jueves, 15 de julio de 2010

LA COMPASIÓN Y EL INDIVIDUO EL PROPÓSITO DE LA VIDA



LA COMPASIÓN Y EL INDIVIDUO EL PROPÓSITO DE LA VIDA...(I)
TENZIN GYATSO


Hay una gran pregunta que subyace bajo nuestras expe­riencias, no importa que
pensemos en ella conscientemente o no.

¿Cuál es el propósito de la vida? He considerado esta pregunta y me gustaría compartir mis
pensamientos con la esperanza de que puedan aportar un beneficio
prácti­co y directo a todos aquellos que los lean.

Creo que el propósito de la vida es ser feliz. Desde el momento del nacimiento, cada
ser humano busca la felicidad y no quiere el sufrimiento. Esto no se ve afectado ni por las
condiciones sociales o de educación ni por las ideologías. Desde lo más profundo
de nuestro ser, sim­plemente deseamos ser felices.

No sé si el universo con sus incontables galaxias, estrellas y planetas, tiene un sig­nificado
más profundo o no, pero en último término está claro que nosotros, seres: humanos que
vivimos en esta tierra, nos enfrentamos a la tarea de conseguir una vida feliz. Por ello,
es importante descubrir aquello que traiga consigo el mayor grado de felicidad.

CÓMO ALCANZAR LA FELICIDAD

Para empezar, podemos dividir cada tipo de felicidad y sufrimiento en dos categorías
principales: mental y física. De las dos, la mente es la que ejerce una mayor influen­cia
en la mayoría de nosotros. Exceptuando aquellas si­tuaciones en las que nos encontramos
gravemente enfer­mos o sin cobertura para las más básicas necesidades, nuestra condición
física desempeña un papel secundario en la vida. Si el cuerpo está satisfecho, virtualmente
lo ig­noramos. La mente, sin embargo, registra cada hecho, no importa lo pequeño que
sea. Por ello, debemos dedicar nuestros esfuerzos más serios a obtener la paz mental.

Desde mi propia y limitada experiencia, he descu­bierto que el mayor grado de
tranquilidad interna viene del desarrollo del amor y la compasión.

Cuanto más nos preocupamos de la felicidad de los demás, mayor es nuestro sentimiento
de bienestar. Cultivando un sentimiento cálido, cercano a los demás, auto­máticamente
ponemos nuestra mente en un estado de calma. Esto nos ayuda a remover todos aquellos
miedos o inseguridades que podamos tener y nos da la fuerza necesaria para enfrentarnos
a cualquier obstáculo que surja. Es la fuente última de éxito en la vida.

Mientras vivamos en este mundo, estamos destinados a encontrar problemas. Si en
esos momentos perdemos la esperanza y nos desanimamos, disminuiremos nuestra
ca­pacidad para enfrentarnos a las adversidades. Si, por otro lado, recordamos que no
somos los únicos, sino que todo el mundo debe experimentar sufrimientos, esta
perspec­tiva más realista de la situación aumentará nuestra determinación y capacidad
para superar los problemas. Es más, con esta actitud, cada nuevo obstáculo puede
ser visto como otra oportunidad para mejorar nuestra mente.

Así pues, podemos esforzarnos gradualmente para convertirnos en seres más
compasivos, es decir, podemos desarrollar una simpatía genuina por el sufrimiento
de los demás conjuntamente con el deseo de ayudarles a re­mover su dolor. Como
resultado, aumentará nuestra pro­pia serenidad y fuerza interna.

NUESTRA NECESIDAD DE AMOR

Finalmente, la razón por la que el amor y la compasión traen la mayor felicidad es
simplemente porque nuestra naturaleza las aprecia por encima de cualquier otra cosa.
La necesidad de amar es la base de la existencia huma­na. Es el resultado de la profunda
interdependencia que todos compartimos. No importa lo hábil o capaz que sea un
individuo, por si solo él o ella no sobrevivirá. No im­porta lo vigoroso o independiente
que uno se sienta du­rante los períodos más brillantes de su vida, cuando uno está
enfermo, o es muy joven o muy viejo, debe depen­der de la ayuda de los demás.

La interdependencia, desde luego, es una ley funda­mental de la naturaleza. No
solamente las formas de vida más desarrolladas sino también los más diminutos
insec­tos son seres sociales quienes, sin ninguna religión, leyes ni educación, sobreviven
a través de una cooperación mutua basada en el
reconocimiento innato de sus pro­pias interconexiones.

El nivel más sutil de los fenómenos materiales está también gobernado por la interdependencia.
Todo fenómeno, desde el planeta en el que habitamos hasta los océanos, nubes,
bosques y flores que nos rodean, surge con dependencia de unos modelos muy
sutiles de ener­gía. Sin la apropiada interacción, se disuelven y decaen. Es debido a
que nuestra propia existencia humana es tan dependiente de la ayuda de los demás
por lo que nuestra necesidad de amor está en la base misma de nuestra
existencia. Por ello necesitamos un genuino sen­tido de responsabilidad y
una preocupación sincera por el bienestar de los demás.

