El Templo de Salomón
Juan Carlos Álvarez Molina
Salomón, hijo de David, fue el tercer y último rey de Israel. Heredó de su padre un imperio que se extendió desde la frontera con Egipto hasta el río Éufrates. Su reinado se prolongó por espacio de cuarenta años (entre 970 y 930 a. C.), fue un período de esplendor y gloria para el pueblo de Israel porque en su trono estaba un hombre que era reconocido por su gran sabiduría y conocimiento. Salomón, gracias a su prodigiosa ciencia, amasó incalculables riquezas y logró que le rindieran pleitesía poderosos monarcas.[1] La leyenda lo sitúa como un maestro de la cábala que consagró su mandato a la construcción de grandes proyectos como el gran Templo que lleva su nombre. El primer Templo se construyó hacia el año 960 a. C. sobre un eje longitudinal este-oeste, debió tener forma rectangular en proporción 1:3 con respecto a su frente, el acceso lo enmarcaban dos columnas llamadas Jaquin y Boaz, las mismas que aparecen a la entrada de los templos masónicos hoy en día. Tras la puerta se encontraban tres recintos: vestíbulo, Santo y Santo de los Santos o Sancta Sanctorum. Fue destruido por Nabuconodosor II en 586 a. C., luego en 533 a. C. y bajo el liderazgo de Zorobabel se inicia su reconstrucción. En el año 70 d. C. es destruido por segunda vez por las legiones romanas bajo las órdenes de Tito. Precisamente, el Arco de Tito en Roma recrea su victoria en Judea. En el año 135 d. C. Jerusalén es arrasada nuevamante por el emperador Adriano.
La base del imaginario masónico, arquitectónica y filosóficamente hablando, es la historia de Hiram Abiff y la construcción del Templo de Salomón. La leyenda de Hiram aparece relatada en el Antiguo Testamento en dos libros: I Reyes y II Crónicas. El Templo de Salomón es el modelo de todos los demás templos, que física e imaginariamente, se han construido durante los siglos.[2]
Según I Reyes V 1-6, la historia comienza así:
“Hiram, Rey de Tiro,[3] envió sus servidores a Salomón, porque oyó que había sido ungido rey e lugar de su padre, Hiram siempre había sido amigo de David. Salomón envió a decir a Hiram: “Sabes bien que mi padre David no pudo edificar una Casa al nombre de Yahveh su Dios a causa de las guerras en que sus enemigos le envolvieron hasta que Yahveh los puso bajo la planta de sus pies. Al presente, Yahveh mi Dios me ha concedido paz por todos los lados. No hay adversario ni maldad. Ahora me he propuesto edificar una Casa al Nombre de Yahveh mi Dios según lo que Yahveh dijo a David mi padre: El hijo tuyo que yo colocaré en tu lugar sobre tu trono edificará una Casa a mi Nombre. Así pues, ordena que se talen para mí cedros del Líbano. Mis servidores estarán con tus servidores; te pagaré como salario de tus servidores todo lo que me digas, pues tú sabes que no hay nadie entre nosotros que sepa talar los árboles como los sidonios.”.[4]
Luego se describe detalladamente el proceso de construcción del templo, una vez concluida la obra, el rey Salomón desea instalar dos grandes columnas de bronce, tal como se relata en I Reyes VII 13-15:
“El rey Salomón envió a buscar a Hiram de Tiro; era hijo de una viuda de la tribu de Neftalí, su padre era de Tiro, trabajaba en bronce y estaba lleno de ciencia, pericia y experiencia para realizar todo trabajo en bronce; fue donde el rey Salomón y ejecutó todos sus trabajos. Fundió las dos columnas de bronce; la altura de una columna era de dieciocho codos,[5] un hilo de doce codos media la circunferencia; y lo mismo la segunda columna.”.[6]
En II Crónicas II, 3-14 se encuentra una variación a la historia que describe el primer libro de Reyes sobre Hiram y la construcción del templo:
“Te hago saber que voy a edificar una Casa al Nombre de Yahveh, mi Dios, para consagrársela (…) Envíame, pues, un hombre un hombre diestro en trabajar el oro, la plata, el bronce, el hierro, la púrpura escarlata, el carmesí y la púrpura violeta, y que sepa grabar; estará con los expertos que tengo conmigo en Judá y en Jerusalén, y que mi padre David ya había preparado. (…) Hiram, rey de Tiro, respondió en una carta que envió al rey Salomón: “Te envío pues ahora a Huram Abi,[7] hombre hábil, dotado de inteligencia; es hijo de una danita, y su padre es de Tiro. Sabe trabajar el oro, la plata, el bronce, el hierro, la piedra y la madera; la púrpura escarlata, el lino fino y el carmesí. Sabe hacer también toda clase de grabados y ejecutar cualquier obra que se le proponga, a una con tus artífices y los artífices de mi señor David, tu padre”.[8]
