miércoles, 29 de octubre de 2014

EL RITO DE LA “CADENA DE UNION”
Foto de Juan Avila.

FRANCO PEREGRINO
La incomprensión que, en general, manifiestan nuestros contemporáneos hacia todo lo que, de una u otra manera, forma parte del dominio tradicional, deriva -a nuestro modo de ver- de la particular mentalidad que éstos han llegado a adquirir, mentalidad que denota el hábito de atenerse a considerar casi exclusivamente el aspecto exterior de las cosas.
Nos explicaremos mejor: una tendencia instintiva a circunscribir la propia atención dentro del ámbito sensible, conduce fatalmente a identificar la realidad entera con aquello que tan sólo participa periféricamente de la misma -es decir, con las meras apariencias, con cuanto se halla sujeto, perceptible o imperceptiblemente, a un cambio continuo- y, en consecuencia, a desconocer cualquier referencia capaz de sugerir la vinculación que de hecho existe entre la “periferia” y el “centro”, entre el devenir y el ser; esta incapacidad de concebir otros planos de realidad diferentes a los percibidos por los sentidos corporales, conduce necesariamente a una manera impropia de acercarse a las distintas expresiones del mundo tradicional, cosa que resulta aún más evidente cuando lo que se pretende examinar concierne a la categoría especial de los símbolos y los ritos, los cuales, por su propia naturaleza, muy poco o nada tienen que ver con el conocimiento discursivo.
Es así como en las prácticas tales instrumentos -a pesar de que constituyan expresiones sensibles de la doctrina y de que por ende participen del carácter intelectual de la misma- no pueden permanecer sino “mudos”, si así podemos decir, lo que es lo mismo, resultar ininteligibles y en cierto modo extraños, cuando no decididamente extravagantes, al menos para algunos. Si el hombre moderno no se hallara condicionado por dicho hábito mental, que lo induce a prejuzgar, no habría motivo alguno para que éste no pudiera llegar a enfocar de manera más o menos adecuada, según sea su aptitud, la cuestión del significado de los diversos instrumentos tradicionales: en el fondo, si ellos pueden parecerle incomprensibles y aun chocantes, es solamente porque se refieren a modos de conocimiento distintos del propio, que, por encima de la mera descripción y catalogación de las apariencias, privilegian la búsqueda de las causas recónditas donde aquellas descienden, reconociendo en el mismo plano sensible lo indicios significativos de un orden de realidad suprasensible.
Coadyuvantes específicos de conocimiento, que en el ámbito iniciático podemos calificar como puramente metafísico, todos estos instrumentos, y más estrictamente los ritos y símbolos iniciáticos, están destinados en definitiva a propiciar el despertar de una actividad intelectual capaz de remontarse desde el mundo de las formas hasta la esfera de los principios inmutables y universales que rigen el devenir 1.
Así es, por ejemplo, en el caso del símbolo, el cual, al constituir “un medio de expresión menos estrechamente limitado que el lenguaje normal, puesto que es más lo que sugiere que lo que expresa, resulta ser el soporte más adecuado para el caso de posibilidades de concepción que, de otro modo, a través de las palabras, se hace imposible alcanzar” 2.
Así es también en el caso del rito, el cual, independientemente de su carácter específico, no deja de ser “un caso particular de símbolo: se trata, por así decir, de un símbolo ‘puesto en acción’, pero a condición de concebir el símbolo en toda su extensión y no sólo en su exterioridad contingente, ya que en este caso, así como en el estudio de los textos, es menester saber ir más allá de la ‘letra’ para lograr captar su ‘espíritu’ ” 3.
Por lo que se refiere a los escritos doctrinales propiamente dichos, es claro que los mismos pueden asumir un carácter análogo al de los ritos y los símbolos, al menos en el caso del iniciado que sigue una vía de realización, y ello en virtud de la naturaleza simbólica que necesariamente poseen tales escritos, por medio de la cual devienen un soporte de meditación idóneo para concebir lo que en sí mismo permanece siempre inexpresable y que requiere del propio esfuerzo personal para ser efectivamente realizado4.