Tenemos que considerar qué es lo que somos real­mente nosotros, los seres humanos.
No somos objetos hechos como las máquinas. Si fuéramos meramente en­tidades
mecánicas, entonces las mismas máquinas po­drían aliviar todos nuestros
sufrimientos y dar solución a nuestras necesidades. Sin embargo, y debido a que no
somos criaturas puramente materiales, es un error poner todas nuestras esperanzas
de felicidad únicamente en el progreso externo. En su lugar, debemos considerar
nuestros orígenes y naturaleza para descubrir qué es lo que necesitamos.

Dejando de lado la compleja cuestión de la creación y la evolución del universo,
podemos como mínimo es­tar de acuerdo en que cada uno de nosotros es el pro­ducto
de nuestros padres. En términos generales nuestra concepción ocurrió no sólo en
el contexto del deseo se­xual sino también en la decisión de nuestros padres de tener
un hijo. Estas decisiones están basadas en la res­ponsabilidad y en el altruismo: el compromiso
compasiva de los padres en cuidar de su hijo hasta que éste sea capaz de cuidar de sí mismo. Así
pues, desde el mismo momento de nuestra concepción, el amor de nuestros padres está
directamente involucrado en nuestra crea­ción. Más todavía, nosotros dependemos
completamen­te del cuidado de nuestra madre desde las etapas más tempranas de
nuestro crecimiento. Según algunos cien­tíficos, el estado mental de una mujer
embarazada, sea tranquilo o agitado, tiene un efecto físico directo sobre el niño todavía por nacer.
La expresión del amor es también algo muy impor­tante en el momento del nacimiento.
Ya que la primera cosa que hacemos es succionar la leche del pecho de nuestra madre,
nos sentimos naturalmente cercanos a ella, y ella debe sentir amor por nosotros a fin
de poder­nos alimentar apropiadamente; si nuestra madre siente enfado o resentimiento
la leche no fluirá libremente. Luego viene el período crítico del desarrollo del ce­rebro desde
el momento del nacimiento hasta, al menos, la edad de 3-4 años, durante el cual el
contacto físico y el cariño son los factores más importantes para un normal crecimiento
del niño. Si éste no se siente acariciado, abrazado, mimado y querido, su desarrollo
se verá per­turbado y su cerebro no madurará apropiadamente. Ya que un niño no puede
sobrevivir sin el cuidado de los demás, el amor es el alimento más importante.
La felicidad en la infancia, el apaciguamiento de los muchos miedos del niño y el
saludable desarrollo de la confianza en sí mismo, todo ello depende directamente
del amor. Actualmente muchos niños crecen en familias infeli­ces. Si ellos no reciben
el cariño adecuado, más tarde en la vida difícilmente amarán a sus padres y, con
frecuen­cia, les será difícil amar a los demás. Esto es muy triste. Cuando el niño
crezca y vaya a la escuela, su necesi­dad de ayuda debe encontrar respuesta en
sus profeso­res. Si el maestro además de impartir la educación aca­démica asume
también la responsabilidad de preparar a sus alumnos para la vida, sus alumnos
sentirán confian­za y respeto, y aquello que se les haya enseñado
dejará una huella indeleble en sus mentes.

Por otro lado, las enseñanzas recibidas de un maestro que no muestra una auténtica
preocupación por el bienestar de sus estudiantes serán recibidas como tempora­les
y olvidadas muy pronto. Asimismo, si uno está enfermo y está siendo tratado en un
hospital por un médico que demuestra un senti­miento cálido y humano, uno se
siente cómodo y el de­seo del doctor de dar la mejor atención posible es en sí mismo
curativo, sin importar el grado de habilidad téc­nica que el médico tenga.
Por otro lado, si nuestro doc­tor carece de sentimientos humanos y demuestra una
ex­presión poco amistosa, de impaciencia o indiferencia, nos sentiremos
ansiosos, e incluso cuando él o ella ten­gan todas las cualificaciones, la enfermedad
haya sido correctamente diagnosticada y la apropiada medicación prescrita,
inevitablemente, los sentimientos del paciente crearán una diferencia
en la calidad y la totalidad de su recuperación.

Incluso cuando participamos en una conversación or­dinaria en nuestra vida
diaria, si alguien nos habla con sentimiento humano, disfrutamos escuchándole
y res­pondemos de la misma manera. La conversación entera se hace interesante,
no importa lo poco atrayente que sea el tema. Por otro lado, si una persona habla
fría o du­ramente, nos sentimos incómodos y deseamos poner un pronto final al
intercambio. El afecto y el respeto de los demás son vitales para nuestra
felicidad en cualquier situación al margen de su importancia.

Recientemente me encontré con una pareja de cien­tíficos en América que me comentaron
que el porcenta­je de enfermos mentales en su país era bastante elevado, alrededor
del 20% de la población. Quedó claro duran­te nuestra discusión que la causa
principal de la depre­sión no era la falta de necesidades materiales
sino la ca­rencia del afecto de los demás.

Así pues, como se puede ver por lo que he escrito has­ta ahora, una cosa aparece
clara para mí: seamos o no conscientes de ello, desde el día de nuestro nacimiento,
a necesidad de cariño humano está en nuestra sangre. Incluso si el afecto proviene
de un animal o de alguien a quien consideraríamos normalmente un enemigo,
to­dos, niños y adultos, gravitarán naturalmente hacia él. Creo que nadie nace libre
de la necesidad de amar. Y ello demuestra que los seres humanos no se pueden
de­finir como algo puramente físico aunque algunas escue­las modernas del
pensamiento busquen hacerla. Ningún objeto material, no importa lo bello o
valioso que sea, puede hacernos sentir amados, porque nuestra más pro­funda
identidad y auténtico carácter se halla en la natu­raleza subjetiva de la mente.

