Los rituales masonicos: sintesis armoniosa de elementos simbolicos, ludicos y festivos
EL RITO FRANCES
Por G.P.P. de la R:.L:.S:. “XX de Setiembre” #133
Uruguay
Una pregunta que nos hicimos desde recién iniciados es ¿dónde radica el secreto o la mágica atracción de una institución que recluta adeptos que no conocen más que vagamente adonde ingresan y sin embargo muestran gran interés por hacerlo?
Arthur E. Powell, en su libro “La Magia de la Francmasonería” nos da parte de la respuesta cuando expresa que “hay un elemento que se nos escapa: algo intangible e indefinido que no podemos localizar, definir o analizar a pesar que es absolutamente real, de que está definido de un modo perfecto y de que existe sin duda alguna algo que ejerce inconfundible seducción; algo que, al mismo tiempo que aplaca al hambre interior, la aumenta en grado extraordinario; algo misterioso, seductor y estimulante; algo que nos arrastra perpetuamente adelante, como finito impulso hacia un infinito objetivo”. Esta es la parte, desde nuestra humilde percepción, que podríamos llamar misteriosa de la atracción que despierta la Orden, y en nosotros está el precisar, inferir o desentrañar las causas de ese misterio y de esa atracción.
Pero el mismo autor nos aporta también otros aspectos que son, ellos sí, mucho más comprensibles y tangibles. Estos aspectos, que estimulan y conmueven a los iniciados, están directamente asociados al ritual. También desde nuestros comienzos en la Orden nos ha sorprendido la seducción que ejercen sobre nosotros los rituales masónicos, siendo poco afectos a los formalismos en la vida profana. “Un ritual sencillo, dignificado y bello –afirma Powell–, como ya casi no se conoce en el mundo moderno”. “Si bien en la vida profana, la influencia materialista nos ha hecho dejar atrás ceremonias que carecían de fundamento o realidad interna, el ser humano abriga en su sentir más íntimo –agrega este autor– un secreto amor por las ceremonias o el ritual, cuando éste se presenta con el orden, la dignidad, la cortesía, la sencillez, y la universalidad conque lo hacen los rituales en la Masonería”.
Al trabajar en el Taller aprendemos paulatinamente que estos rituales, cargados de significados y de mensajes, son la exteriorización simbólica de la Verdad más profunda que el iniciado comienza, lenta y pacientemente, a desentrañar en una búsqueda incesante. La esplendidez de las sencillas frases antiguas, la dignidad y armonía de los movimientos, la solemnidad reinante y el gozo de un ambiente fraterno, contribuyen a generar ese estado espiritual que actúa como liberador de la energía superior, que se encuentra latente, y despierta la emoción de la Masonería en el corazón del Masón.
El ritual es la guía, es el faro que ilumina la oscuridad y nos muestra el camino. Es por ello que debemos respetarlo y no menospreciarlo. Su representación no debe ser nunca encarada como una exigencia. Por el contrario, merece ser asumida como un auxilio, y debe ser al mismo tiempo el espejo, que nos ayude a verificar que no nos apartamos de la senda masónica. Debemos impedir que se convierta en un mero ejercicio rutinario, porque abortaríamos el proceso de reconstrucción de nuestro yo interior.
Una de las primeras tareas que debe emprender el iniciado es la de ordenarse interiormente, para poder ordenar luego, su vida externa. Mientras que el desorden es sinónimo de confusión y caos, el orden nos clarifica para alcanzar la ansiada paz del espíritu. La práctica del ritual, en forma persistente y convencidos de su utilidad, contribuye enormemente a la adquisición de nuevas conductas que nos proporcionarán el estado espiritual imprescindible para nuestro trabajo masónico. Cada palabra, cada gesto, cada movimiento, encierra un significado que con el paso del tiempo será enriquecido por nuestro propio esfuerzo y nuestra propia capacidad de reflexión. Nunca alcanzaremos, sin embargo, la sabiduría suficiente para superar nuestra condición de aprendices, más allá del grado que se nos confiera. Y ese estado de aprendizaje, continuo y constante, que nos permitirá superarnos cada día que vivamos, está simbolizado en la práctica serena, respetuosa y dócil de los ejercicios del ritual.
Otra de las cosas que más nos impresionaron, al ingresar a la Orden, es el estado de paz interior y fraternal armonía que se alcanza cuando comienzan los trabajos y nos logramos desprender de las inquietudes profanas. Esa atmósfera sería casi imposible de alcanzar sin el auxilio del ritual. Su práctica nos pacifica, nos ordena, nos pone en sintonía con verdades más profundas y nos lleva a aproximarnos al conocimiento de la Verdad Suprema.
