lunes, 13 de octubre de 2014

EL ATAQUE DESDE ROMA
De Juan Avila


El periodo clave de confrontación entre la Iglesia católica y la masonería fue precisamente el de los pontificados de Pío IX (1846-1878) y León XIII (1878-1903), que abarcan prácticamente toda la segunda mitad del siglo XIX. Y aquí es necesario recordar la situación socio-política de los Estados Pontificios, si queremos entender las más de dos mil intervenciones de estos dos papas contra las sociedades secretas en general y la masonería en particular, y que tanto iban a repercutir en las campañas antimasónicas emprendidas en todos los países católicos. Son los años que marcan el fin del Estado Pontificio, último en oponerse a la unificación italiana y que van especialmente desde los disturbios de 1831 a los de 1870. El descontento público contra el clero como clase dominante y contra la Iglesia, que ya existía en los Estados Pontificios, atizado por las sociedades secretas y patrióticas, derivó a una auténtica agitación contra el gobierno papal, que acabaría fundiéndose poco a poco con la campaña en pro de la unidad italiana. Y lo que en un principio no pasó de escaramuzas dialécticas y críticas más o menos abiertas, terminó en una verdadera revolución iniciada ya en la primavera de 1848, cuando Pío IX tuvo que huir al reino de Nápoles, refugiándose en Gaeta, mientras en Roma se proclamabala república bajo la presidencia de José Mazzini.
Las tropas francesas reconquistaron Roma, y el papa regresó a su capital. Exteriormente el viejo orden parecía restablecido. Pero todos los patriotas italianos vieron claramente que la implantación de la unidad nacional no podía hacerse con el papa, sino contra él. Desde entonces prosiguió la agitación, unas veces abiertamente y otras de manera encubierta. Los dominios papales quedaron reducidos a Roma y el Lacio, y aun aquí dependían de la protección de una guarnición francesa. Cuando la guerra franco-prusiana de 1870 obligó al emperador a retirar sus soldados, las tropas italianas cruzaron la frontera y avanzaron contra Roma. El papa sabía que su causa estaba perdida. Por eso, después de un breve fuego de artillería, mandó izar bandera blanca. Ocurría esto el 20 de septiembre de 1870. El papa se recluyó en el Vaticano y se negó a entrar en negociaciones.
Mientras tanto, la sede del gobierno italiano se trasladaba a Roma, instalándose la familia real en el palacio papal del Quirinal. Con este paso el carácter antieclesiástico del nuevo Estado venía a recibir una confirmación en cierto modo definitiva.
Pio IX contra la masonería
En este contexto, el ataque y condena contra las sociedades secretas no carga ya el acento tanto en el secreto, juramento y sospecha de herejía, como había ocurrido en el siglo XVIII, sino que en todos los documentos encontramos un leitmotiv que se repite sin cesar y que tiene mucho que ver con los Estados Pontificios.
Se condenan las sociedades clandestinas que conspiran contra la Iglesia romana y «quieren pisotear los derechos del poder sagrado y de la autoridad civil» ( Qui pluribus. 9 de noviembre de 1846), llegando incluso a la usurpación de los Estados Pontificios como se dice en la alocución Quibus quantisque del 20 de abril de 1849, unos meses después de que la revolución de Roma de 1848 obligara al papa a refugiarse en el vecino reino de Nápoles. En la encíclica Quanta cura, del 8 de diciembre de 1864, no sólo será el carácter clandestino de las sociedades lo que justificaría la reprobación del papa, sino el hecho de que fueran permitidas y fomentadas por el nuevo gobierno de Italia, que hábilmente se servía de ellas en su lucha contra el Estado Pontificio. El Syllabus. del mismo año, recordaría esta condena dedicando a la masonería uno de los diez apartados (panteísmo, naturalismo, racionalismo, indiferentismo, socialismo, comunismo, masonería y liberalismo) en que están divididas las ochenta proposiciones condenadas por Pío IX.
En la Multiplices inter (25 de septiembre de 1865) volvía el papa a referirse a la masonería y a los carbonarios «que atacan las cosas públicas y santas», que «conspiran contra la Iglesia y el poder civil» o, como dirá en el mismo documento, que conspiran, ya sea abierta, ya clandestinamente, «contra la Iglesia y los poderes legítimos». Obsérvese que aparte del valor de poner en guardia a los reyes y soberanos contra estas sociedades secretas— el papa se defendía a sí mismo en cuanto que unía en su persona tanto la Iglesia como el poder civil legítimo.
Todo el material jurídico anterior contra la masonería y las sociedades secretas fue unificado por Pío IX en su célebre Constíitucion Apostolicae Sedis del 12 de octubre de 1869, es decir, un año antes de la ocupación de Roma por las tropas garibaldinas. Conminaba la excomunión latae sententiae especialmente reservada al papa a todos «aquellos que diesen su nombre a la masonería o carbonería o a otras sectas del mismo género, que maquinen contra la Iglesia y los legítimos gobiernos, ya abierta, ya clandestinamente».