Algunos de mis amigos me han dicho que, aunque el amor y la compasión son
buenos y maravillosos, no son realmente muy relevantes. Nuestro mundo, dicen
ellos, no es lugar donde dichas creencias tengan mucha influencia o poder.
Ellos declaran que el enfado y el odio son una parte tan integrante de la naturaleza
humana que la humanidad estará siempre dominada por ellos. Yo no estoy de acuerdo.

Nosotros, seres humanos, hemos existido con nuestra forma actual durante más
de 100.000 años. Creo que si durante este tiempo la mente humana hubiera estado
principalmente controlada por el enfado y el odio, el to­tal de la población habría
disminuido. Pero hoy, a pesar de nuestras guerras, nos encontramos con que la
pobla­ción humana es más numerosa que nunca. Esto me indi­ca claramente que
el amor y la compasión predominan en el mundo. Y es por ello por lo que los
hechos desagra­dables son «noticia»; las actividades compasivas son de
tal forma parte de nuestra vida diaria que las damos por algo
supuesto, y por lo tanto, son grandemente ignoradas.

Hasta ahora he venido comentando principalmente los beneficios mentales de
la compasión, pero también contribuye a un buen estado de salud física. De
acuerdo con mi propia experiencia personal, la estabilidad men­tal y el bienestar
físico están relacionados directamente. No hay duda, el enfado y la agitación nos
hacen más sus­ceptibles a las enfermedades. Por otro lado, si la mente está
tranquila y ocupada en pensamientos positivos, el cuerpo no caerá enfermo tan fácilmente.

Pero, desde luego, es también cierto que todos posee­mos un innato egoísmo
que inhibe nuestro amor hacia los demás. Así pues, ya que todos deseamos
la felicidad au­téntica que sólo proviene de una mente tranquila, y ya que esta
paz mental proviene de una actitud compasiva ¿cómo podemos desarrollarla?
Obviamente, no basta con pensar qué bonita es la compasión. Necesitamos hacer
un esfuerzo combinado para desarrollarl Debemos utilizar todos los
acontecimientos de nuestra vida diaria para transformar nuestros pensamientos y conductas.


Antes que nada debemos tener claro qué es lo que queremos decir con
compasión. Muchas formas de sentimientos compasivos se mezclan con el deseo
y el apego. Por ejemplo, el amor que los padres sienten por
sus hi­jos está a menudo fuertemente asociado
a sus propias necesidades emocionales; así pues, no es completamen­te compasivo. De nuevo,
en el matrimonio, el amor en­tre marido y mujer, particularmente al principio, cuando cada uno
quizá no conoce todavía profundamente el ca­rácter del otro,
depende más del apego que del auténti­co amor.
Nuestro deseo puede ser tan fuerte que la per­sona a la que estamos apegados nos
parece positiva, aun cuando, de hecho, él o ella sean muy negativos. Además, tenemos una
tendencia a exagerar las pequeñas cualida­des positivas. Así que cuando la actitud de uno en
la pa­reja sufre un cambio, el otro se disgusta y su actitud va­ría también. Esto es
una señal de que el amor ha sido motivado más por una necesidad personal
que por un cariño auténtico por la otra persona.

La auténtica compasión no es sólo una respuesta emocional, sino un compromiso
firme basado en la ra­zón. Así pues, una actitud compasiva auténtica hacia los demás
no cambiará incluso cuando ellos se comporten negativamente. Desde luego, desarrollar
este tipo de com­pasión es fácil. Para empezar, consideremos los hechos siguientes:

Tanto la gente que es hermosa y afable como la que es fea y destructiva, en último término
son seres humanos como yo mismo. Como yo, todos quieren la felicidad y huyen del
sufrimiento. Más aún, su deseo de superar el sufrimiento y ser felices es igual al mío. Así,
cuando re­conocemos que todos los seres son iguales tanto en su deseo de obtener la
felicidad como en el derecho a ob­tenerla, automáticamente sentimos simpatía y cercanía
hacia ellos. Así, al ir acostumbrando a nuestra mente a este sentido de altruismo
universal, desarrollaremos un sentimiento de responsabilidad hacia los demás: el
de­seo de ayudarles activamente a superar sus problemas.
Éste no es un deseo selectivo, se aplica por igual a todos. Mientras sean seres
humanos que experimentan placer y dolor, lo mismo que nosotros, no hay base lógica para
discriminar entre ellos o para alterar nuestra preocupa­ción por ellos si se comportan negativamente.

Quiero enfatizar que está a nuestro alcance, con tiem­po y paciencia, el desarrollar este tipo de compasión.

Desde luego, nuestro egoísmo, nuestro apego al senti­miento de un yo independiente,
existe en sí mismo, trabaja fundamentalmente para inhibir nuestra compasión. Aún
más, la auténtica compasión se puede experimentar solamente cuando este tipo
de apego al yo es eliminado. Pero esto no significa que no podamos empezar
y hacer progresos a partir de este mismo momento.

