a veces cuesta identificar. ¿Ha de tener mi vida necesariamente un sentido? ¿Y si no la tiene o no se la encuentro?

Decía Albert Einstein: “lo importante es no dejar de preguntarse: basta con tratar de comprender una pequeña parte del misterio cada día”.

Alguien me dijo por ahí que compartir las inquietudes con los demás puede ayudarte a inspirar tu vida. Trascender y dejar huella, amar y ser amado, realizarte como persona… También se puede vivir sin sentido, aunque lo que diferencia a unos de otros es que, mientras unos viven, otros se limitan a existir.

Lo curioso del caso es que cada vez que escucho a alguien expresar su sentido en la vida, le encuentro una enorme relación con aquel sentido más absoluto: el amor. ¿Será el amor el sentido de la vida? ¿O será la fuente de dónde emana todo?

Cada persona tiene su propio sentido de la vida, al igual que cada semilla lleva innata en sí misma el proyecto de lo que va a convertirse. Así que, tú mismo lo tienes que encontrar, porque está latente en el centro de tu ser.

Amigos, yo quiero contarles la mirada desde el lado de la ciencia, porque también los científicos buscan un motivo a la existencia y respuesta para esta gran pregunta:

¿TIENE ALGÚN SENTIDO LA VIDA?



Según los darwinistas, la vida humana es un accidente, “una insignificancia en el árbol de Navidad de la evolución”. Pero una minoría de científicos piensa que la aparición de la conciencia es un imperativo cósmico.

¿Estamos aquí por algo? Semejante cuestión conlleva uno de los sentimientos más agobiantes a los que se enfrentan los seres humanos: el sentido de su vida. La angustia existencial de Sartre demuestra lo devastador que puede llegar a ser el pensar que nada tiene sentido. Algunos lo necesitan para sobrevivir y, cuando no lo encuentran, visitan al psicólogo. Lo buscamos hasta en las cosas más nimias y no paramos hasta encontrarlo… o creer que lo hemos hallado. Entonces nos aferramos a esa idea como a un clavo ardiente. No buscamos la respuesta correcta, sino, simplemente, la que nos reconforte; quizás por eso, esa búsqueda está viciada de antemano.

Dos son los grandes demonios de quienes sienten esa necesidad imperiosa de encontrarle significado a la existencia: Freud y Darwin. Para el primero, el sentido religioso subyacente es “un mecanismo inconsciente que proyecta en el mundo exterior el deseo de eternidad y trascendencia, frente a la finitud y los temores que su falta genera en el sujeto”. Por su parte, la teoría de la evolución de Darwin, al explicar la aparición, cambio y desaparición de las especies, al señalar un antepasado común a todos los seres vivos de este planeta, humanos incluidos, colocó en el disparador un término filosófico: la contingencia.

Accidental y superfluo

El ser humano, como cualquier otra especie, podría no haber aparecido. De hecho, la propia vida no es un hecho obligatorio en el universo. El paleontólogo Stephen Jay Gould lo dejó meridianamente claro en su libro Full house: “El origen del Homo sapiens debe verse como algo irrepetible y concreto, no como una consecuencia esperada”. Sin embargo, hay científicos para los que el azar no es motivo último de nuestra presencia en la Tierra, que la vida y la conciencia son un imperativo cósmico. En este sentido, no están diciendo que ambas obedezcan a un plan divino, sino que son una consecuencia de las leyes de la naturaleza.

Entre quienes más han trabajado este tema, se encuentra Fred Hoyle, que llamó la atención sobre las peculiares coincidencias existentes en los valores de las constantes fundamentales: todas ellas parecen haber sido ajustadas finamente para permitir la aparición de la vida. En particular, Hoyle encontró que para que el átomo de carbono fuera estable y no se desintegrara debería haber dado un importante número de esas peculiaridades a escala atómica.

El universo nos favorece

Martin Ress, astrónomo de la realeza de Gran Bretaña, ha escrito profusamente sobre cómo parece que todo el universo, desde el nacimiento de las galaxias hasta el origen de la vida en la Tierra, es muy sensible a los valores que pueden tomar las aparentemente arbitrarias e inconexas constantes naturales, como la intensidad de la fuerza de la gravedad, la velocidad de la expansión del cosmos después de la Gran Explosión o el número de dimensiones espaciales del mundo en que vivimos. Esto ha llevado a formular el llamado Principio Antrópico Fuerte: el universo debe tener las propiedades necesarias que permitan la aparición de la vida e inteligencia en algunas de sus etapas. Otros científicos van más lejos. Los físicos John Barrow y Frank Tipler crearon la teoría del Punto Omega, según la cual la evolución de la vida inteligente, caracterizada por dedicarse a almacenar cada vez mayor cantidad de información, en el futuro tomará el control del universo. Ni qué decir que la inmensa mayoría de los científicos menosprecian estas ideas que han calificado como PACR (Principios Antrópicos Completamente Ridículos).