En una palabra, valiéndonos de los diversos medios que pone a nuestra disposición una forma tradicional -siempre que sea completa hacia alto-, posible aprender a ver las cosas de otro modo, es decir no exclusivamente en función del propio yo, sino tal como ellas lo son en su más íntima naturaleza, con lo cual todo lo que nos rodea dejará por fin de constituir un obstáculo que nos separa del principio, para asumir una nueva dimensión que, viceversa, nos ayudará a acercarnos al mismo.
Pero precisamente esto es lo que nuestros contemporáneos no están en condiciones de concebir, y por otra parte jamás podrán hacerlo mientras continúen obstinadamente en no querer ver otra cosa que no sea la “letra, la cual, en esta perspectiva, en lugar de constituir el medio natural para acceder al “espíritu”, ha terminado por convertirse para ellos en funesta “letra muerta”. En efecto, basta considerar, por ejemplo, que “cuando no se sabe ver otra cosa que la forma exterior del símbolo, su misma razón de ser y su actual eficacia han desaparecido; el símbolo se convierte entonces en un ‘ídolo’, es decir en una imagen vana, y su misma conservación se convierte en mera ‘superstición’, por lo menos hasta tanto no se encuentre a alguien cuya comprensión sea capaz de devolverle -parcial o íntegramente- de manera efectiva lo que aquel ha perdido o, dicho de otro modo, lo que tan sólo contiene como posibilidad latente” 5.
Por extraño que ello pueda parecer, cuanto hemos dicho no deja de encontrar aplicación aun en el interior de las organizaciones iniciáticas que hoy día subsisten en Occidente, y ello porque las mismas, por varias razones, no han sabido evitar una cierta intromisión de la susodicha mentalidad imperante en el mundo “profano”; con el deplorable resultado de que, aun en grados elevados, es posible constatar la presencia de un cierto número de iniciados “virtuales” incapaces de darse una respuesta más o menos profunda sobre la razón de ser de su propio patrimonio tradicional, siempre y cuando atinen a formularse las preguntas convenientes
Así es como, y entrando de lleno en el tema específico de nuestro artículo, no debe sorprendernos el hecho de que, hace ya varios años, desde las páginas de la revista Symbolisme, Marius Lepage reputase oportuno dar la alarma a propósito del rito de la cadena de unión, luego de haber constatado cómo una difundida incomprensión de fondo había determinado su degradación en mera práctica consuetudinaria: “Las manos se enlazan todavía -escribía Lepage- pero el valor de este acto ya no resuena en nuestro interior” 6.
Personalmente entendemos que la provocación de Marius Lepage mantiene hoy más que nunca toda su actualidad, y ello nos mueve a recoger el desafío que la misma implica, en la esperanza de lograr aportar -en la medida de lo posible- un poco de luz sobre este particular aspecto de la tradición masónica; queremos no obstante dejar sentado desde ahora que cuanto podamos decir constituirá, como mucho, una especie de ayuda externa para que cada uno persevere en su propio “trabajo” interior, puesto que sólo a través de un esfuerzo personal de meditación será posible penetrar el significado más profundo que esconde el rito que nos disponemos a examinar (así como, de más está decirlo, cualquier otro elemento del patrimonio tradicional), significado que no puede ser sino incomparablemente más que todo lo que sea posible expresar directamente por medio de las palabras.
Volviendo a nuestro asunto, nos queda aún por precisar que las dificultades que encierra esta empresa nos obligarán a demorarnos en una previa selección de los datos disponibles, considerando, aunque sea brevemente, las diversas modalidades de aplicación que pueden prevalecer en los distintos ambientes.
Empecemos diciendo que la cadena de unión se practica, por lo general, al cierre de los trabajos de primer grado; pero, mientras que en algunas Obediencias ello sucede inmediatamente antes de dicho cierre, en otras se la considera una especie de sello ritual de la tenida y se la pone en práctica sucesivamente al cierre de los trabajos propiamente dichos. Hay quienes, en cambio, la ponen en relación directa con la iniciación y la incluyen en el momento preciso que se concede la luz simbólica al iniciado, y quienes, por su parte, se limitan a subrayar este hecho a través de una modalidad adaptada específicamente a esta circunstancia 7.