CÓMO PODEMOS EMPEZAR

Debemos empezar removiendo los mayores obstáculos de la compasión: el enfado y el odio.
Como todos sabe­mos, son unas emociones extremadamente poderosas y pueden dominar
nuestra mente por entero. De todas formas, podemos llegar a controlarlas. Sin embargo, si no
dominamos estas emociones negativas, nos persegui­rán como una plaga sin ningún
esfuerzo extra por su parte e impedirán nuestra conquista de la felicidad de una mente con amor.
Por ello, para empezar es útil investigar el valor del enfado. A veces, cuando
nos desanimamos ante una situación difícil, el enfado parece útil, parece que
nos re­porta una mayor energía, confianza y determinación.

Aquí, sin embargo, debemos examinar nuestro esta­do mental cuidadosamente. Mientras
es cierto que el enfado proporciona una energía extra, si exploramos la na­turaleza de
esta energía, descubriremos que es ciega; no podemos estar seguros de si el resultado
será positivo o negativo. Eso es porque el enfado eclipsa la mejor parte de nuestro cerebro:
su racionalidad. Así, la energía del enfado es casi siempre poco fiable. Puede causar
una gran cantidad de conducta destructiva, desafortunada. Además, si el enfado
llega a ser extremo, uno se con­vierte en un loco actuando de forma tan
perjudicial para sí mismo como para los demás.

Es posible, sin embargo, desarrollar una energía igual­mente poderosa pero
mucho más controlada con la que manejar las vibraciones difíciles.

Esta energía más controlada proviene no sólo de una actitud compasiva sino también de
la razón y de la paciencia. Éstos son los antídotos más poderosos contra el enfado. Por
desgracia mucha gente prejuzga estas cuali­dades como síntomas de debilidad. Creo,
en cambio, que lo contrario es cierto: son signos auténticos de fuerza in­terior. La
compasión es por su propia naturaleza gentil, pacífica y suave, pero también muy
poderosa. Son los que fácilmente pierden la paciencia quienes son insegu­ros
e inestables. Por todo ello, para mí, el surgimiento
del enfado es un signo inequívoco de debilidad.

Así, cuando surge un problema, tratas de permanecer humilde y mantener una
actitud sincera, preocupándo­te de que la solución sea justa. Desde luego, otros
pue­den intentar aprovecharse de ti y si el hecho de que tú mantengas una actitud
de desapego sirve sólo para pro­vocar una agresión injusta, en ese caso adopta
una pos­tura firme. Esto último debe ser hecho con compasión y, si es necesario
expresar tus puntos de vista y tomar me­didas extremas, hazlo, pero sin enfado ni malicia.

Debes darte cuenta de que aun cuando parezca que tus adversarios te están
haciendo daño, al final su actitud destructiva sólo les perjudicará a ellos. A fin de
controlar nuestro impulso egoísta de devolverles el daño recibido, debemos
acordarnos de nuestro deseo de practicar com­pasión y asumir la responsabilidad
de ayudar a prevenir que la otra persona sufra las consecuencias de sus actos. Así,
debido a que han sido elegidas con calma y refle­xión, las medidas que
empleemos serán más efectivas, adecuadas y poderosas. La venganza
basada en la ciega energía del enfado rara vez da en el blanco.

AMIGOS y ENEMIGOS

Debo enfatizar de nuevo que el hecho de pensar mera­mente en que la compasión, la
razón y la paciencia son beneficiosas no basta para desarrollarlas.

Debemos estar a la espera de las dificultades que van
a surgir y entonces intentar practicar con ellas.

¿Y quién crea dichas dificultades? Nuestros amigos no, desde luego, sino nuestros
enemigos. Ellos son quienes nos dan los mayores problemas. Así, si realmente
queremos aprender, debemos considerar al enemigo como a nuestro mejor maestro.

Para una persona que aprecia la compasión y el amor, la práctica de la tolerancia
es esencial, y para ello, un enemigo es imprescindible. Debemos pues sentimos
agradecidos hacia nuestros enemigos, ya que son ellos los que mejor nos
ayudan a desarrollar una mente tran­quila. También vemos que tanto en la
vida pública como en la privada, debido a un cambio en las
circunstancias, los enemigos se convierten en amigos.

El enfado y el odio son siempre dañinos, y a no ser que entrenemos nuestras
mentes y trabajemos para reducir su fuerza negativa, continuarán perturbando y
en­torpeciendo nuestros intentos por desarrollar una men­te en calma. El enfado
y el odio son nuestros enemigos reales. Ellos son las fuerzas contra las que
debemos pe­lear y vencer, no los enemigos «temporales» que apare­cen
intermitentemente a lo largo de nuestra vida.

Desde luego, es natural y correcto que todos quera­mos tener amigos. A
menudo hago bromas diciendo que si quieres ser realmente egoísta debes ser muy altruista.

Debes cuidar de los demás, preocuparte por su bienes­tar, ayudarles, servirles, hacer
más amigos, sonreír más... ¿El resultado? Cuando tú mismo necesites ayuda
encon­trarás a muchos que se brinden a dártela. Si, por otro lado, descuidas el
dar felicidad a los demás, en último término tú serás el perdedor.

¿Se crea la amistad por medio de peleas y enfados, ce­los e intensa competencia?
No lo creo así. Sólo el afecto nos proporciona auténticos amigos íntimos.

En la sociedad materialista de hoy en día, si tienes di­nero y poder pareces tener
muchos amigos. Pero no son amigos tuyos, son amigos de tu dinero y poder.
Cuando pierdes tu fortuna e influencia resulta muy difícil encontrar a esa gente.