El sacrificio de Hiram representa la dimensión sagrada de los orígenes de la masonería, este relato mítico resalta la integridad moral del masón, que prefiere morir antes que revelar sus secretos. Esta escena es recreada hoy en día en los rituales masónicos para acceder al grado de maestro.[9] A raíz de los relatos bíblicos; muchos intelectuales, historiadores, científicos, humanistas y religiosos se interesaron por estudiarlos a fondo para entenderlos y extraer de allí el mayor conocimiento posible. La lista es importante y numerosa tanto como las interpretaciones que se hicieron del Templo. Entre los estudiosos que dedicaron sus esfuerzos a descifrar sus misterios están el rabino y teólogo judío Maimónides (1135-1204), el teólogo franciscano Nicolás de Lira (1270-1349), el humanista francés François Vatable (1495-1547), el humanista francés Robert Estienne (1503-1559), el humanista español Benito Arias Montano (1527-1598), el jesuita español Juan Bautista Villalpando (1575-1608), el portugués Jacob Juda León (1603-1675), el polémico teólogo protestante Johannes Coccejus (1603-1669), el español Juan Caramuel de Lobkowitz (1606-1682), el arquitecto parisino Claude Perrault (1613-1688), el arquitecto alemán Nikolaus Goldmann (1611-1665), el arquitecto alemán Leonhard Christoph Sturm (1669-1719), el padre Bernard Lamy (1640-1715), el pastor luterano Johannes Lund (1638-1686), el reconocido científico Isaac Newton (1642-1727), el arquitecto inglés y masón John Wood (1704-1754) y el arquitecto e historiador Charles Chipiez (1835- 1901).
De especial relevancia se encuentra la representación de Juan Bautista Villalpando, cuya mayor obra conocida fueros sus tres volúmenes sobre el Templo de Salomón en la visión de Ezequiel y que escribió junto al también jesuita Jerónimo de Prado entre 1594 y 1605. La extensa obra de Villalpando, que puede considerarse como un tratado de arquitectura, fue financiada por el rey Felipe II (1527-1598), mecenas de diversas empresas intelectuales y quien también financió la construcción del famoso Monasterio de El Escorial (1563-1584), obra de Juan de Herrera (1530-1597), arquitecto con el que decía Villalpando, había aprendido geometría y arquitectura. En algún momento se llegó a decir que El Escorial era el segundo Templo de Salomón y que Felipe II era el segundo Salomón. Villalpando afirmaba que al ser el Templo de Salomón una obra diseñada por Dios, el conocimiento del edificio permitiría deducir las reglas de la arquitectura perfecta o “arquitectura revelada” por Dios, que Dios creó el estilo clásico para su Templo de Jerusalén y desde ahí el estilo divino irradió a Grecia y Roma. Esta noción del Templo de Salomón es notoriamente anacrónica a los ojos de los arquitectos modernos, donde el edificio sigue los principios del arquitecto romano Vitruvio: simetría y proporción en la forma pero aparte de eso, un edificio lleno de ventanas en el afán y la necesidad de grandeza de una clase aristocrática y académica que superó cualquier compromiso con la exactitud histórica.[10]René Taylor, que consideraba al edificio de El Escorial producto de una operación mágica, también resaltó el interés manifiesto de Juan de Herrera y Juan Bautista de Toledo por el ocultismo, y por ende, su creación arquitectónica para el monasterio, una obra hermética.[11] En palabras de Joseph Rykwert, El Escorial fue concebido por Felipe II y Herrera como corporeización de un complejo y extenso ejercicio espiritual en el que materializaron su devoción por las enseñanzas del místico, teólogo y filósofo catalán Ramón Llull (1232-1315).[12]