Agreguemos que en las Obediencias latinas, en particular, se la encuentra generalmente ligada a la circulación de la “palabra semestral”; esta modalidad, al parecer, fue introducida por el Gran Oriente de Francia en el año 1773 a los efectos de tratar de evitar toda posible interferencia por parte de la Gran Logia de Francia 8.
Sea como fuere, en este caso nos encontramos, seguramente, ante una tardía incrustación que se ha agregado a una base ritual preexistente. En efecto, resulta posible sostener razonablemente que la cadena de unión reconoce orígenes más antiguos y en este sentido algunos autores suponen que pueda remontarse al Compañerazgo, donde se la conoce con el nombre de “cadena de alianza”. Siempre entre los antiguos operativos es posible, según sostiene Francisco Ariza 9, que este mismo rito haya obedecido a la finalidad de constituir un soporte para la formulación colectiva de una invocación sagrada; la hipótesis es interesante, pues a partir de la misma podría desarrollarse toda una serie de consideraciones atinentes al verdadero carácter de la antigua Masonería. De todos modos, y como mínimo, hay que decir que ella no contiene nada de imposible, en especial si recordamos que René Guénon, por su parte, afirmó expresamente que “el nombre divino más particularmente invocado por Abraham fue siempre conservado por
la Masonería operativa” 10.
Por nuestra parte agregaremos que el acoplamiento de estos dos elementos -cadena de unión e invocación-, aun cuando no pueda ser probado, no deja de ser sugestivo, por la sencilla razón de que existen otras vías iniciáticas -como ciertas turuq< islámicas- que ejecutan, de manera más o menos parecida, determinadas prácticas colectivas de “incantación”. Y el hecho de que aún hoy se encuentren logias que, sobre la base de la cadena de unión, acostumbran elevar una especie de plegaria al Gran Arquitecto del Universo, podría, quizás, constituir un recuerdo lejano y en cierto modo decaído de aquella posible práctica operativa 11.
Independientemente de éstas y otras divergencias que es posible individualizar, las que en ciertos casos pueden atestiguar elementos extraños a la forma ritual, queda de todos modos un punto firme, que a nuestro entender merece toda la atención: estamos hablando de la configuración corpórea de la cadena de unión, la que parece haberse conservado por doquier sin mayores alteraciones.
A este respecto, sabiendo que este rito es en sí mismo una especie de símbolo “animado”, construido y actualizado en cada oportunidad por el conjunto de los participantes de la tenida, parece razonable considerar que el estudio de dicho soporte formal pueda representar el camino más adecuado para acercarnos a su sentido real y más recóndito, sin correr el riesgo de extraviarnos en el laberinto de ciertas superestructuras de dudosa proveniencia.
De acuerdo, entonces, con cuanto acabamos de decir, veamos que forma adquiere la cadena de unión: conservando el orden relativo asumido durante los “trabajos”, los iniciados se reúnen formando una especie de marco circular alrededor del cuadro de logia; cruzando el brazo derecho sobre el izquierdo de manera de formar una cruz de San Andrés, cada uno enlaza sus manos con las que le vienen tendidas de ambos lados, de manera tal que en cada caso se unirá siempre una mano derecha con una izquierda, la primera cubriendo y la segunda soportando 12.
La figura resultante no presenta “ninguna solución de continuidad” y bajo este aspecto no deja de recordar, como ya dijera René Guénon, el signo de reconocimiento de los pitagóricos, que, justamente, “debía trazarse de manera continua” 13.
De allí puede deducirse claramente que ella testimonia de manera tangible ese vínculo invisible que une entre sí a todos los miembros de una logia, pero también y más genéricamente a todos los masones esparcidos por la faz de la Tierra.