El problema está en que mientras las cosas en el mun­do nos vayan bien, nos
sentimos confiados, creemos que podemos arreglarnos por nosotros mismos y
sentimos que no necesitamos amigos, pero cuando nuestra situa­ción y salud
declinan, nos damos cuenta rápidamente de cuán equivocados estábamos. Este
es el momento en que aprendemos quién nos ayuda realmente y quién no nos es
de ninguna utilidad. Así pues, a fin de prepararnos para ese momento, para conseguir
amigos auténticos que nos ayudarán cuando surja la necesidad, debemos
cultivar nosotros mismos el altruismo.

Aunque a veces la gente se ríe cuando digo esto, yo mismo siempre quiero más
amigos. Amo las sonrisas. De­bido a ello tengo el problema de saber cómo hacer
ami­gos y cómo conseguir más sonrisas, especialmente sonri­sas genuinas. Ya que
hay muchas clases de sonrisas, tales como sonrisas sarcásticas, artificiales o
diplomáticas. Hay muchas sonrisas que no crean un sentimiento de satis­facción, y
a veces incluso pueden llegar a crear descon­fianza o miedo, ¿no? Pero una
sonrisa auténtica real­mente nos crea una sensación de frescor y es, creo, algo
exclusivo de los seres humanos. Si ésas son las sonrisas que deseamos, entonces
deberemos crear nosotros mis­mos las causas para que surjan.

LA RELACIÓN CON LA IRA Y LA EMOCIÓN

La ira y el odio son dos de nuestros amigos más íntimos.

Cuando era joven tuve una relación bastante estrecha con la ira. Luego, al pasar el tiempo,
sentí un gran desa­cuerdo con ella. Utilizando el sentido común, con la ayu­da de la
compasión y la sabiduría, ahora tengo un argu­mento más poderoso con que derrotar la ira.

Según mi experiencia, es evidente que si el individuo hace un esfuerzo, puede cambiar.
Por supuesto, el cambio no es inmediato y lleva mucho tiempo. Para cambiar y ocuparse
de las emociones resulta decisivo analizar qué pensamientos son útiles, constructivos y
beneficiosos para nosotros. Me refiero ante todo a esos pensamientos que nos tranquilizan,
nos relajan y nos dan paz de espí­ritu, en oposición a los que crean inquietud, miedo y
frustración. Este análisis es parecido al que podríamos hacer para cosas externas,
como las plantas. Algunas plantas, flores y frutos son buenos para nosotros, así
que los usamos y los cultivamos. Las plantas que son veneno­sas o nocivas para
nuestra salud aprendemos a recono­cerlas y a veces hasta a destruirlas.
Existe un parecido con el mundo interior. Es dema­siado simplista hablar del «cuerpo» y
la «mente». Dentro del cuerpo hay billones de partículas diferentes. Del mis­mo modo,
hay muchos pensamientos diferentes y una di­versidad de estados mentales. Resulta
aconsejable echar una mirada atenta al mundo de la mente y hacer una dis­tinción entre
los estados mentales nocivos y los benefi­ciosos. Una vez que uno reconoce el valor de
los estados mentales buenos, puede aumentarlos o fomentarlos.

Buda enseñó los principios de las cuatro nobles ver­dades y éstos forman la base
del Dharma. La Tercera Noble Verdad es la extinción. Según Nagarjuna, en este contexto
extinción significa el estado mental o la cuali­dad mental que, mediante la práctica y el
esfuerzo, sus­pende todas las emociones negativas. Nagarjuna define la verdadera
extinción como una situación en la que el individuo ha alcanzado un estado mental
perfecto, libre de los efectos de los diversos pensamientos y emociones dolorosos y negativos.
Ese estado de verdadera extinción es, según el budismo, un Dharma genuino y
por lo tanto es el refugio que todos los budistas practicantes buscan. Buda se
convierte en objeto de refugio, digno de respe­to, porque ha alcanzado ese estado.
Por lo tanto, la re­verencia que uno siente hacia él, y la razón por la que uno busca
refugio en Buda, no es porque éste haya sido desde el principio una persona
especial, sino porque ha alcanzado ese estado de verdadera extinción. De
l mismo modo, la comunidad espiritual, o sangha, se toma como un objeto de
refugio porque sus miembros son indivi­duos que ya están en el camino que
conduce al estado de extinción, o lo están mprendiendo.
Descubrimos que el verdadero estado de extinción sólo puede entenderse
desde el punto de vista de un estado mental al que se ha liberado o purificado
de pen­samientos y emociones negativos por medio de la aplica­ción de antídotos
y neutralizantes. La verdadera extin­ción es un estado mental y los factores que
conducen a él son también funciones de la mente. Además, la base sobre la que
se realiza la purificación es el contínuum mental. Por lo tanto, la comprensión
de la naturaleza de la mente es decisiva para la práctica budista.
Con esto no quiero decir que todo lo que existe es simplemente un reflejo o
proyección de la mente, y que aparte de la men­te nada existe. Pero debido a
la importancia que la com­prensión de la naturaleza de la mente tiene en la
prácti­ca budista, la gente describe a menudo el budismo como «una ciencia de la mente».