El ritual nos obliga a actuar dentro de cánones perfectamente establecidos, que vienen del fondo del tiempo. El ritualismo convierte al Masón en actor de una pieza sin final, que comenzó a ser escrita en los umbrales de la historia. La representación que debe realizar, cada vez que los trabajos cobran fuerza y vigor, implica una actitud cargada de fantasía y espíritu lúdico, que permite una mayor compenetración con los mensajes implícitos en el ceremonial.
En francés y también en inglés, por citar dos idiomas que nos son familiares, se utiliza un mismo verbo, jouer y play respectivamente, para describir lo que en español conocemos como actuar y jugar, reconociendo sin duda la simbiosis de ambas situaciones. Jugar y actuar guardan una estrecha relación. En nuestros talleres, la práctica del ritual, en tanto exige una actuación, implica también un juego. El masón debe representar en Logia un papel que le permite transitar hacia su propia superación y para ello cambia el vestuario profano por otro más noble que le permite manifestar la verdadera naturaleza de su ser, como difícilmente podría llegar a hacerlo en otra parte y bajo otras circunstancias. Vive intensamente la ficción y el drama que hacen posible que el hombre real sea por unos momentos aquello que pretende y ansía ser, en un juego que la masonería convierte en metáfora iluminadora.
Cabe mencionar un elemento de la constitución del juego –la comunidad lúdica–, que Eugen Fink describe adecuadamente en su trabajo “Oasis de la felicidad”, que puede asimilarse al trabajo de la logia. El juego se deriva de la existencia social, implica compañía y constituye una forma entrañable de la sociedad humana. Porque aún cuando alguien juega solo los niños muy frecuentemente lo hacen generalmente incluye compañeros imaginarios. Y en esa comunidad lúdica se respetan estrictamente las “reglas del juego”. Ya que si bien la regla no tiene la inmutabilidad de una ley y puede ser modificada, no deja de ser una obligación sin la cual no existiría el juego. Para cambiarla es necesario el consentimiento de los otros jugadores. Pero esto se hace de modo alegre y positivo. De allí que el espíritu comunitario se robustece en el juego.
Los rituales masónicos conjugan, en armoniosa síntesis, los elementos simbólicos con los lúdicos a que nos referíamos líneas arriba y también con elementos festivos. En este punto creemos oportuno traer a colación el planteo del filósofo alemán Hans-Georg Gadamer en La actualidad de lo bello, una verdadera obra maestra de la reflexión filosófico – antropológica de nuestro tiempo, cuando manifiesta que la justificación del arte estriba en que recoge y conduce a su máxima expresión las tres dimensiones fundamentales de la “cultura”: la dimensión lúdica, la simbólica y la festiva. En este sentido los mismos conceptos pueden asimilarse al Arte Real.
Nos preguntamos con Gadamer, ¿En qué sentido son ellas, estrictamente, las dimensiones fundamentales de la realidad cultural? Asumamos en principio que Cultura es lo que el ser humano añade a la Naturaleza. Pero lo que se agrega puede ser de dos tipos: aquello que responde a las necesidades que la naturaleza plantea y aquello que responde simplemente a la libertad y espontaneidad humanas. De allí que, en su primer significado, la cultura pueda considerarse como un hecho empírico – natural, y que sólo en su segundo sentido se hace referencia a lo que estrictamente constituye lo esencial de la realidad cultural. Es decir aquellas formas de la acción humana que no responden a una necesidad o a una realidad pre – determinada. Lo cultural es exceso, sobre – abundancia; es el reino infinito de lo “in-necesario”. Más que lo no natural es lo trans-natural; lo que rebasa y sobrepasa; lo que da más de sí: el don gratuito, injustificado e injustificable de la existencia; la Gracia del Ser.
Son tres las formas fundamentales en que la vida humana sobrepasa el orden de la necesidad –que es al fin de cuentas la necesidad del orden–: el juego, más allá del trabajo y el orden de la economía; el símbolo, más allá del signo y el orden de la comunicación codificada; y la fiesta, más allá del orden de la temporalidad analítica, redundante e irreversible. Precisamente, el problema teórico – práctico de una filosofía concreta e histórica de la cultura es el de entablar líneas de comunicación y puntos de convergencia entre ambos tipos de dimensiones. Cómo devenir lúdico en el trabajo, cómo devenir simbólico en la comunicación, cómo devenir festivo en lo social; en resumen, cómo devenir alegre en la existencia. Tal es la función insustituible del Arte, que guarda para nosotros el secreto de una visión esencial e integral de la cultura. Del mismo modo que el Arte Real guarda para los masones el secreto de la vida.