Y si esto puede llegar a parecer obvio por lo evidente, no debería olvidarse que una tal evidencia es sobre todo mérito de la virtud del símbolo; no obstante, es indudable que las dificultades reaparecen apenas lo que se intenta establecer sea la naturaleza del vínculo en cuestión. Si, como sucede la mayor parte de las veces, se lo pretende fundamentar exclusivamente sobre razones morales o sentimentales, la idea resultante aparece un tanto incolora, y por cierto difícilmente diferenciable de toda una multitud de intentos
proclamados por doquier; cabe preguntarse, además, cual pueda ser el grado de consistencia de tal interpretación, visto que los fundamentos reconocidos se sitúan por completo dentro del dominio individual y formal que, por definición, bien sabemos que es la sede incontestable de divisiones y oposiciones.
Y viceversa, el solo hecho de recordar que dicho vínculo está directamente relacionado con la iniciación recibida, lleva a pensar al “initiun”, con lo cual, fatalmente, acaba por plantearse el interrogante de cual pueda ser el punto de partida de la cadena iniciática: de este modo se dejará finalmente atrás el mundo de las apariencias sensibles para volver entonces la mirada hacia la esfera de las ideas universales, a la búsqueda de un principio inmutable; por lo demás, debería ser evidente que las causas de una unidad, cualquiera ella sea, en el seno de aquello que aparece como fragmentario y cambiante, no pueden residir más que en un orden que le sea superior, es decir supra-individual: querer sostener lo contrario equivaldría a pretender que lo superior provenga de lo inferior, lo cual es manifiestamente absurdo.
En este orden de ideas, por consiguiente, el vínculo que expresa la cadena de unión no puede sino considerarse del todo trascendente respecto de las características específicas que determinan a los diversos componentes de la misma, los cuales por otra parte se renuevan, necesariamente, con el correr del tiempo, sin por ello afectar en nada la esencia del citado vínculo; siendo en sí mismo superior al tiempo y al espacio, éste deberá proceder de una influencia de orden espiritual que se transmite “sin ninguna solución de continuidad” a través de las generaciones.
Ahora bien, en el símbolo que estamos considerando hay un elemento que, debido a la particular posición que ocupa, ratifica verosímilmente esta referencia a lo universal que acabamos de hacer; para notarlo apropiadamente es menester representarse la cadena de unión vista desde lo alto: su forma será aproximadamente la de una circunferencia con su centro explícitamente indicado. Precisamente dicha referencia al centro es inexplicable en clave sentimental-moralista, pero resulta por el contrario asaz significativa desde un punto de vista esotérico; el hecho mismo de que sea el cuadro de logia el que marque el centro constituye una ulterior confirmación de nuestra lectura, puesto que, en definitiva, este último no es otra cosa que un específico símbolo del centro 14.
Así pues, en esta figura, si el círculo puede representar, como en efecto lo hace, la expresión temporal y dinámica de la cadena iniciática, el punto central no puede sino sugerir, por su parte, el origen permanente de aquella, así como en geometría la circunferencia entera resulta determinada por su centro y así también como en cada individuo todo el organismo se mantiene en vida gracias al corazón, el cual, desde su posición central asegura la continuidad de la circulación de la sangre 15.
El código de lectura propuesto, al basarse en la naturaleza espiritual del vínculo iniciático permite, a quien reúna las condiciones necesarias, entrever al menos teóricamente la unidad en la multiplicidad, con lo cual podemos decir que atestigua a favor de la seriedad y eficacia del concepto masónico de unión fraterna.
Seguramente se nos podrá objetar que en la práctica la cosa termina por no manifestarse de manera igualmente clara, visto y considerando ciertos acontecimientos que, por su parte, parecen desmentir cuanto acabamos de decir. Se hace necesario, en consecuencia, introducir una nueva distinción que tenga en cuenta la diferencia de estado que revisten los casos extremos del neófito, por un lado, y del iniciado efectivo por el otro: desde este punto de vista no puede sino resultar a todas luces claro que la iniciación virtual, por sí sola, no basta para asegurar la “perfecta unión”; en todo caso, se requiere por parte de cada uno la asunción de una actitud decidida a transponer el umbral de la virtualidad para así avanzar hacia la unión efectiva.