En términos generales, en la literatura budista, un pensamiento o una
emoción negativos se definen como «un estado que ocasiona perturbación
dentro de la men­te». Esas emociones y pensamientos dolorosos son los factores
que crean infelicidad y desorden dentro de no­sotros. La emoción por lo general no
es necesariamente negativa. En un congreso científico al que asistí junto con
muchos psicólogos y neurólogos, se llegó a la conclusión de que hasta los
Budas tienen emoción, según la definición de este estado de ánimo que
aparece en di­versas disciplinas científicas. Por lo tanto, podemos ha­blar
de káruna (bondad o compasión infinitas) como un tipo de emoción.

Desde luego, las emociones pueden ser positivas y ne­gativas. Sin embargo,
cuando se habla de ira, etcétera, nos referimos a emociones negativas, que
inmediata­mente crean algún tipo de infelicidad o inquietud y que, a largo
plazo, crean ciertas acciones. Esas acciones llevan con el tiempo a dañar
a otros, y eso nos acarrea dolor o sufrimiento. A eso llamamos emociones negativas.

Una emoción negativa es la ira. Quizá hay dos clases de ira. A una de ellas se
la podría transformar en una emoción positiva. Por ejemplo, si uno tiene un
interés y una motivación compasiva sincera por alguien y esa per­sona no escucha nuestras
advertencias acerca de sus acciones, entonces no hay otra alternativa que el uso de algún tipo
de fuerza para detener las fechorías de esa persona. En la práctica de Tantrayana hay
técnicas de meditación que permiten transformar la energía de la ira. Ésa es la razón
de las deidades coléricas. Sobre la base de la motivación compasiva, la ira puede
en algunos casos ser útil porque nos da una energía adicional y nos permite actuar velozmente.

Sin embargo, la ira comúnmente conduce al odio y el odio es siempre negativo. El odio
abriga rencor. Yo normalmente analizo la ira en dos niveles: en el nivel humano básico
y en el nivel budista. Desde el nivel huma­no, sin ninguna referencia a una ideología
o a una tra­dición religiosa, podemos observar las fuentes de nues­tra felicidad:
la salud, las comodidades materiales y las buenas compañías. Ahora bien, desde
el punto de vista de la salud, las emociones negativas como el odio son muy malas.
Como la gente por lo general trata de cui­darse la salud, la actitud mental es una
técnica que pue­de utilizar. El estado mental de uno debería ser siempre tranquilo.
Aunque aparezca alguna angustia, como es natural en la vida, uno debería
mantenerse siempre tranquilo. Como una ola, que se levanta desde el agua y
vuelve a disolverse en el mar, estas perturbaciones son muy cortas, así que no deberían afectar a
nuestra actitud mental básica. Aunque no podemos eliminar todas las emociones negativas,
si nuestra actitud mental básica es saludable y tranquila, no se verá muy afectada.
Si uno se mantiene tranquilo, la presión sanguínea, etcétera, es más normal y como
consecuencia nuestra salud mejora­rá. Aunque no pueda explicarlo científicamente, creo
que mi propia condición física mejora a medida que en­vejezco. Tomo los mismos
medicamentos, tengo el mis­mo médico, como los mismos alimentos, así que la razón
debe de ser mi estado mental. Algunas personas me di­cen: «Usted debe de tener
algún tipo especial de reme­dio tibetano». ¡Pues no!
Como he dicho antes, de joven era bastante irritable. A veces disculpaba esto diciendo
que era porque mi padre era irritable, como si se tratara de algo genético. Pero
al pasar el tiempo, pienso que ahora casi no siento odio hacia nadie; ni
siquiera hacia los chinos que crean desdicha y sufrimiento a
los tibetanos siento realmente ningún tipo de odio.

Algunos de mis amigos íntimos tienen presión san­guínea alta, y sin embargo nunca
sufren crisis de salud y jamás se sienten cansados. A lo largo de los años he
co­nocido a algunos adeptos muy buenos. Mientras tanto, hay otros amigos que
disfrutan de grandes comodida­des materiales y que cuando empezamos a hablar,
des­pués de las amabilidades iniciales, se ponen a quejarse y a lamentarse. A
pesar de su prosperidad material, esas personas no tienen mentes tranquilas o pacíficas.
¡En consecuencia, siempre se están preocupando de la di­gestión, del sueño, de todo! Por
lo tanto, resulta claro que la tranquilidad mental es un factor muy importante para la
buena salud. Si uno quiere buena salud, no tiene que buscar a un médico, sino
mirar dentro de sí mismo. Tratemos de utilizar algo
de nuestro potencial. ¡Incluso resulta más barato!

La segunda fuente de felicidad son los bienes mate­riales. A veces, al despertarme
temprano por la mañana, si no estoy de muy buen humor, cuando miro el reloj me
siento incómodo. y otros días, debido quizá a la experiencia de la jornada anterior,
cuando me despierto estoy de un humor agradable y tranquilo. Entonces, cuando
miro el reloj lo encuentro extraordinariamente hermoso. Sin embargo, se trata del
mismo reloj, ¿no es así? La di­ferencia está en mi actitud mental. Que el uso de los
bie­nes materiales proporcione o no una auténtica
satisfac­ción depende de nuestra actitud mental.