De la misma forma que Pío IX y sus antecesores se refieren en sus documentos indistintamente a masones, carbonarios, universitarios y demás sociedades secretas o clandestinas, en el caso italiano no es extraño encontrar entre los que lucharon por la unidad del país, y en consecuencia en contra del papa, en cuanto rey de Roma y de los Estados Pontificios, a personas que participaron o militaron en varias de estas asociaciones. La figura mas emblemática es la del propio Garibaldi, iniciado en la carbonería en 1833, posteriormente miembro de la Joven Italia de Mazzini, y masón a partir de 1844, año en que ingresó en una logia de Montevideo. Cuando tuvo lugar el desembarco de la expedición de los mil en Marsala, en 1860, sólo tenía el tercer grado, de maestro. Pero al entrar en Palermo recibió los honores de la masonería siciliana y se le concedieron todos los grados rituales del 4º al 33º, llegando a ser poco después Gran Maestre del Gran Oriente de Palermo. Dos años más tarde sería elegido en Florencia Gran Maestre de la masonería italiana. En oposición al Concilio Vaticano I organizó en Nápoles una asamblea de librepensadores. y más tarde hizo otro tanto, poniendo en marcha las «sociedades obreras». En 1881 sería elegido Gran Maestre del Rito de Memphis, que tenía una gran difusión en Italia.
León XIII, récord antimasónico
La cuestión del poder temporal de los papas, cuyo origen databa de la época carolingia, fue considerada por muchos católicos y eclesiásticos como vital, aunque solo era algo importante. Siendo todavía arzobispo de Perusa, el cardenal Pecci, futuro León XIII, había consagrado a este tema una extensa carta pastoral titulada «La Iglesia y la civilización. El poder temporal de los papas». De hecho, la unificación italiana con Roma por capital aparecía, a la vista de unos y otros, como sinónimo más o menos vagos del fin de la Iglesia, algo así como cuando quince siglos antes muchos no habían podido concebir un orden cristiano que sobreviviera al hundimiento del orden romano y de la unidad imperial del mundo. Los propios Pío IX y León XIII estaban convencidos de que la Iglesia difícilmente podía tener un poder espiritual si no contaba también con un poder temporal.
La herencia que recibió León XIII en 1878 cuando accedió al pontificado fue en extremo difícil. El papa seguía recluido en el Vaticano y todo su esfuerzo se dirigió a mantener ante los ojos de los católicos la iniquidad del estado de cosas reinante en Roma. En su deseo de evitar todo lo que pudiera parecer que aprobaba el nuevo régimen implantado en sus dominios, prohibió a los católicos italianos tomar parte en las elecciones para el Parlamento, con lo que los católicos perdieron la ocasión de influir en la política, y el Parlamento quedó dominado por elementos antirreligiosos. La actitud del Gobierno siguió, pues, siendo hostil durante largo tiempo. Los conventos y monasterios fueron declarados propiedades nacionales y convertidas muchos de ellos en cuarteles. En las escuelas dejó de darse enseñanza religiosa. Y ante la pasividad del Gobierno se desarrollaron manifestaciones tumultuosas de marcado matiz antipapal.
En estas condiciones históricas no es extraño que durante los veinticinco años que duró el pontificado de León XIII salieran del Vaticano no menos de doscientos cincuenta documentos condenando -y poniendo en guardia al mundo entero- la masonería y demás sociedades secretas en general, si bien pasan de dos mil las referencias papales contra la masonería.
Aparte de las encíclicas que tratan directamente del tema, menciona la masonería cuando trata el asunto de la expoliación de que había sido víctima el Vaticano en el año 1870. Alude a la misma al protestar contra las ofensas, que se habían multiplicado, sobre todo, queriendo echar al Tíber los restos mortales de Pío lX; y al comentar la exaltación masónica de algunos apóstatas y heterodoxos, como Giordano Bruno y Arnoldo de Brescia; al tratar de las tentativas para introducir el divorcio y la obligación del matrimonio civil. Del mismo modo, habla de ella al relatar la supresión del catecismo en las escuelas y la laicización de la enseñanza y beneficencia. También hace mención a la masonería cuando denuncia los errores contra la autoridad pública a los enemigos de la religión y de la patria. Otro tanto se puede decir al detallar los escritos e insultos contra el clero, supresión de órdenes religiosas, etc.
De todos estos documentos, el más conocido es la encíclica Humanum genus. del 20 de abril de 1884, que a su vez es la más directa y extensa contra la masonería, si bien queda identificada en sus fines y medios con el naturalismo. Empieza recorriendo las condenas de los papas anteriores desde Clemente XII a Pío IX, así como las de ciertos gobiernos:
En lo cual varios príncipes y jefes de Gobierno se hallaron muy de acuerdo con los Papas, cuidando ya de acusar a la sociedad masónica ante la Silla Apostólica, ya de condenarla por sí mismos, promulgando leyes a este efecto, como en Holanda, Austria, Suiza, España, Baviera, Saboya y otras partes de Italia.
Una vez enumeradas las acusaciones de sus antecesores contra la masonería recalca «el último y principal de sus intentos, a saber: el destruir hasta los fundamentos todo el orden religioso y civil establecido por el Cristianismo, levantando a su manera otro nuevo con fundamentos y leyes sacados de las entrañas del naturalismo». Y, a continuación, como prueba del proceder de la secta masónica en lo tocante a la religión y su empeño por llevar a cabo las teorías naturalistas, dirá: «Mucho tiempo ha que se trabaja tenazmente para anular en la sociedad toda injerencia del magisterio y autoridad de la Iglesia, y a este fin se pregona y contiende deberse separar la Iglesia y el Estado, excluyendo así de las leyes y administración de la cosa pública el muy saludable influjo de la religión católica». Separación de la Iglesia y el Estado hoy día defendida por la propia Iglesia.

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