En efecto, volviendo a nuestra figura, aun cuando sea posible decir que los puntos distribuidos a lo largo del perímetro de la circunferencia reflejan, cada uno a su manera, aquella unidad que simboliza el centro, sea porque se encuentran ordenados en función del mismo, sea porque de todos modos éste lo determina, ello no quita que la participación consciente de cada uno de ellos será puramente virtual hasta en tanto sea el propio yo el que continúe filtrando la realidad, constituyendo este último una especie de barrera que, ciñendo el propio horizonte a las apariencias, impide conocer esa unidad que, de todos modos, éstas jamás dejan de expresar.
Solo después de haber penetrado la corteza de las apariencias, es decir la circunferencia, y haber llevado a término el propio “peregrinaje” a lo largo del radio invisible que liga la periferia al centro, podrá producirse, en quien persigue la realización iniciática, esa transformación en el modo de entender la realidad, que justificará plenamente el poder hablar de perfecta unión.
En relación con este “peregrinaje” podemos agregar que, si consideramos que el centro constituye el único punto de la figura que equidista de cada uno de los eslabones de la cadena, el mismo podrá simbolizar también, desde otro punto de vista, el justo medio entre los extremos; de esta manera, como una figuración sensible de la antigua sentencia “in medio stat virtus”, vemos que el rito que estamos estudiando contiene a su vez una indicación bien precisa a los efectos de perseguir el gradual desarrollo del hábito virtuoso, cosa que no deja de tener relación con aquella búsqueda de conocimiento de que era cuestión anteriormente 16.
Podemos decir, por consiguiente, que el rito de la cadena de unión no sólo nos indica la finalidad que hay que perseguir, sino que nos traza también la vía que hay que recorrer para alcanzarla: seguir la “vía de medio”, que es la vía masónica, conlleva pues despojarse de todo vicio o impureza, es decir de cada ilusoria afirmación del propio ego, para así llegar a transformar el nudo corredizo, que muy bien simboliza el estado profano de ignorancia que nos aprisiona dentro de la corriente de las formas, en un verdadero “lazo de amor” que, en última instancia representa la unión con aquel “Amor que mueve el Sol y las demás estrellas” 17.
NOTAS
1 Podemos señalar a este respecto una observación de René Guénon, atinente a la Masonería, que extrapolamos de su correspondencia: con referencia a una frase contenida en los rituales masónicos ingleses, “…That y may travel in foreign countties”, el autor subraya que los “países extranjeros” de que se trata representan los “otros mundos”, los estados que se hallan más allá del dominio sensible, es decir, en otros términos, los estados informales del ser.
2 René Guénon, Introduzione generale allo studio delle dottrine indu, pág. 110.
3 René Guénon, Idem, pág. 111.
4 A propósito de los niveles de “lectura” que permiten ya sea todos los textos sagrados como aquellos otros puramente iniciáticos, véase René Guénon, Initiation et Realisation Spirituelle, cap. V.
5 René Guénon, Introduzione generale allo studio delle dottrine indu, pág. 111.
6 Citado en J. Boucher, La Symbolique Maçonnique, pág. 337.
7 Una modalidad bastante sugestiva es la siguiente: inmediatamente después del cierre de los trabajos, se confina al neófito “entre columnas” y desde tal posición periférica este asiste a la formación de la cadena; la misma se abre entonces hacia Occidente, para que el nuevo iniciado pueda, franqueando el umbral, integrarse a ella, con lo cual la cadena vuelve a cerrarse con fuerza y vigor, tras haber asimilado de manera prácticamente orgánica el nuevo eslabón.
8 Ver S. Farina, Rituali A. L. A. M., págs. 21-22. A propósito de esto es bueno recordar que en dicho año, y más precisamente el 26 de junio, a raíz de un cisma acaecido en el seno de la Gran Logia de Francia, nacía el Gran Oriente de Francia

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