La representación de las ceremonias del ritual despierta en el Masón su vocación por lo lúdico, por lo simbólico y por lo festivo. Esta conjunción lo ayuda a conectarse con un estado de alegría y pureza interior, que le permite mejor asumir su lugar en la Logia. La carga lúdica del ritual, interactuando con los aspectos simbólicos y festivos, actúa amortiguando la atormentadora incertidumbre del ser humano, que pugna por develar los misterios de su existencia y su fin último.
“Sólo cuando el hombre juega es plenamente humano”, nos dice Schiller en Cartas sobre la educación estética del hombre. El juego es el principio espontáneo de la libertad humana. Si el trabajo nos ata a la naturaleza, la actividad lúdica nos abre al reino de la imaginación y la creatividad; nos da una primera prueba de la posibilidad de una acción desinteresada, tendencialmente anti-egoísta.
“El juego, –dice Eugen Fink en la obra más arriba mencionada– tiene en contraposición con el curso vital, inquieto, inseguro y acosante el carácter de un “presente” tranquilizador y un sentido autosuficiente; es semejante a un “oasis” de felicidad que nos sale al encuentro en el desierto de nuestra brega por la felicidad y nuestra búsqueda tantálica. El juego nos rapta”.
Al jugar nos sentimos liberados, por un momento, del engranaje vital; estamos como trasladados a otro nivel donde la vida parece más fácil, más ligera, más feliz. A diferencia de las restantes acciones humanas, la acción lúdica no está proyectada hacia el último fin supremo. El juego, agrega Fink, “es un fenómeno fundamental de la existencia, tan original y autónomo como la muerte, el amor, el trabajo y el dominio, pero no esta traspasado como los restantes fenómenos fundamentales por una aspiración común hacia el último fin”. El juego nos brinda presente y nos evita la angustia existencial, liberando nuestra mejor energía, la más imaginativa, creativa y enriquecedora.
La segunda dimensión de la cultura que plantea Gadamer es la simbólica. El símbolo es al signo en el plano semántico, lo que el juego al trabajo en el plano energético: rebasamiento, exceso, júbilo. A diferencia de la naturaleza convencional y estructuralmente determinada (codificada) del signo lingüístico, hay en el símbolo una continuidad (o más bien una discontinuidad difusa), entre el plano material (significante) y el plano semántico (significado). En el símbolo hay una inmanencia, un precipitado del significado en la formación expresiva sensible; el sentido del símbolo es una cuasi-presencia, una revelación. A la vez, el símbolo posee una capacidad de sobre-significación, una potencia semántica que nunca expira, que siempre puede dar más de sí. Sobre el significado de un símbolo no existe la última palabra; el símbolo funda y hace posible una historicidad intersubjetiva y de interpretación; introduce una ambivalencia, un misterio, una inquietud sin lo cual ninguna cultura podría sobrevivir en el tiempo ni acceder a la dimensión del pensamiento, de la reflexión.
Como tercera dimensión fundamental de la cultura, siguiendo la reflexión de Gadamer, se encuentra la fiesta, el tiempo de la fiesta. Sobre todo, hay en la conmemoración festiva una experiencia de la temporalidad, incomparable con otras experiencias del tiempo (la del trabajo, la del calendario oficial, la del afán cotidiano). El tiempo de la fiesta es intensivo y no extensivo. La fiesta nos remite a un no-tiempo, nos da a probar algo de la eternidad de los dioses. Liberados de la coacción, extasiados en el momento, confundidos con el ritmo y el devenir puro, captamos por una vez la esencia pura de nuestro existir y del de los otros. Nos colocamos en un instante del Ser inconmensurable e incontrolable; irreductible a ninguna instancia de Trascendencia, de Poder, de Regulación. Somos, para nunca jamás dejar de haber sido.
El juego, la fiesta y el símbolo contribuyen a rescatar la autenticidad en el Masón para proyectarla hacia la búsqueda y el aprendizaje de una nueva forma de vivir. El componente lúdico, al ponernos en la sintonía de nuestra niñez, nos brinda la oportunidad de bucear en lo más profundo de nosotros para modificar aspectos básicos de la personalidad que se adquieren casi con el propio nacimiento, y que están vinculados indisolublemente a nuestra vida afectiva. Así como el psicoanálisis lleva al paciente a sumergirse en los rincones más recónditos de su ser para modificar conductas, la Masonería, con el auxilio de sus rituales, donde confluyen aspectos simbólicos, lúdicos y festivos, nos introduce en un mundo hasta entonces desconocido, para hacer renacer en nosotros un hombre nuevo que comenzará lentamente, al igual que un niño, el aprendizaje del Arte Real, que es como en Masonería llamamos al Arte de la Vida.
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