Es malo para nuestros bienes materiales que la ira do­mine nuestra mente. Para
volver sobre mi propia experiencia, cuando era joven a veces reparaba relojes.
Lo in­tentaba y fracasaba una y otra vez. En algunas ocasiones perdía la paciencia y
golpeaba el reloj. Durante esos mo­mentos, la ira alteraba toda mi actitud y después me
sen­tía muy arrepentido de mis acciones. Si mi meta era re­parar el reloj, ¿por qué
lo golpeaba contra la mesa? De nuevo vemos cuán decisiva es la actitud
mental a la hora de utilizar los bienes materiales para nuestro auténtico beneficio o satisfacción.

Nuestros compañeros son la tercera fuente de felici­dad. Resulta evidente que cuando
uno está mentalmen­te tranquilo, se muestra sincero y abierto. Daré un ejem­plo. Hace
unos catorce o quince años, había un inglés llamado Phillips que tenía una estrecha
relación con el gobierno chino, incluso con Chu En-lai y otros líderes. Hacía muchos
años que los conocía y era muy amigo de los chinos. Una vez, en 1977 o 1978,
Phillips vino a Dha­ramsala a verme. Trajo algunas películas y me
habló de todos los aspectos buenos de China.
Al comienzo de la reunión había un gran desacuerdo entre nosotros, por­que
teníamos opiniones completamente diferentes. Se­gún él, la presencia de los
chinos en el Tíbet era buena. En mi opinión, y según muchos informes, la situación
no era buena. Como de costumbre, yo no tenía ningún sen­timiento negativo
particular hacia él. Simplemente creía que Phillips defendía ese punto de vista
a causa de su ig­norancia. Con mente abierta, seguimos conversando. Yo
sostenía que los tibetanos que se habían unido al Parti­do Comunista
chino ya en 1930 y que habían participa­do en la guerra chinojaponesa y
habían acogido bien la invasión china y colaborado entusiasmados con los
co­munistas chinos, lo habían hecho porque creían que era una oportunidad de
oro para desarrollar el Tíbet, desde el punto de vista de la ideología marxista.
Esas personas habían colaborado con los chinos movidas por una au­téntica
esperanza. Entonces, alrededor de 1956 o 1957, la mayoría de ellas fueron
despedidas de diversos cargos públicos chinos, algunas fueron encarceladas
y otras de­saparecieron. Le expliqué entonces que no somos ni an­tichinos ni
anticomunistas. En realidad, yo a veces me siento mitad marxista, mitad budista.
Le expliqué todas esas cosas con franqueza y motivación sinceras y
después de algún tiempo su actitud cambió por completo. Este ejemplo
me confirma de algún modo que incluso cuan­do hay una diferencia grande
de opinión, uno puede co­municarse en un nivel humano. Se pueden dejar
a un lado esas diferentes opiniones y conversar. Pienso que ésa es una
manera de crear sentimientos positivos en las mentes de otras personas.

Además, estoy bastante seguro de que si este decimo­cuarto Dalai Lama sonriera
menos, quizá yo tendría menos amigos en diversos lugares. Mi actitud hacia otras
personas es mirarlas siempre desde el nivel humano. En ese nivel, sea presidente,
reina o pordiosero, no hay di­ferencia, a condición de que exista un sincero
senti­miento humano con una sincera sonrisa de afecto.
Pienso que hay más valor en el auténtico sentimiento humano que en el estatus, etcétera.
No soy más que un simple ser humano. Mediante mi experiencia y discipli­na mental,
he desarrollado una cierta actitud nueva. Eso no es nada especial.
Usted, que supongo que ha tenido una mejor educación y más experiencia que yo,
cuenta con un potencial mayor para cambiar. Vengo de una al­dea pequeña sin
educación moderna y sin un conoci­miento profundo del mundo. Además, desde los
quince o dieciséis años he llevado una inconcebible carga. Por lo tanto, cada uno de
ustedes debería sentir que tiene un gran potencial y que, con confianza y un
poco más de es­fuerzo, el cambio es realmente posible si lo desea. Si siente que
su modo de vida actual es desagradable o tie­ne algunas dificultades, no mire
estas cosas negativas. Vea el lado positivo, el potencial, y haga un esfuerzo.

Pienso que a esas alturas ya hay algún tipo de garantía parcial de éxito. Si
utilizamos toda nuestra energía o to­das nuestras cualidades positivas,
podemos superar esos problemas humanos.

Así, en cuanto a nuestro contacto con otros seres hu­manos, nuestra actitud mental
es muy decisiva. Hasta para un no creyente, para un simple y honrado ser hu­mano,
la fuente definitiva de felicidad está en nuestra actitud mental. Aunque uno tenga
buena salud, bienes ma­teriales usados de manera apropiada y buenas relaciones
con otros seres humanos, la causa principal de una vida feliz está dentro de
uno. Si se tiene más dinero a veces aumentan las preocupaciones y se quiere
todavía más. Fi­nalmente uno se convierte en un esclavo del dinero. Aunque resulta
muy útil y necesario, no es la fuente de­finitiva de la felicidad. Del mismo modo, la
educación, si no está bien equilibrada, puede crear a veces más pro­blemas, más
angustia, más codicia, más deseo y más am­bición: en suma, más sufrimiento mental.
También los amigos son a veces muy molestos.