Por otra parte, respecto al masón y miembro de la Royal Society Isaac Newton (1642-1727); el inglés Peter Ackroyd, uno de sus biógrafos, lo describe como un hombre solitario, reservado y celoso de sus conocimientos. Con una fe inquebrantable en su talento y poseedor de un genio ante el cual nadie pudo ser indiferente, al punto de ser considerado como el “mago” que descifró el enigma del universo. Una de sus obsesiones fue precisamente el estudio de las profecías de Daniel y del Apocalipsis de San Juan. En su búsqueda de la verdad eterna, Newton consideró que no había una separación entre ciencia y teología, eran parte de la misma búsqueda y ambas eran el camino hacia Dios. Su estudio por el Antiguo Testamento era tan riguroso que tuvo a mano treinta versiones y traducciones de la Biblia. Aprendió hebreo para estudiar los textos originales de los profetas hasta llegar hacerse un maestro en el tema, así como lo fue en la óptica y la matemática.[13] Hubo un aspecto importante en la fe secreta de Newton, tomó literal las instrucciones de los ángeles a San Juan: “Levántate y mide el templo de Dios” y así lo hizo. A partir de documentos antiguos interpretó las dimensiones del Templo de Salomón. En este sentido, Isaac Newton consideraba a Salomón como “el gran filósofo del mundo”, creía que Salomón se había nutrido de la sabiduría de los antiguos y que en el diseño de su templo había incorporado el patrón del universo.[14] Newton tenía la visión de una Iglesia primitiva fundada por los hijos de Noé, que habría sido luego transmitida por Abraham, Isaac y Moisés. Una religión que habría pasado de los patriarcas hebreos a los israelitas y por medio de Pitágoras a los griegos y egipcios. Una Iglesia cuyos principios eran simplemente amar a Dios y al prójimo.[15] En la navidad de 1725, dos años antes de su muerte, Newton le mostró a William Stukeley su dibujo del Templo de Salomón y dijo:
“el Divino imprimió su plan misterioso de las cosas futuras en las escenas del templo judío y del culto”.[16]
En cuanto a la destrucción del Templo de Salomón, el historiador judío fariseo Flavio Josefo (37d.C.-101d.C.) consideraba que la destrucción de la más grande maravilla de la nación judaica fue un resultado poco menos que casual de la guerra contra los romanos, donde nadie, ni siquiera el emperador, pudo detener la furia de la soldadesca,[17] el escritor describió entonces de esta manera lo que sucedió en el año 70:
“Aquí, entonces, un soldado, sin aguardar que alguno se lo mandase, y sin vergüenza de tal hecho, antes movido, parece, de furor e ímpetu… fue animado por uno de sus camaradas, y tomando el fuego… echóle a una ventana de oro, por donde había entrada y paso a otras partes del templo, hacia la parte de septentrión. Levantándose la llama, levantóse con ella un llanto y clamoreo dignos ciertamente de tal destrucción y ruina”.[18]
Iniciando el siglo IV los peregrinos judíos contemplaban una roca desnuda sobre la cual se lamentaban y se rasgaban las vestiduras. El futuro de Jerusalén se eclipsó durante siglos, la resplandeciente capital del antiguo imperio salomónico se redujo escasamente a una provincia. Juan Antonio Ramírez relata así sus impresiones acerca de este acontecimiento:
“Pero su importancia simbólica se incrementó bruscamente tras la conquista musulmana (638 d.C.) y la construcción, en la explanada del Templo, de la cúpula de la Roca. Esta singular mezquita, de planta octogonal, fue levantada por artistas bizantinos en los años 691 y 692. Su forma centralizada se explica por ser un gigantesco relicario que encierra la roca sobre la cual Abraham habría estado a punto de sacrificar a su hijo, y desde la que Mahoma ascendió al cielo”.[19]
En la opinión de René Taylor, la creación del Templo tuvo que ser perfecta debido a su augusto origen. Esta perfección estaba representada en tres niveles distintos: el primero y más importante, el orden teológico; el segundo, el orden cosmológico y el tercero, el orden arquitectónico.[20] Por otra parte, Alberto Pérez-Gómez comenta que el gran interés de los arquitectos en el Templo como arquetipo de edificio, había surgido desde finales del siglo XVI, cuando el sincretismo renacentista comenzó a cuestionarse sobre las síntesis grecorromanas y las tradiciones judeocristianas, que en su opinión, había que justificar racionalmente.[21] Finalmente, Joseph Fort Newton opinaba que el Templo no era sino una visión de la Casa de la Doctrina, ese Hogar del Alma, que, a pesar de ser invisible, está construyendo el hombre en el infinito correr de los tiempos.[22]
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