Cada vez más organizado

Otros se sienten intrigados por el aparente de la naturaleza en aumentar su complejidad y autoorganizarse. Uno de los fundadores de la nueva ciencia de la complejidad, Stuart Kaufmann, estudió en profundidad el fenómeno de las redes autocatalíticas de polímeros basados en carbono. Quizá la conclusión más importante a la que llega es que la propensión a la autoorganización es un atributo básico de la materia misma, que esa misteriosa fuerza que impele la aparición de sistemas cada vez más complicados puede explicar la velocidad a la que la evolución opera para llevar organismos y ecosistemas enteros a niveles de complejidad cada vez más improbables: “Debe haber algo parecido en una cuarta ley (de la Termodinámica), una tendencia a la autoconstrucción de biosferas cada vez mayores”, comenta Kaufmann. Su idea es que la segunda ley, que establece que el desorden de un sistema cerrado siempre crece, es importante, pero no decisiva.

Para el bioquímico y premio Nobel Christian De Duve, uno de los pensadores más creativos a la hora de unificar biología y cosmología, el origen de la vida no es accidental, sino el resultado de las leyes más básicas de la naturaleza: “La vida y la mente no emergen como resultado de accidentes aleatorios, sino como una manifestación natural de la materia”. Y no sólo eso. Para De Duve, la conciencia es una expresión del Cosmos tan fundamental como la propia vida. Por su parte el físico y matemático del Instituto de Estudios Avanzados de Princeton, Freeman Dyson, eleva a la ley natural la tendencia de la conciencia a ejercer un control cada vez mayor sobre la materia inanimada y, siguiendo la estela de Barrow y Tipler, cree que desempeñará un papel clave en el destino del Cosmos. Sin embargo, no todos piensan que nuestro universo favorece la aparición de la vida. Para el físico teórico Lee Smolin, todo lo que nos rodea es producto de un proceso evolutivo funcionando a la mayor escala posible. Según Smolin, nuevos universos-bebés nacen en el interior de los agujeros negros gracias a los Big Bangs que suceden naturalmente en el otro lado.

Selección Natural cósmica

Ahora bien, las constantes y las leyes de la física varían sutilmente de un universo-bebé a otro siguiendo un proceso de selección natural que favorece la “reproducción” de universos que generan más universos-bebés. Esto es, estrellas que terminan sus vidas como agujeros negros. Luego, la vida no es más que un subproducto del verdadero objetivo de las leyes naturales: producir universos con agujeros negros. Accidentalmente, el valor de las constantes universales que implican la existencia de muchos agujeros negros coincide justamente con el valor que debe tener para que nuestro universo rebose de vida.

Pero quien más ha reflexionado sobre este asunto es un curioso personaje que fue asesor judicial y senador por Oregón, James N. Gardner, cuyas ideas sobre complejidad son publicadas en diversas revistas científicas. Su Hipótesis central es la del Biocosmos Egoísta, una versión a escala cósmica de la teoría del gen egoísta de Richard Dawkins. Para Gardner, nuestro universo, tan bien diseñado para albergar vida, no es otra cosa que el resultado de la evolución de una larga serie de universos anteriores, donde cada uno ha sido cada vez más “amigable” para la vida. Estamos ante una versión evolutiva del principio antrópico fuerte.

Si así fuera, debería existir una especie de código genético cósmico que evolucionaría siguiendo la selección natural. Para Stephen Wolfram, un genio matemático que escribió su primer artículo científico a los 15 años y creó en 1985 el programaMathematica (el sistema estándar para realizar cálculos técnicos) los procesos naturales se entienden mejor como una serie de algoritmos interactivos, que se repiten una y otra vez, dando resultados cada vez más precisos: “Bajo todos los fenómenos complejos que vemos en física subyace un programa simple, el cual, si corre el tiempo suficiente, reproduciría nuestro universo en todos sus detalles”.

Creadores de vida

Los físicos de la teoría de cuerdas se han unido a esta idea de “darwinismo cósmico”, debido a la aparición de la famosa energía oscura, la culpable de que nuestro universo se está acelerando. Al introducir esta misteriosa fuerza en sus cálculos han descubierto, entre sorprendidos y alarmados, que la teoría genera del orden de 10 a la ciento cincuenta universos posibles. ¿Por qué surgió éste de entre tantos millones de millones de posibilidades? Físicos de la talla de Andrei Linde y Leonard Susskind consideran que la aparición de la vida es una variable que condiciona la elección. Como si ello fuera poco, teórico como Louis Crane proponen un principio meduso-antrópico según el cual una inteligencia muy evolucionada (¿nuestros lejanos descendientes?) podrían insuflar vida al universo, no por el deseo de llenarla de tal, sino porque craría nuevos agujeros negros y conseguiría, a partir de ellos, la energía necesaria para vivir.

En fin amigos, como ven, hemos de seguir preguntándonos cómo es que llegamos a existir. Quizá así descubramos el sentido de la vida. De todas maneras no es mal camino averiguar en el interior de nuestro universo propio, quizá allí esté muy bien guardada la respuesta.

Con el cariño de siempre les deseo días felices. Un abrazo inmenso a todos.

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