Ahora ve usted cómo minimizar la ira y el odio. Prime­ro, es sumamente importante
darse cuenta de la negatividad de esas emociones en general, ante todo el odio. Pienso que
es el enemigo mayor. Por «enemigo» entien­do la persona o factor que directa o
indirectamente des­truye nuestro interés, aquello que a fin de cuentas crea felicidad.

También podemos hablar del enemigo externo. Por ejemplo, en mi caso, nuestros
hermanos y hermanas chinos están destruyendo los derechos tibetanos y, de esa manera,
se produce más sufrimiento y angustia. Pero por fuerte que sea eso, no puede destruir
la fuente supre­ma de mi felicidad, que es mi tranquilidad de espíritu. Eso es algo que un
enemigo externo no puede aniquilar. Pueden invadir nuestro país, pueden destruir nuestros
bienes, pueden matar a nuestros amigos, pero todo eso es secundario para la
felicidad mental. La fuente defini­tiva de mi felicidad mental es mi paz de espíritu.
Nada puede destruir eso, excepto mi propia ira.

Además, uno puede huir u ocultarse de un enemigo externo y a veces hasta se puede
engañar al enemigo. Por ejemplo, si alguien perturba mi paz mental, puedo huir
cerrando la puerta y quedándome tranquilamente solo. ¡Pero con la ira no puedo
hacer eso! Dondequiera que vaya, está siempre allí. Aunque haya cerrado la ha­bitación,
la ira sigue estando dentro de mí. A menos que uno adopte cierto método, no hay
posibilidad de huir. Por lo tanto, el odio, o la ira -y aquí me refiero a la ira negativa-,
es a fin de cuentas el auténtico destructor de mi paz
mental, y es por lo tanto mi verdadero enemigo.

Algunas personas creen que reprimir la emoción no es bueno, que es mucho
mejor dejada salir. Creo que hay diferencias entre diversas emociones negativas.
Por ejemplo, en lo que respecta a la frustración, existe un cierto tipo que aparece
como resultado de sucesos pasa­dos. A veces, si se ocultan esos sucesos negativos,
como por ejemplo el abuso sexual, consciente o inconsciente­mente eso crea
problemas. Por lo tanto, en ese caso es mucho mejor expresar la frustración y
dejarla salir. Sin embargo, según nuestra experiencia con la ira, si no se hace un
esfuerzo por reducirla, sigue acompañándonos y hasta aumenta. Entonces nos
enfadamos incluso ante pequeños incidentes. Una vez que uno intenta controlar
o disciplinar la ira, con el tiempo ni siquiera los sucesos importantes lograrán
despertarla. Mediante el entrena­miento y la disciplina se puede cambiar.

Cuando viene la ira hay una técnica importante que ayuda a conservar la
paz mental. Uno debe tratar de no sentirse descontento o frustrado, porque
ésa es la causa de la ira y el odio. Hay una relación natural entre causa y efecto.
Una vez que se cumplen ciertas causas y condi­ciones, resulta sumamente
difícil impedir que el proceso causal se cumpla. Examinar la situación es decisivo
para poder detener el proceso causal en una etapa muy tem­prana. Entonces no
llega a la etapa avanzada. En el texto budista Guía del modo de vida Bodhisattva,
el gran erudito Shantideva dice que es muy importante asegu­rarse de que
una persona no se meta en una situación que lleve al descontento, porque éste
es la semilla de la ira. Eso significa que hay que adoptar una cierta actitud hacia
los propios bienes materiales, hacia los compañe­ros y
amigos, y hacia las diversas situaciones.

Nuestros sentimientos de descontento, infelicidad, pérdida de esperanza, etcétera,
están de hecho relacionados con todos los fenómenos. Si no adoptamos la ac­titud
correcta, es posible que todas y cada una de las co­sas nos provoquen frustración.
A algunas personas hasta el nombre del Buda podría ocasionarles ira y frustración,
aunque quizá no sea ése el caso cuando alguien tiene un encuentro personal
directo con un Buda. Por lo tanto, todos los fenómenos tienen el potencial de crear
frustración y descontento en nosotros. No obstante, los fe­nómenos son parte de
la realidad y nosotros estamos su­jetos a las leyes de la existencia. Eso, entonces,
nos deja una sola opción: cambiar nuestra propia actitud. Produ­ciendo un
cambio en nuestra actitud hacia las cosas y los acontecimientos, todos los fenómenos
pueden llegar a ser amigos o fuentes de felicidad, en
vez de enemigos o fuentes de frustración.

Un caso particular es el de un enemigo. Por supues­to, en un sentido, tener un
enemigo es muy malo. Per­turba nuestra paz mental y destruye algunas de nuestras
cosas buenas. Pero si lo miramos desde otro ángulo, sólo un enemigo nos da la
oportunidad de ejercitar la paciencia. Ningún otro nos ofrece la oportunidad de la
tolerancia. Por ejemplo, como budista, pienso que Buda no se ocupó en absoluto
de darnos la oportuni­dad de ejercitar la tolerancia y la paciencia. Algunos miembros
de la sangha nos la pueden dar, pero por lo demás es bastante rara. Como no
conocemos a la mayo­ría de los cinco mil millones de seres humanos que pue­blan
esta Tierra, la mayoría de las personas no nos dan la oportunidad de mostrar
tolerancia o paciencia. Sólo la gente que conocemos y que nos crea problemas
nos ofrece realmente una buena oportunidad para ejercitar la tolerancia y la paciencia.

TENZIN GYATSO

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